La situación en Venezuela ha llegado a un punto en el que incluso las mentiras más flagrantes y las acciones desesperadas del régimen de Nicolás Maduro ya no sorprenden a nadie. Más bien, refuerzan la trágica realidad de un gobierno que se aferra al poder a través de elecciones fraudulentas y represión violenta. La respuesta de Maduro a quienes defienden la democracia y se oponen a su golpe de Estado no puede ser simplemente descartada como ridícula; es una grotesca distorsión de la realidad. Acusar a los críticos de ser parte de una “ofensiva de derecha proimperialista” liderada por Estados Unidos no solo es absurdo sino también hipócrita. Es Maduro quien sueña perpetuar en su país y en la región un imperio de manipulación, violencia, corrupción y represión.
Las comparaciones con elecciones fraudulentas anteriores en Venezuela y Nicaragua son claras. Así como Daniel Ortega ha manipulado el proceso electoral en Nicaragua para asegurar su permanencia en el poder, Maduro ha asegurado su reinado a través del engaño y la represión. La comunidad internacional ya ha visto estas tácticas antes: control sobre el poder judicial, manipulación de los órganos electorales y uso de las fuerzas de seguridad del Estado para sofocar la disidencia. Estos son los sellos distintivos de regímenes que temen la verdadera voluntad de su pueblo. El sello distintivo de los tiranos.
Recientes informes sobre arrestos masivos y represión violenta tras las elecciones presidenciales disputadas en Venezuela destacan hasta dónde está dispuesto a llegar Maduro para silenciar a la oposición. Las detenciones de figuras opositoras, a menudo sin justificación legal alguna, son parte de una estrategia más amplia para intimidar y neutralizar cualquier desafío al régimen. Las advertencias de Amnistía Internacional sobre los riesgos que enfrentan estos detenidos son un recordatorio sombrío del costo humano de la desesperación de Maduro.
Mientras Maduro y su régimen intentan silenciar cualquier disidencia, la presión internacional aumenta. Incluso sus cercanos amigos, los gobernantes de Brasil, México y Colombia, han exigido al Consejo Nacional Electoral (CNE) de Venezuela que publique los resultados detallados de las elecciones mesa por mesa. Esta demanda de transparencia es crucial para desenmascarar el fraude evidente en el que Maduro se proclama ganador con un 51,95% de los votos, mientras los datos provenientes de las verdaderas actas del 83,5% de las mesas demuestran que Edmundo González Urrutia obtuvo el 67% de los votos. Boric, el presidente chileno, personaje de izquierdas, no ha dudado en catalogar de fraude lo sucedido en Venezuela.
A pesar de estas exigencias, el régimen de Maduro recurre al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) para validar su victoria, alegando un “hackeo masivo” al CNE como excusa para no publicar las actas. Este movimiento subraya la falta de independencia de las instituciones venezolanas, controladas por el chavismo, y su incapacidad para garantizar un proceso electoral justo y transparente. Las recientes elecciones nunca tuvieron la intención de ser justas o libres; fueron diseñadas para mantener el status quo e impedir cualquier desafío real a la autoridad de Maduro. La oposición, a pesar de sus esfuerzos, sigue en una desventaja significativa, incapaz de competir en igualdad de condiciones en un sistema amañado en su contra.
La crisis venezolana no es solo un problema doméstico; es un problema regional que amenaza la estabilidad y la seguridad de América Latina. A medida que la situación continúa deteriorándose, es imperativo que la comunidad internacional, incluidos los gobiernos democráticos de la región, adopten una postura firme contra las acciones fraudulentas del régimen de Maduro. Solo aplicando una presión sostenida y negándose a reconocer la legitimidad de estas elecciones fraudulentas se puede tener alguna esperanza de un retorno a la democracia en Venezuela.
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