Monterrico, la ruta de los mangos

El mar está al final de la arena, sin que nadie se atreva a dudarlo. Contiene peces, estrellas, algas y restos de historias de todos los continentes. Su furia calienta los ánimos y ordena las ideas, no sabe de días ni de noches, de inviernos o veranos. Cuando todos nos hayamos marchado, cuando no haya ni sol ni huracanes, ni lluvia ni pescadores, ni niños ni salvavidas que los rescaten, ni amantes que se prometan pasión eterna, él permanecerá inmutable.

Leonel González de León     septiembre 15, 2024

Última actualización: septiembre 14, 2024 9:01 pm

“Esto que aquí se rompe y se rehace se llama el mar”

José Emilio Pacheco

Carlos, antigüeño radicado en Londres desde hace muchos años, viene de visita.  Apenas nos vemos y surge el plan de ir a la playa, armamos tanates y a primera hora del sábado arrancamos con tres amigos más. Otra vez Carlos de visita en Guatemala, otra vez los mismos bolos yendo al mismo mar. Hay lagos, ríos, cerros y volcanes para visitar, pero ninguno es opción para nosotros.  Y no solo para nosotros: gerentes estresados, parejas recién casadas, amantes furtivos, todos vamos al mar.  

El paso Antigua-Escuintla está cerrado por una erupción del Volcán de Fuego, que ha sepultado, otra vez, varias aldeas de Alotenango, sin dar tiempo a que sus habitantes huyan del lugar. Debemos subir a Milpas Altas y bajar a Villa Nueva, entroncando con la fila eterna del tráfico hacia la Costa Sur. A las nueve, hacemos la primera parada en Puerto Quetzal, buena hora para el cervezayuno

La primera vez que visité el mar fue en un viaje familiar por el trabajo de mi padre. Yo tendría cinco años, y después del impacto que me produjo contemplar tanto cielo, tanta agua y tanta arena, me sorprendió que algunos compañeros de viaje prefirieran beber todo el camino en vez de ver el paisaje, y que permanecieran dormidos casi todo el tiempo que duró el paseo. Solo despertaron cuando ya era hora de volver.  

Llenamos la hielera y pasamos el puente, donde hoy no queda nada.  En octubre de 2005, el huracán Stan impactó las costas de Iztapa y San José.  Un equipo de 50 voluntarios de la Cruz Roja acudió y evacuó a 32,000 personas, con un saldo final de 134 muertos.  Desaparecieron los hoteles y los restaurantes, hoy solo hay montañas de lodo donde algunos pescadores pasan el día sin pescar nada, mientras sus niños juegan escondite entre los rótulos de antiguos chalets.  El único negocio floreciente en la zona son los moteles, como única catarsis a la rutina del hogar. Incluso el cementerio está en disolución, por el aumento del nivel del mar.  Las olas cada vez más altas lo han devorado, dejando a la vista apenas retazos de ataúdes, lápidas y algunos pétalos de flores plásticas, mientras los pobladores buscan de prisa los restos de sus parientes entre hierro oxidado y retazos de tumbas de colores.

Son 26 kilómetros hasta Monterrico, playa con buenas condiciones para el turismo y servicios para todos los bolsillos. La ruta es plana y recta, pero resulta imposible ir de prisa.  Según el tamaño, los hoyos sobre el asfalto dan idea de la variedad de peces que se cazan en la zona: hay largos como pez sierra o espada, redondos como el pargo, dentados como el tiburón, y hay simas como ballenas donde caben, al mismo tiempo, dos vehículos e incluso un autobús.  Todos los hoyos están llenos de agua negra, caldo para el crecimiento de pupas que garantizan la persistencia del paludismo, dengue y chikungunya. 

Los reportes sanitarios han disminuido (difícil definir si es por mejores condiciones o por desidia institucional), pero aún hay brotes de las enfermedades transmitidas por alimentos (hepatitis A, fiebre tifoidea y parasitismo intestinal), todas relacionadas con la mala calidad del agua, obtenida a través de pozos artesanales, construidos apenas en los 80 del siglo pasado. Antes, tampoco había drenajes, y era habitual el uso de letrinas, a veces al lado de los pozos. Otro factor insalubre es el descarte de combustible y aceite de las lanchas, casi siempre derramado sobre el canal que sirve para alimentar los pozos de agua “potable”. 

A mitad de los años 30, el presidente Jorge Ubico mandó a dragar el manglar y los tulares alrededor del Canal de Chiquimulilla, trayendo los primeros asentamientos familiares a la zona, que no tuvo carretera hasta 1950, gracias a la gestión del presidente Juan José Arévalo, nacido en Taxisco, pueblo vecino. Era lógico esperar que Arévalo impulsaría muchos proyectos en su pueblo, pero no pudo.  Apenas creó una escuela tipo federación y, tras la caída de la Revolución, muchos vecinos seguidores suyos fueron fusilados. 

Esta violencia puede encontrar un antecedente en el exterminio local que hizo Pedro de Alvarado en su camino hacia Cuscatlán.  En esa línea, el historiador Francis Gall rescata este párrafo de la Recordación Florida: “…cuando los españoles viajaban hacia la conquista de Cuscatlán, antes de llegar a la cabecera municipal de Taxisco (Santa Rosa), los Xincas ya los esperaban con perros muertos sacrificados en la entrada del pueblo, lo cual era señal de desafío, guerra y mal recibimiento a los españoles”. Pedro de Alvarado logró someter a la población hasta esclavizarla, llevándola luego a la reducción militar de Cuscatlán, en lo que ahora es El Salvador. 

Llama la atención que, en el costado sur de la ruta, hacia el mar, los terrenos suelen ser áridos, deshabitados y pobres de árboles.  El costado norte, en cambio, que conecta con el canal de Chiquimulilla, luce verde, frondoso de árboles y de palmeras. Aquí se ubican varias plantas de sal y camaroneras, que podrían contribuir mejorando el mal manejo de sus desagües. 

No hay aceras.   Afuera del asfalto, todo es lodo, con algunos palos de mango e icacos, por donde corren pollos, chuntos, chuchos y cerdos concursando por tener el cuerpo más magro y los ojos más hundidos, y peleándose por chupar los restos de plástico alrededor de los charcos.  

Lo normal aquí es andar en chancletas, arrastrando los pies, con un helado en la mano hasta chuparle el color o una coca tibia, aferrándose a ella como la fuente de oxígeno que alivia al enfermo desahuciado. 

Un grupo de muchachos, flacos y tostados, están sentados sobre el lodo (tampoco hay banqueta frente a las casas) y lanzan piedras al centro de los charcos, contemplando el radio que crece alrededor del impacto, mientras comparten una bolsa de mango verde con sal y limón. El de mayor estatura la administra, quedándose las tajadas más carnosas y la va pasando al que le sigue en tamaño, que toma dos más.   El último en recibir la bolsa es el más pequeño, sin tajadas para comer y solo con la pepita. Ante la imposibilidad de meterle el diente, se limita a chupar el poco gusto que le queda.  Si reúnen suficiente dinero, después del mango comprarán una pechuga de pollo para compartirla, que puede ser Chapincito, Granjerito o Costeñito:  mil marcas de pollito y papitas, bien usado aquí el diminutivo por la poca carne envuelta en una costra de piel rostizada, hecha chicharrón. 

Alguien en el carro necesita ir al baño y pregunta si tenemos papel.  Solo entonces notamos que no traemos ni un solo rollo para los tres días que estaremos acá. Buscamos una tienda, y apenas alzando la vista aparecen cuatro en una misma cuadra, una frente a la otra.  Compramos un paquete de 16 rollos, por si las moscas. Intrigados, vamos contando cuántas tiendas hay hasta Monterrico.  Debemos dividirnos, son demasiadas para un solo conteo. Además del número, llaman la atención los nombres, que podrían agruparse en tres categorías: nombres de mujer, nombres religiosos y gentilicios.  En el primer grupo, los más necios son Fabiola, Melany, Marielos y Alexandra; en el segundo, destacan Kairos, Buena Esperanza, La Bendición, El buen samaritano, El dulce nombre de Jesús, Regalo de Dios (1 y 2) y Jerusalén (1, 2 y 3). Aparte los nombres de los comedores locales, como el Pollo ungido y el Conejo loco.

La otra fracción de títulos usan gentilicios del Occidente del país: Tienda joyabajense, pologuatense, bartolense o patziteca, entre muchas otras. Cada tienda la habita una familia entera, hombre y mujer (aún patojos ambos) con tres o cuatro niños. A pesar del calor, los varones tienen pantalón de lona y botas de cuero, las mujeres mantienen el corte y el güipil, casi siempre multicolor, proveniente del Quiché, la zona de mayor exportación de comerciantes a todo el país: hay tenderos quichelenses en Xela, en Cobán, en Izabal y en toda la Costa Sur, y muchos más en la Capital.  La migración se mantiene muy activa hacia Monterrico, tanto de nacionales del altiplano occidental buscando mayores oportunidades de comercio, como de extranjeros atraídos por el buen clima y la vida barata.  Viven en equilibrio, a las afueras de condominios de lujo para los que vienen a quedarse, y hoteles desde una hasta cinco estrellas para el viajero de paso. 

Contamos 75 tiendas entre el puente de Iztapa y la llegada a Monterrico, llegando a 111 hasta la playa Hawaii. Casi todas han sido pintadas con los colores de alguna compañía de telefonía móvil.  La oferta es la misma en todos los locales: abarrotes, golosinas, bebidas energizantes, con gas y con alcohol, y en algunas hay un comal a gas donde las muchachas amasan la harina de maíz para hacer bolas, aplastarlas y ponerlas sobre la plancha, ya con forma de tortillas.  No se entiende qué ganancia brinda un negocio con tanta competencia en un margen tan estrecho y donde la oferta es 99 por ciento repetida en todas las tiendas. 

Otro negocio habitual son las barberías, algunas con títulos futboleros:  Neymar, Cristiano Ronaldo o Mbappé.  Los barberos afinan los cortes que han puesto de moda las estrellas de las ligas europeas: nuca y costados pelados, copetes altos con vaselina y una línea lateral al rape. También hay ferreterías, panaderías, carnicerías y tiendas de equipos de pesca.  

Un par de curvas y muchos hoyos después, volvemos a detenernos.  Mientras los muchachos botan el exceso de líquido generado por la cerveza, me acerco hacia un pizarrón con una oferta irresistible, resumida en una línea escrita con yeso: “Cubetaso de mangos diez quetzales”.  Hablo con una patoja que no debe llegar a los 20 años, cuyas ojeras sugieren que ella ha parido a los cuatro niños que la rodean. Me dice que ha vendido todo y que vuelva al otro día, promete guardarme un canasto, la mitad maduros para comer de una vez y la mitad sarazos para llevar. Le pregunto por una panadería y me indica cómo llegar a La Repo, en la aldea Candelaria. Pregunto si es bueno el pan, dice que sí. Acto seguido, me cuenta que trabajó allí hasta hace poco, que las ventas iban bien y que empezó a ganar más que su marido, hasta que este indignado, fue a buscarla una tarde y la trajo de vuelta a casa arrastrada del pelo.  No la dejó volver a trabajar. “Pero hay que tener fe en Dios ─agrega ─, a veces los mangos dejan algo”.  

Playa Hawaii, al fin.  Nos recibe Ovidio, guardián de la casa.  Después de saludarnos, de hacer las preguntas de rigor con respecto al viaje y de rechazar una cerveza helada —ha “conocido a Cristo” hace poco, y desde entonces no bebe— se sienta a la mesa. Cuenta que está desempleado. El servicio de microbuses entre Hawaii e Iztapa, donde era chofer, ha dejado de funcionar por las extorsiones.  Además del pago mensual, deben pagar cuotas extraordinarias: bono mundialista en julio, bono 14 en agosto, bono de Independencia en septiembre, y quizás un bono por la Revolución del 20 de octubre.  El dueño vendió los buses y se fue del pueblo. 

Dejamos la charla y vamos a la piscina. Ovidio se queda picando cebolla y yerbabuena para el ceviche.   Nadamos, seguimos cerveceando y comemos el ceviche sin salir del agua hasta el final de la tarde, cuando caemos rendidos. Lo habitual aquí es beber de día e irse temprano a la cama, aún con el ventilador y las lámparas funcionando con el generador eléctrico.  Así, cuando se apagan, uno ya está dormido y no siente el golpe de calor. 

A media noche suenan golpes en la puerta.  Son dos miembros del COCODE.  Más temprano, dos niños fueron arrollados por un vehículo que se dio a la fuga.  Alguien corrió la voz y de inmediato cerraron los accesos al camino, el primero al oeste, hacia Iztapa, y el otro en el acceso oriente, a Hawaii.  El único escape sería abandonar el carro y nadar mar adentro. Alguien dijo que fue una camioneta gris y eso facilitó la búsqueda. Los tipos entran y revisan nuestro carro, el motor frío nos libra de cualquier sospecha.  Agradecen, se marchan y volvemos a dormir. 

Seis de la mañana. Salgo sin desayunar para ver el amanecer y meter los pies en el mar aún fresco.  Ovidio ya está limpiando la piscina.   

Vuelvo a las ocho, agobiado por el sol que ya quema. Ovidio comenta lo de anoche. Fueron dos muchachas ebrias que, urgidas por huir, encallaron en un banco de arena y no pudieron salir del vehículo.  La policía las encontró y confesaron sin oponerse.  

Ovidio me ofrece un vaso con hielo y un pichel de Rosa de Jamaica. El hielo es algo fugaz aquí: con o sin trago, se desintegra en un tercio del tiempo que duraría en otro lugar. 

Le comento mi sorpresa por no haber encontrado ninguna sombra dónde sentarme a la orilla del mar. Él responde que hasta hace poco hubo una champa que él mismo había construido, tendida entre dos cocales y dos troncos.   Por muchos años sirvió a sus huéspedes para tomar la siesta frente al mar, pero de noche era sitio para los excesos.

─Me cansé de recoger latas de cerveza, bandejas de comida y condones usados, además del olor a orina y la caca que siempre quedaba a los pies de los cocales −explica mientras prepara un café−.  La última vez, vino un pick up con una familia arrimada en la palangana:  dos parejas adultas y media docena de niños.  Era medianoche, pusieron música a todo volumen, bajaron una hielera y una red de cocos.   Además de los gritos de los niños y de las madres regañándolos para que no se metieran al mar, lo peor fueron los machetazos. Supongo que los machetes no tenían filo, por la cantidad de golpes que daban a cada coco, y como no tenían piedra para apoyarse, lo hicieron en las palmeras que sostenían mi champa.  No solo las dejaron abolladas y sucias, sino que aflojaron la galera.

─ ¿Y qué les dijo?

─Nada, tuve miedo.  Usted sabe, la cosa está jodida en estos tiempos. Por eso quité la champa y corté los cocales.    Ahora ya van creciendo otra vez.  Los clientes me lo piden, pero cae mal limpiar cochinadas todos los días.  La gente es como el salitre que echa todo a perder, lo carcome.  

Bebo un trago de Jamaica.  Agrego que siempre he soñado con vivir cerca del mar, y que es mi sueño para cuando sea viejo.  Respira profundo y continúa:

−Si no va a vivir aquí, no le conviene comprar; mejor alquile cada vez que venga. Sí no, va a tener que cambiar estufa, refri y televisión cada poco tiempo. 

Bebe un sorbo de café y camina a la cocina.  Me quedo viendo al mar y al cielo.  

El cielo del trópico es más estable que en las montañas. Más allá de sus cambios constantes, del gris al celeste, del azul al rojo y al negro, lo animan nubes, rayos y tempestades.  El mar, agua que va y viene, es más complejo, en sus capas y profundidades infinitas. Muy al norte y muy al sur del Continente, es impredecible. Las playas centroamericanas y del trópico son un punto de equilibrio entre sol, agua y buen clima todo el año: aun en temporada fría, se pasa bien.   

En Los mares del sur, Herman Melville recrea el primer contacto de Vasco Núñez de Balboa con estas aguas. Su asombro fue absoluto al toparse con un mar sin huracanes ni tifones como los que tanto habían padecido él y sus hombres: de ahí que terminara llamándolo, en forma engañosa, Pacífico.    

Gaviotas y pelícanos van dibujando líneas paralelas al horizonte.  Vuelan sincronizados como patinadores que trazan parábolas perfectas, haciendo relevos, trabajo en equipo contra el viento.  Aun siendo bellos, los pájaros no están en el cielo. De hecho, ¿dónde está el cielo?  Si alzo la mano y aprieto el puño apenas a dos metros sobre el nivel del mar, ¿estoy atrapando una pizca de cielo?  ¿Y si repito la maniobra sacando la mano por la ventana del avión, entonces sí?

El mar, en cambio, sí está al final de la arena sin que nadie se atreva a dudarlo.  Contiene peces, estrellas, algas y restos de historias de todos los continentes. Su motor eterno no tiene caminos ni atajos, su furia calienta los ánimos y ordena las ideas, no sabe de días ni de noches, de inviernos o veranos. Cuando todos nos hayamos marchado, cuando no haya ni sol ni huracanes, ni lluvia ni pescadores, ni niños ni salvavidas que los rescaten, ni amantes que se prometan pasión eterna, él permanecerá inmutable: tirano insatisfecho, ambicioso y destructivo, generoso e implacable, siempre puede dar un tumbo más.   Su furia enamora y maravilla. Nunca indica el momento de salir, ni tampoco alerta sobre el punto para no zambullirse, más allá de la posibilidad de retorno, donde el náufrago se queda a solas, sin costa, sin huellas, sin balsas y sin remos; incluso los peces quedarán muy abajo.  Será mar y mar y mar. 

Un palo va y viene entre las olas.  Parece ser una estaca que de pronto se detiene, como si estuviera cansada. La marea se toma una pausa y deja un tronco de cinco metros de largo y un grosor que me hubiera impedido abarcarlo con mis brazos.  Harían falta varios hombres para cargarlo entre todos, o que venga uno solo, en marea baja, para hacerlo retazos con un hacha. A ritmos distintos, pero con un final casi común, el agua y el fuego terminan destruyendo al tronco que se inserte en ellos.

Los muchachos aparecen, rompiendo mis ideas. Vienen con hambre, listos para continuar el cerveceo, quita-pone que le dicen.  Yo no quiero beber, me excuso por la goma, sigo con la Jamaica y voy por los mangos que encargué ayer.   Evito el camino del pueblo, caminando sobre la orilla del mar haciéndome el valiente, descalzo, tres pasos y debo ponerme las chancletas.  Mis pies urbanos no toleran el fulgor de la arena.  

Los que caminan a la orilla de la playa suelen hacerlo mojándose los pies, gozando el roce del agua.  La figura que veo a lo lejos camina lejos del borde húmedo, sobre la arena pastosa y caliente. Voy dibujándola según se acerca, aun sin distinguir los colores.  De a poco distingo que es mujer, y si no estuviéramos aquí, pensaría que es musulmana, esposa de un talibán:  la cabeza, el cuello y la mitad de la cara cubiertos con un chal, blusa manga larga y falda hasta los tobillos.  No usa sombrero ni anteojos.    Más de cerca, reconozco que viste traje típico, con un canasto entre ambos brazos.  Al encontrarnos me detengo, nos damos los buenos días y con un suspiro baja el canasto.  Hay escudillas, encendedores, vasos de tequila, destapadores e imanes para el refrigerador, cubiertos con conchas pequeñas y piedras preciosas y bañados en pintura azul, verde o naranja.   También tiene adornos colgantes y elefantes miniatura, todos de conchas. Me llama la atención la textura de los recipientes, distinta al cristal o al barro natural.   La tomo entre las manos y reconozco gasa de hospital debajo de la pintura y del barniz.  Acaricio una botella de medio litro para guardar bebida y sonríe ante la posibilidad de hacer su primera venta del día.  

Llego al sitio. Veo los mangos, pero no veo a la muchacha.  Su lugar lo ocupa un sesentón que afila su machete contra una piedra de agua, a pesar de faltarle la punta del tercer y cuarto dedos de la mano izquierda.  Pregunto por su hija y me dice que no tiene ninguna, solo varones, y aclara que la patoja de ayer no es su hija, sino su esposa.  Acto seguido se presenta como don Jaime, constructor de ranchos y, sin que se lo pida, me explica que es una categoría muy distinta a la de albañil, que requiere de planos, presupuesto y materiales, además de tomarse demasiado tiempo. Él es más práctico: levanta un rancho de palma en una semana sin ayuda, y apenas necesita el material para trabajarlo con su machete, clavos y martillo. Así, desde que se jubiló, de lunes a sábado se dedica a levantar hoteles y chalets. Los domingos los usa para descansar en su champa, vendiendo mangos y agua de coco. 

Mientras escojo los mangos, me va contando, con su lengua chapetona por varios dientes sholcos, que viene al puesto a descansar, que en su casa es imposible por la media docena de patojos que hacen bulla todo el día.  Vuelve a notar mi sorpresa al hacer la cuenta que su patoja no tiene edad para haber parido seis niños.  

−Solo tres he tenido con ella −aclara−, el resto son de mi otra mujer, que murió cuando el último estaba tiernito”.  

Es sargento retirado, que ejerció en los tiempos de Lucas, en los ochentas, en el destacamento del Ixcán.  Estuvo ocho años ahí, hasta que ya no pudo más:

−Me cansé de ser malo.  A uno lo entrenan para eso y nada más.  

La muerte de su antigua mujer era un ajuste de cuentas con él, pero fallaron y le pegaron el tiro a ella.  Apenas cumplió el tiempo se jubiló y regresó a su pueblo.   

−Con la jubilación me alcanza para mí, para mi patoja y para los ischocos.  Encontré a Cristo y todo quedó en el pasado”.  

Le pregunto por la seguridad en la zona y me dice que, el año pasado, un par de tuctuqueros quisieron pasarse de listos asaltando a pasajeros con un verduguillo, y así mataron a un turista.  

−La pandemia vino a jodernos a todos, y de ribete estos hijos de su madre complicando más la cuestión.  

Él y un par de vecinos decidieron ponerles una trampa con un teléfono frijolito, y los muy babosos cayeron. 

−Mire allá −me dice, levantando la cabeza y señalando con los labios empinados−, aquella rueda negra en medio del asfalto:  ahí les prendimos fuego a los cabrones con todo y su tuc tuc, para que ningún otro quiera pasarse de listo.   

Agrega que de vez en cuando todavía aparecía algún pícaro, pero que desde que llegó el narco, todo se tranquilizó.  

−Es diferente.  Ellos nos dan trabajo, nos protegen de los rateros y nos ayudan a vivir en paz. ¿Qué de malo puede ver el Señor Jesús en eso?

Le doy los diez quetzales por la cubeta de mangos y me marcho, con la tranquilidad de que no me va a pasar nada en los días que esté por aquí.   

Vuelvo a la casa y los muchachos ya están bolos otra vez.  No quiero almorzar, solo como dos mangos.  El golpe de azúcar me da sueño y voy por una siesta, aprovechando que hay ventiladores a esa hora.   Despierto cuando al sol le falta poco para ocultarse.  Vuelvo a caminar y me siento en los restos de la champa de Ovidio.  Traigo conmigo un libro que encontré en la sala de la casa, es El mar de Jules Michelet, de 1861. 

Lo abro al azar y encuentro la descripción de una puesta de sol: “El duelo cotidiano del mundo”. No se le puede concebir de otra manera. Momento de equilibrio entre el fuego y el agua donde la segunda engulle al primero, para volver a parirlo al día siguiente. 

Según oscurece, va apareciendo un ejército de cangrejos minúsculos, brotando de cada orificio en la arena.  Hay que hacer silencio y moverse despacio, respirando sin que se perciba el quiebre entre ambos tiempos. Se les ve surgir de la arena más fina, abriendo surcos inesperados hacia la superficie.  Empiezan los más pequeños, como la primera línea de ataque, para que los más grandes solo asomen si los primeros no han vuelto abajo.  

Vuelvo a Michelet sin afán de leerlo, solo lo hojeo mientras hay luz.  En las páginas dedicadas a la fecundidad del mar, se lee: “La vida reclama aquí de manera imperiosa la asistencia, el imprescindible auxilio de su hermana, la muerte”. Pienso en la capacidad marina de generar tantos seres vivos, microscópicos y gigantes, plantas y animales, además del efecto regenerador sobre quien lo visita; fecundidad que explota en los millones de embarazos inesperados que se han gestado acá y que  se alterna con las muchísimas vidas que el oceano se ha tragado, accidentales algunas, suicidas otras, pero el mar mantiene su equilibrio eterno, apenas roto de vez en cuando por un berrinche suyo que para nosotros será un huracán devastador, capaz de arrasar con especies enteras mientras que para él es algo nimio. 

La puesta de sol es la misma que la que todas las tardes se ve desde mi balcón.  Deseó por un momento estar allá.  Eterna dicotomía del alma que, por hoy, dejaré de lado, mientras permito que cientos de cangrejos me rasquen el cuerpo al ritmo del oleaje. A cada instante, me voy dejando devorar por el lobo maligno de la noche.

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