Mientras espero los resultados de las (pasadas) elecciones presidenciales estadounidenses y constato la fragilidad del mundo en el que vivimos, cómo la realidad cambia de una cifra a otra, de un segundo a otro, escucho la poderosa voz de Joe Williams acompañado por la magnífica orquesta de Count Basie, quizás para paliar la angustia, quizás para imaginar que existieron otros mundos un poco más esperanzadores que el que nos está tocando vivir. Es un disco de 1955, un redescubrimiento afortunado, envuelto en un estilo que data de aquellos años en que Estados Unidos se proclamaba la tierra prometida y nos salvaba del comunismo, uniformador y autoritario, invadiendo países como el nuestro e inundándolos de licuadoras y refrigeradores, supermercados y predicadores, dictaduras militares y músicas como la que escucho que nos conducían a la ensoñación. Ah, el sueño americano, el anhelado american way of life, con sus chuchos y jardines, su leche pasteurizada con sabor a chocolate, sus hojuelas de maíz, sus hamburguesas, sus contenedores de plástico que protegían nuestras modestas comidas de la pudrición propia de un trópico demasiado sucio y… triste, a decir de Claude Lévi-Strauss.
Que el sueño poco a poco se haya convertido en pesadilla, no estoy yo para explicarlo, sino quizás los miles y miles de emigrantes indocumentados huyendo de la fatalidad, que día a día intentan cruzar una frontera que se vuelve muros, rejas, alambradas o pistolas que impiden su ingreso al territorio de la abundancia y el bienestar. Aunque no está de más recordar que muchos de esos cantantes y músicos que, como Williams y Basie, nos hacían soñar desde aquí con otros mundos, también eran expulsados de su propio sueño y eran perseguidos, acosados, encarcelados por el color de su piel, demasiado peligroso y extraño en la tierra de la libertad.
Total, fuimos víctimas de un sueño que desde hace bastante rato sospechamos que ya se acabó. La voz de Joe Williams invitándonos a la modorra y a la ¿felicidad? se detiene de pronto, quizás porque se rayó el acetato, quizás porque el mundo ya no está para sonidos amables que no sean el reguetón y el que producen las bombas lanzadas en recónditos lugares poco dados a la ensoñación.
Nada nuevo bajo el sol. Lo que vivimos ya nos lo anunciaba don José Milla y Vidaurre, allá por 1873, en su magnífica crónica sobre Nueva York (Un viaje al otro mundo pasando por otras partes). Fue el primero, para hacerle justicia, mucho antes que Darío, Martí o Rodó, que nos advirtió que detrás de ese progreso reluciente, de esa modernidad tecnológica e industrial, se escondía un monstruo horrible que terminaría por devorarnos.
El Gordo le llamaba y era la pesadilla recurrente de Juan Chapín, ese simpatiquísimo personaje, emblema de nuestra identidad nacional, que Milla pintó como un emigrante a todas luces ilegal.
Pepe Milla fue uno de los primeros escritores latinoamericanos que recorrió el territorio estadounidense de costa a costa, a bordo del ferrocarril interoceánico que conectaba San Francisco con Nueva York. Le llamaban la ruta de la modernidad y la libertad, porque evitaba cruzar los estados semi esclavistas del Sur, esos que unos años más tarde comenzaron a llenarse de braceros y espaldas mojadas, de mano de obra barata mexicana. Mariguanos y criminales, como los llamaba el magnate de la prensa amarillista William Randolph Hearst, el Ciudadano Kane.
Milla, que había sido expulsado de Guatemala luego de la Revolución liberal de Barrios y García Granados (1871), está consciente de que la democracia estadounidense es el futuro y celebra, por supuesto, la educación pública, las bibliotecas, la prensa en libertad y hasta los timbres y las escaleras mecánicas. Hay que reconocerle que, siendo un conservador recalcitrante en muchos aspectos, en su ruta hacia el mundo nuevo se pregunta por quiénes han construido esas vías que conducen supuestamente a la libertad, por esos emigrantes chinos que han muerto víctimas de las explosiones de dinamita o de la deshidratación.
El escritor no lo menciona, pero lo intuye, lo prefigura por decirlo de alguna manera, que ese sueño de modernidad y prosperidad que comienzan a vendernos ya en el siglo XIX, puede resultar una pesadilla: Repúblicas bananeras atravesadas por ferrocarriles que no nos conducirán necesariamente a la libertad sino a las más sangrientas dictaduras. Nuestro siglo XX y empezamos a sospechar que también el XXI. En todo momento teme por su Juan Chapín, su criatura más afortunada ¿Cuál será su destino? ¿Logrará atravesar guerras, hambrunas, fronteras, tiempos aciagos y salir airoso?
La respuesta a esas interrogantes, como lo vimos hace algunos días, seguirá flotando en el viento. Mientras tanto, el disco sigue rodando, a pesar de las rayaduras y los estragos del tiempo, y Joe Williams me regala una versión insuperable de Every Day (I Have The Blues).
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