El avión que había partido desde Dubai daba pequeños tumbos, pero inquietantes tumbos, y el pronóstico del tiempo parecía confirmarse: lluvias torrenciales extendiéndose por tres días.
Al llegar al aeropuerto el panorama cambió. El piloto había llevado el avión hacia el Mar Negro y en la pantalla de recorrido se veía una maniobra extraña, un desvío largo y aparentemente errático. En tierra, se aclaraban las cosas: se había evitado entrar en una zona de turbulencia cercana a Estambul, y la aproximación había sido por la zona despejada. La ciudad estaba iluminada y no había señales de tormenta.
Entre el aeropuerto y el hotel seleccionado hay quince kilómetros, los suficientes para apreciar una buena parte de la ciudad.
El tráfico era intenso pero los vehículos avanzaban. Las avenidas principales son anchas, abundan los pasos a desnivel y, en general, esa parte de la ciudad exhibe su muy buena red vial. El parque automovilístico es moderno, abundan los autos tipo sedan y los compactos. Los autobuses son recientes, espaciosos y muchos de cabina doble, articulada. Después sabría que hay además un bonito tranvía y un metro subterráneo. Las primeras impresiones fueron buenas.
Aunque domina la religión musulmana, el idioma se escribe con caracteres occidentales (algunos modificados), a pesar de la influencia del árabe, idioma oficial del Islam.
Los turcos tienen una piel que va de acanelada a muy clara, son de todos tamaños y de ojos multicolores y, como en varias partes del mundo, muchas mujeres piensan que los caballeros las prefieren rubias.
El hotel al que llegué, se encuentra en una zona histórica y turística llamada Sultanahmet (o zona del Sultán Ahmet). Mientras el taxi avanzaba por la calzada costera, observaba restos de murallas antiguas, que alguna vez circularon completamente a Estambul, para protegerla de invasores de todo origen. En algunos sitios se ven también restos de fortalezas o de destacamentos militares que se remontan al menos hasta los tiempos del Imperio Romano, si no más.
Del lado del mar de Mármara vi un llamativo mercado de pescado, muy organizado y decorado como si se tratara de una exposición. Me propuse regresar y lo conseguí dos días después.
Luego de depositar mis maletas en el hotel, decidí hacer un recorrido nocturno. Me aseguraron que toda el área cuenta con protección policíaca y no hay nada que temer. Confiando en eso, me aventuré sin rumbo por estrechos callejones, casi senderos de piedra que serpentean, suben y bajan y de pronto mueren sin tragedia.
Los callejones empedrados de Sultanahmet me recordaron los pueblitos italianos que rodean Roma. Las casas son pequeñas, pero de dos, tres y hasta cuatro niveles. Los balcones están adornados con macetas florecientes y las ventanas de madera dan un toque tradicional a las construcciones. Hay muchas casas de madera, en un estilo como el de las viejas ciudades porteñas del Caribe. La diferencia es que son pequeñas, conscientes de que el espacio en una ciudad tan antigua no permite desperdicios. Los jardines son básicamente macetas en ventanas y azoteas. El arreglo de las calles no es simétrico, cuadrado, lo que dificulta hacer un patrón de recorrido. Al cabo de una hora, decidí regresar. Tuve problemas porque me desorienté en el último tramo. Me detuve en el último punto que me pareció familiar y pregunté en un restaurante. El hotel estaba a la vuelta de la esquina, como a cuarenta metros.
A la hora del desayuno subí al cuarto nivel del edificio. El restaurante tiene dos flancos con puertas de vidrio y un pequeño corredor con sillas detrás de ellas, a la orilla de la calle. A la derecha, el sol se levantaba sobre el mar, que estaba apenas a unos 200 metros. Las aves marinas volaban en todas direcciones y el ruido de los motores de los barcos navegando el Mármara creaban un ambiente especial. La brisa mecía las plantas de las terrazas aledañas. Sobre los vidrios de las mesas del corredor exterior se reflejaban azoteas, aves volando y flores de macetas cercanas.
Al frente e izquierda, arriba de la colina, se veía parte de la monumental Mezquita Azul, de seis minaretes, construida por el sultán Ahmet.
Los minaretes en una mezquita eran símbolo de su importancia. La mezquita para el ciudadano común tiene un minarete. Las de dos se construyeron para personas de mayor posición social. Las de cuatro para la élite y en el caso de las de seis, pertenecían al sultán. Construidas a semejanza de la casa del profeta Mahoma, la Mezquita Azul tiene espacio para enterrar al Sultán (jardín exterior), además de una plaza o jardín interior como antesala a la mezquita. En los cuatro flancos de la plaza se construyó una escuela coránica, un hospital, una biblioteca, un comedor público y un lugar para alojar a los peregrinos. Al centro de la plaza, un quiosco rodeado por sitios para abluciones, pues antes de rezar es necesario quitarse la suciedad del cuerpo.
Luego del desayuno tomé un tour de mar y tierra, que fue toda una lección de geografía e historia.
Estambul es la única ciudad del mundo instalada en dos continentes. Al occidente, Europa; y al oriente, Asia. Hacia el suroccidente se llega a Grecia, y al suroriente a Irán. Además de ser puente de dos continentes, lo ha sido de muchas culturas, lo que perfila su carácter.
La muralla perimetral llegó a tener veintitrés kilómetros de largo, cubriendo flancos marinos y terrestres. Uniendo los dos continentes, en 1970, si no me falla la memoria, se construyó el puente Bósforo (sobre el estrecho del mismo nombre). El estrecho une el Mar Negro con el Mar de Mármara.
En la línea costera encontramos una vieja estación de ferrocarril. Estábamos, nada menos que en la terminal del Expreso de Oriente, un tren que partía de París y terminaba, 64 horas más tarde, en el punto donde yo estaba parado.
La parte europea está dividida en dos por un largo canal fluvial (llamado Cuerno Dorado), punto de desembocadura de dos ríos. Es como una incisión en la bahía.
Mientras el autobús llegaba al punto de embarque, observamos hermosos edificios que testimonian la historia de la ciudad. Sinagogas, el hospital judío (en su antiguo barrio), iglesias católicas, iglesias ortodoxas y hasta una iglesia exclusiva de la comunidad búlgara.
Para principiar en algún punto, 500 años antes de Jesucristo, el territorio fue conquistado y poseído por los persas, luego por los griegos, tiempo después (196 E.C.) llegaron los romanos. El emperador Constantino la convirtió en ciudad imperial y le dio su nombre (Constantinopla). El Imperio Romano de Oriente permaneció hasta mitad del siglo XIV, cuando llegaron los turcos y fundaron el Imperio Otomano, que se mantuvo hasta el primer cuarto del siglo XX, para convertirse en República, bajo el gobierno de Ataturk. Entre imperios, por ahí pasaron los cruzados, se asentaron colonias de cristianos (galatas, efesios), llegaron tropas alemanas, los árabes y otros más ¿Cómo no habría de ser hoy una ciudad multicultural?
En barco recorrimos parte del Cuerno Dorado y, llegando al Mármara, salimos al norte, hacia el Bósforo. Toda la línea costera se adorna con multitud de construcciones históricas, haciendo ver que se necesitan meses para conocer la ciudad. Pasamos por zonas modernas, con los mejores hoteles de la ciudad, también por zonas de antiguas construcciones donde habitaron embajadores y sultanes y hoy están ocupadas por los actuales ricos. Fenerbace (pronunciado fenerbache) significa barrio de los ricos (fener), y el lujo es fácilmente apreciable. El club de futbol Galatasaray tiene aquí una isla privada (artificial, cuadrada y flotante), de unos 1500 metros cuadrados.
Desde esa posición se aprecia que las mezquitas dominan cada colina, y sus minaretes me hicieron pensar en antenas wi-fi, transmitiendo al cosmos las plegarias de sus visitantes. Una más, una menos, se dice que hay 2405 mezquitas en Estambul, lo que claramente sobrepasa los templos de otras religiones.
Terminamos el recorrido en bote justo a la hora del almuerzo. Luego continuamos en autobús.
En la cima de una colina-cementerio musulmán, se encuentra un teleférico. La colina se conoce también como Pierre Loti, bautizada así en honor al escritor francés del siglo XIX, que llegó a Estambul y se enamoró de la ciudad, dejando para la posteridad una obra literaria de corte orientalista, una tragedia romántica y su nombre.
Desde ahí se tiene una excelente vista panorámica de la ciudad y se observa el punto de desembocadura de los ríos que forman el Cuerno de Oro.
Al descender por el teleférico nos dirigimos al palacio del Sultán Abdulmecit, del Imperio Otomano. Los lujos en construcción, arquitectura, pintura, orfebrería y demás son espectaculares. La organización del palacio sugiere una civilización muy avanzada, con elaboradas costumbres sociales y complicados procedimientos diplomáticos.
Sobre una colina al otro lado del Bósforo, pudimos admirar parte del lado europeo y asiático de Estambul. Moría la tarde, nacía la noche y las luces se adueñaban del paisaje.
El siguiente día fue para vagabundear por Sultanahmet. Pensé en París, por el estereotipo de ser una ciudad romántica. A pesar de ser un país musulmán, las parejas van de la mano por todas partes, y buscan la discreción de los parques para energizar sus sentimientos. En otros países musulmanes, aquello daría lugar a morir apedreado, a asesinatos de honor (ella podría morir a manos de sus parientes cercanos, por mancillar a la familia), a siglos de impunidad al amparo de códigos de honor, a ciclos interminables de venganza intergeneracional.
Aunque de que los hay, los hay, no encontré en esta zona de la ciudad un solo mendigo. Sin embargo, sobre la calzada costera, habitando excavaciones sobre el viejo muro de la ciudad, vi varias veces un grupo de indigentes haciendo fogatas y cocinando.
Guiado por la línea del tranvía, caminé hasta el bazar egipcio, un sitio de muchos años de existencia y punto casi obligatorio de visita para los turistas. En una estructura de bazares que tiene dos largos corredores perpendiculares donde se puede comprar una variedad de cosas: joyas, dulces tradicionales, especias, atuendos para danza del vientre. Dominan las especias y la dulcería.
Los colores en el bazar son un espectáculo increíble, complementado por luces intensas para capturar la atención de los visitantes. Los vendedores son especializados: a base de observación consiguen conocer la nacionalidad de los compradores. Cuando pasaba un grupo de personas, uno de ellos gritó: “¡Antonio! “, y alguien volvió la vista. Dardo certero: el vendedor comenzó a hablar en español. Escuchando el acento de los visitantes, también pueden conocer su origen y hablarles en su idioma. Aunque los vendedores son muy amables y la pasan de simpáticos, no hay que perder de vista de que Estambul es también famosa por “atornillar” a los turistas. Un vendedor se me acercó y preguntó en inglés: “¿Le puedo servir en algo?” Esperando sacudírmelo, le respondí en español que no gracias. Él añadió en inglés: “De todas formas, lo que quiero es tu dinero”.
Muchas tiendas tenían higos preparados de las maneras más creativas y artísticas. No dan ganas de comerlos sino de usarlos como escultura. Los abren y dentro les colocan guindas, nueces, frutas de colores. Los organizan en pequeñas cajas de diez o doce higos y en algunos puestos los anuncian como “el afrodisíaco turco”. Los dulces son fabricados en bloques, como grandes maquetas de hielo. Sobre una base de miel o dulce gelatinoso agregan nueces, frutas y semillas que quedan distribuidos uniformemente. Luego lo van cortando con cuchillo, como quien rebana un jamón. También los preparan en rollos o cuadraditos que caben en la palma de la mano, y les hacen un tajo sesgado para exponer el color y contenido del dulce. Son realmente tentadores.
Y como ya entré a hablar de comida, es hora de azuzar el apetito.
Por todas partes se ven carretillas de tracción humana, con sistemas de gas propano y de carbón. Solo o combinado, las carretas venderán castañas asadas, elotes cocidos y elotes asados. Medio euro es el precio de un elote.
Otras carretillas llevan encima un enorme jarrón de metal que contiene una bebida tradicional con muchos ingredientes. Es un atol blanco muy sabroso, que se complementa con canela en polvo. Un tercer tipo de carretillas vende roscas de pan dulce.
Los jugos de fruta se venden por todas partes. La temporada era de granada y naranja. Ambos son deliciosos y el de granada es un poco más caro. Según dónde se compre, el vaso de jugo de naranja cuesta de dos a cuatro liras turcas, y cada lira equivale a medio euro.
La comida al paso es muy popular, y los platos obligados son: kebabs (pinchos) de pollo o carnero, pizzetas con forma de canoa y tortilla/pan de trigo con ensalada y tajos de carne, que se asa lentamente en quemadores verticales giratorios.
A pesar de tener mar por todas partes, la preferencia en las áreas turísticas es por carnes blancas y rojas.
En mi retorno al mercado de pescado encontré que este es expuesto de manera atractiva a los clientes, y cada negocio es, en realidad, un restaurante. Detrás de los puestos de exhibición están las mesas. El cliente puede escoger un pez o producto de mar y pedir que lo cocinen. En mi caso, me sacié con pequeñas porciones de pulpo (preparado en aceite y acompañado por pepinillos y pimientos encurtidos), calamar frito (acompañado con una salsa blanca sazonada que no me pareció ser yogurt) y un delicioso pescado entero a la plancha.
Me parece que los turcos tienen un buen sentido de la moda, según patrones europeos. Al aventurarme por la zona comercial local, encontré muchos almacenes con ropa elegante. El negro domina la estación. Me pareció que mucho era imitación, de buena y de mala calidad.
A pesar de que los pronósticos de clima no se cumplieron, la mayoría de los días fueron nublados, fríos y con viento. Esto perjudicó mis intereses fotográficos, pues las fotos de paisaje carecieron del deseado cielo azul con copos blancos.
Como todo, el tiempo se terminó y debí dejar Turquía, prometiéndome regresar y visitar lugares nuevos, como Capadocia, el paraíso de los globos aerostáticos. Anhelo unirme a una caravana de globos.
(2011)
Byron Ponce Segura es guatemalteco, escritor e ingeniero agrónomo con una maestría en Ciencias de la información, lo que lo ha llevado a trabajar en distintos programas y entidades internacionales de lucha contra el hambre y la desnutrición. Sus crónicas son el resultado de sus desplazamientos por diferentes lugares del mundo.
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