Tema complejo el de la verdad. Cuál verdad, de qué hablas, pues hay muchas o bien diversos enfoques o facetas de una misma verdad, es decir, diversos niveles según desde qué ángulo de la realidad hablamos, y al final de cuentas, qué diablos es esa palabreja que llamamos “realidad”. Como no me canso de repetir, la realidad tanto externa como la subjetiva se reduce, en nuestra mente, a convertirse en un mapa o en una representación abstracta hecha de percepciones generalmente colectivas dentro de las cuales nadamos como peces en una pecera sin saber que estamos inmersos en ella, representación a partir de la cual nadamos o caminamos o pensamos construyendo marcos de referencia que llamamos experiencia, contexto o cultura, que nos orientan con más o menos eficacia para no tropezar en la perenne y ardua tarea de sobrevivir al interior de nuestro medio, país o planeta.
La verdad “verdadera”, si puede decirse, no es nunca una verdad solo objetiva y fría como el mármol que abrita las estatuas de los grandes hombres o los relatos en los muros con los actos heroicos o trágicos de la humanidad, sino que está siempre habitada por una sutil vibración o melodía impalpable que los sabios de antaño han denominado “ética”, que no es sino una noción o sentido del bien y del mal que se conjuga contradictoriamente con el bien y el mal colectivo, es decir, que conlleva cierta densidad de valores morales aquilatados socialmente a través de los siglos y que enarbolamos bajo los nombres de “libertad”, “autonomía”, “justicia”, “igualdad”, “fraternidad”, “respeto”, “dignidad”, entre otros. La verdad “verdadera” sería entonces el sinónimo de “tener razón”, es decir, se trata de un conocimiento inteligente, razonable y coherente con las necesidades históricas, complejas pero imperiosas, que se imponen en un momento dado bajo el designio de realizar o cumplir con las virtudes éticas antes citadas.
Todo esto suena abstracto. Trataré de elucidarlo con el precario espacio que me queda, a través de un hecho que la historia relativamente reciente nos ofrece. Por ejemplo, este mes de agosto se cumple el setenta y nueve aniversario del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón. En su momento, este suceso fue celebrado en los Estados Unidos y en el mundo occidental como un acto necesario y, por lo tanto, benéfico, para aplastar al agresivo imperialismo japonés. Todo el mundo se tragó al inicio esa versión. Pero poco a poco, los informes cada vez más precisos y descriptivos sobre ese terrible experimento fueron demostrando que tal decisión había sido innecesaria, puesto que el Japón se había rendido ya, tal y como puede comprobarse en el impresionante artículo titulado “Hiroshima” de John Hersey en The New Yorker del 31 de agosto de 1946 (pongo el link al final del artículo). De modo que dicho acto de guerra es considerado hoy por la mayor parte del planeta como un atroz e injustificable crimen, algo que no tenía razón de ser. Sin embargo, para los Estados Unidos, esa fue una decisión por la que no hay que disculparse jamás, como tampoco piensan hacerlo ante los millones de vietnamitas muertos en los ocho años de guerra absurda en Viet Nam, y como tampoco lo harán por los tantos otros escenarios en los que los Estados Unidos han decidido intervenir arbitrariamente por activa y por pasiva por encima de la soberanía y el destino de otros países.
Hoy el mundo está, como lo anuncié la semana pasada, al límite de un desbordamiento que puede llevarnos a la destrucción de la humanidad. Por lo que toca a nuestro continente, observo con preocupación cómo el interés de los Estados Unidos por los inmensos recursos naturales de Venezuela está propiciando una vez más, como en cada elección desde hace más de veinte años, un intento de golpe de Estado y sanciones draconianas injustas contra ese país, cuando las elecciones son ganadas por el partido bolivariano o chavista. La extrema derecha mundial es cada vez más desvergonzada, Trump afirmó y afirma todavía que Biden ganó con fraude, y no cesó de publicitarlo por todas partes, como hacen ahora los medios de prensa occidentales con Maduro.
Dos líderes de la ultraderecha venezolana, además de haber solicitado a los Estados Unidos de intervenir militarmente en Venezuela (lo que constitucionalmente está considerado como traición a la patria), acabaron autoproclamándose ganadores al estilo Guaidó II, afirmando que Maduro cometió fraude “una vez más”, por lo que fueron oficialmente reconocidos de inmediato por el gobierno norteamericano. Sin embargo, ayer viernes, doce días después de las elecciones, se debía entregar al Tribunal Electoral (que la oposición occidental a Maduro califica de institución no independiente y por lo tanto no confiable) las pruebas de su elección o de su no elección. De entre los diez candidatos que pelearon la presidencia (¡vaya dictadura!), los dos héroes autonombrados ni siquiera se atrevieron a apersonarse en el Tribunal y, menos aún, a entregar las actas que según ellos prueban la legitimidad de sus reclamos. A ver ahora qué nos dice el Tribunal Electoral sobre las actas que entregó Maduro, y qué verdad, cargada o no cargada de razón, nos permitirá defender o no defender su legitimidad a la presidencia de gobierno.
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