A finales de la década de los ochenta del siglo pasado, mientras el orden socialista soviético se derrumbaba, Francis Fukuyama, un joven filósofo que trabajaba en el Departamento de Estado de los Estados Unidos, publicó un famoso artículo en The National Interest. Este texto argumentaba que el liberalismo, tanto económico como político, constituía la etapa final del desarrollo político de la humanidad. Fukuyama consideraba que “el triunfo de Occidente” era innegable. Fukuyama se apresuraba a declarar “el total agotamiento de sistemáticas alternativas viables al liberalismo occidental”. Según las palabras de este autor, los acontecimientos de aquella época mostraban “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.
La posición de Fukuyama nunca dejó de tener ese halo superficial que suelen tener los textos de clara vocación apologética. No se podía desvincular este temprano triunfalismo de las avanzadas neoliberales que habían sido establecidas por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. El neoliberalismo mostraba que el mítico “libre mercado” era incompatible incluso con los valores fundamentales de la democracia liberal. Desde entonces, se ha presenciado el derrumbe —cada vez más pronunciado y acelerado— de un incoherente capitalismo liberal.
Traer a la memoria el optimismo artificial de Fukuyama impone la pregunta acerca del sentido del espectáculo global que se despliega ante nuestros ojos. ¿Podemos identificar el horizonte político al que apuntan las actuales circunstancias cuando el orden económico engulle los valores de la democracia constitucional?
Ahora bien, a medida que se han desplegado los síntomas mórbidos de la crisis del capitalismo liberal, hemos ido desarrollando la intuición de que otro mundo es posible. Así, el primer paso para encontrar una comprensión de nuestros tiempos, es reconocer que el retroceso del liberalismo no representa el ocaso definitivo de la idea de la democracia. El ser humano no solo tiene la capacidad de aprender de sus experiencias más dolorosas, sino también de imaginar otras formas de vida. En este contexto, voces que en su origen fueron ignoradas empiezan a marcar un nuevo rumbo para una sociedad que ya no pueden encontrar en el (des)concierto global un horizonte de esperanza.
La búsqueda de caminos alternativos nunca ha desaparecido. De hecho, en pleno auge de la globalización neoliberal surge en 1994 el movimiento zapatista en México, el cual se rebelaba contra el orden establecido en los últimos 500 años. Este movimiento despertó un movimiento reflexivo que ahora se muestra más relevante. Así, frente a la disolución del individualismo liberal, el modelo democrático-comunitario —el cual surge de la creativa reinterpretación de las experiencias históricas de los pueblos indígenas— abre los horizontes de un nuevo mundo de la vida.
No se trata de negar la validez de la reflexión occidental: sería injusto negar la hondura de las reflexiones desarrolladas por aquellos pensadores occidentales que han tratado de comprender las insuficiencias de su propio mundo. El discurso de los derechos humanos, por ejemplo, puede revitalizarse si estos se interiorizan en las estructuras éticas del mundo en donde una restrictiva idea de la libertad encadenada al egoísmo simplemente no puede funcionar.
Para comprender el signo de los tiempos debe aceptarse que el caos autoritario de la actualidad revela problemas originados en el nivel más básico de nuestro acceso al mundo. Por ejemplo, ya no se puede ver a la naturaleza como un simple reservorio de recursos infinitos; no podemos vernos como seres destinados a ser sustituidos por una inteligencia artificial que nunca tendrá ningún acceso consciente al mundo. El reconocimiento de que formamos parte de un universo sentiente que expande el radio de la moralidad ayuda a despojarse los imperativos que nos están llevando a la autodestrucción. Este esfuerzo supone situarnos como individuos-en-comunidad en un orden que respeta la naturaleza y a las generaciones futuras y, por lo tanto, cuestiona las estructuras de dominio y opresión que ahora nos ahogan.
Y ahora podemos valorar el hecho de que siglos de opresión no hayan podido extirpar un legado normativo que puede servirnos para vivir mejor. El sentipensar indígena que transcurre en los cauces profundos de nuestra vida colectiva como guatemaltecos puede alumbrar nuevos derroteros para resistir la onda expansiva de un orden geopolítico que se derrumba bajo su propia irracionalidad. Si queremos tener un futuro, y no un fatídico destino, este legado debe movilizarse en el accionar político de nuestra sociedad. Debemos encontrar la propia voz dentro del griterío de un mundo inviable que se dirige hacia el colapso definitivo.
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