La columnista del New Yorker Susan B. Glasser escribió que Trump firmó, con el gesto arrogante y displicente que lo caracteriza, un aluvión de 26 órdenes ejecutivas, las cuales contrastan con la única que firmó hace ocho años y que han aumentado en los días subsiguientes. La mayoría de estas decisiones han creado un caos previsible no solo en los Estados Unidos, sino también en todo el mundo: la declaración de la frontera sur como una zona de emergencia, el abandono del Acuerdo de París, la salida de la Organización Mundial de la Salud y la decisión de rebautizar el Golfo de México como el “Golfo de América”. Trump ha mencionado su propósito de apoderarse de Groenlandia y del Canal de Panamá; también ha declarado su deseo de que Canadá se convierta en el estado número 51 de su país.
Muchas de estas decisiones tendrán efectos catastróficos de carácter global, que afectarán a un país que ahora reafirma su decisión de no tomar en cuenta los intereses de la humanidad. Frente a la emergencia del cambio climático la decisión de abandonar el acuerdo de París muestra una incoherencia clara con respecto a los incendios de California; la directiva de abandonar la OMS demuestra una negativa a reconocer la trágica experiencia norteamericana con la pandemia de la Covid-19 —precisamente durante la primera presidencia del magnate neoyorkino.
De repente, el mundo se siente anegado por el arrogante despliegue del poder. Y la historia, que a menudo repite sus enseñanzas para quienes no la quieren escuchar, hace prever que muchas de estas decisiones irreflexivas no harán más que volverse en contra de sus defensores y de aquellos que, ingenua o apresuradamente, por no decir manipulados en el ecosistema mentiroso de las redes, han creído en ellos.
Nunca debe confundirse la racionalidad integral con el poder. La arrogancia del poder no es una receta que lleva a la victoria. ¿Qué tan sólido puede ser un sistema basado en cimientos tan endebles como la mentira y la manipulación? La incoherencia no logra resultados positivos. Habrá que ver, por ejemplo, el efecto de la falta de mano migrante en la economía de los Estados Unidos y recordar, además, que la inflación suele cambiar la dirección de los votos. Si hablamos de resentimiento, la sociedad de blancos empobrecidos quizás no se entusiasme con el crecimiento de la riqueza de la elite tecnofeudalista.
Varios hemos visto en este bombardeo de decretos y órdenes ejecutivas la doctrina militar del “shock and awe”, la cual fue usada durante la guerra de Irak. En una noche ciudades como Bagdad fueron atacadas de una manera apabullante, en un espectáculo que quería inmovilizar al enemigo y mostrarle al mundo la capacidad de destrucción de los norteamericanos. La idea era aniquilar la voluntad del adversario.
El ejercicio del poder genera su resistencia. De este modo, no se debe dar por aceptado que necesariamente los fines propuestos por el nuevo gobierno norteamericano serán alcanzados. La crisis de hegemonía de Estados Unidos no puede resolverse a través de configurar pleitos con todo el mundo. De hecho, ya se ha señalado que esta estrategia podría restarle apoyos al sistema norteamericano. Algunos especialistas, por ejemplo, piensan en el avance que puede lograr China en una América Latina que se distancia de los Estados Unidos. Y no es una elección confortable bregar entre una China autoritaria y unos Estados Unidos deseoso de regresar a las más descaradas agendas imperialistas.
Asimismo, no debe olvidarse que los fundamentos políticos del nuevo sistema norteamericano realmente no tienen aquella consistencia sólida que cabría esperarse de un movimiento tan grande de los mecanismos de fuerza política. Un sistema político no puede basarse en la fuerza, sino que precisa de mecanismos hegemónicos que, en cierto modo, logran “convencer” a las sociedades. Esta doctrina fue denunciada por el pensador italiano Antonio Gramsci, quien suele ser mencionado por los adalides de la nueva derecha para justificar su fantasiosa batalla cultural en contra de la “izquierda woke”.
En esta dirección, uno de los aspectos que llaman la atención es el uso desaforado del término woke para referirse a todo pensamiento emancipatorio. Este término, señalaba la actitud de alerta que los grupos vulnerables deben mantener ante las prácticas que los afectan. El término fue tomado por los grupos reaccionarios para referirse despectivamente a aquellos que defienden las aspiraciones de los grupos vulnerables. De este modo, el término no puede tener el alcance que sus usuarios originarios le quieren conceder. El vocablo refleja más bien la ceguera social de sus promotores y sobre un defecto tal nada sólido puede erigirse.
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