La llegada de Bernardo Arévalo a la presidencia de Guatemala, junto con su partido Movimiento Semilla, se presenta como un capítulo significativo en la historia política de un país marcado por décadas de corrupción, impunidad y clientelismo. Su ascenso al poder, en medio de un contexto electoral que muchos han descrito como una suerte de “lotería”, refleja el anhelo de la población por una opción que se distancie de la casta política tradicional y que ofrezca una alternativa más honesta y efectiva para el desarrollo del país. Sin embargo, el significado y los desafíos de su presidencia son mucho más complejos de lo que a simple vista podría parecer. El triunfo de Arévalo no solo fue una victoria para su partido, sino una manifestación del cansancio popular hacia un sistema que ha sido incapaz de abordar las necesidades básicas de la ciudadanía. En una sociedad que ha vivido la normalización de la corrupción y la colusión entre el estado y el narcotráfico, su llegada al poder se interpreta como una esperanza renovada. No obstante, esta esperanza se enfrenta a una oposición feroz y bien organizada que busca obstaculizar cualquier intento de cambio que amenace sus intereses establecidos.
El entorno político en el que opera Arévalo es uno de los más adversos. La oposición, compuesta por figuras de la vieja política y sectores vinculados al narcotráfico, ha demostrado ser hábil en su estrategia de resistencia. Su principal objetivo es mantener el modelo que ha permitido la perpetuación de sus privilegios, sustentado en prácticas clientelistas y en la cooptación del Estado. Este modelo, que ha llegado a ser tanto un sistema económico como social, se encuentra profundamente arraigado en las estructuras del gobierno y en la cultura política del país. Por ello, cualquier intento de Arévalo por implementar reformas significativas se ve inmediatamente amenazado por un entorno hostil que se resiste al cambio.
La historia reciente de Guatemala ha estado marcada por la polarización, exacerbada por la gestión de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). La politización de esta organización, generó una división en la sociedad guatemalteca. Los debates en torno a su legado han llevado a la formación de bandos: pro y anti CICIG, lo que ha complicado aún más el panorama político. Esta fractura social es aprovechada por actores políticos que, en lugar de buscar consensos, alimentan la discordia para consolidar su poder. Una sociedad dividida es una sociedad estancada. En este contexto, las posibilidades de un cambio real se ven limitadas por el miedo y la desconfianza. La retórica ideológica que predomina en el debate político dificulta la construcción de diálogos constructivos y la búsqueda de soluciones a los problemas que enfrenta el país. En lugar de fomentar la unidad, los discursos polarizantes sirven para perpetuar una cultura de confrontación que, a la larga, beneficia a aquellos que se resisten al cambio.
El papel de Arévalo es, por tanto, titánico. Desde su llegada, ha buscado implementar políticas que desafían el status quo, enfocándose en la transparencia y la rendición de cuentas. Sin embargo, su gestión se ha visto empañada por la percepción de ineficacia, un sentimiento que se ha visto alimentado por la falta de comunicación efectiva de su equipo. Cambiar los cimientos del sistema es una tarea monumental que requiere tiempo y paciencia, pero el ritmo acelerado de la política contemporánea no siempre permite esos lujos. La población, ansiosa por resultados tangibles, puede interpretar la falta de cambios visibles como una falta de capacidad o compromiso.
El segundo año de su gobierno se presenta como un momento crucial no solo para Arévalo, sino para el futuro de Guatemala. Con el presupuesto más grande en la historia del país, el 2025 se vislumbra como una oportunidad dorada para implementar reformas significativas que atiendan las necesidades de la población. Sin embargo, este año también representa un desafío monumental: frenar el regreso de figuras políticas que, con el apoyo de un sistema de justicia cooptado, buscan recuperar el poder que habían perdido. La amenaza de la normalización de una narco cleptocracia es real, y el regreso de algunos impresentables podría significar un retroceso en los escasos avances logrados en la lucha contra la corrupción.
La capacidad de Arévalo para navegar este complejo entramado de intereses y resistencias determinará no solo su legado, sino también el futuro de Guatemala. Si logra consolidar una gestión que demuestre que el cambio es posible, podría inspirar a otros ciudadanos y actores políticos a unirse a su esfuerzo, generando una ola de apoyo que refuerce su mandato y legitime su visión. Este proceso de consolidación de poder, sin embargo, debe realizarse con la mayor transparencia y ética, ya que cualquier desliz podría ser utilizado por la oposición para desacreditarlo y reavivar la polarización. La gestión de Arévalo debe ser capaz de ofrecer resultados palpables en áreas críticas como la infraestructura , la salud, la educación y la seguridad. Estas son preocupaciones primordiales para la ciudadanía, y su atención es esencial para restablecer la confianza en el gobierno. La falta de atención a estas necesidades puede llevar a que la población se sienta desilusionada y, eventualmente, a que busque soluciones en figuras del pasado, que aunque corruptas, prometen un retorno a la “estabilidad” que, en realidad, es una fachada para el clientelismo y la corrupción. Además, el establecimiento de un diálogo constructivo con la sociedad civil y otros sectores será clave para la inclusión de diversas voces en la construcción de políticas públicas. La participación ciudadana es fundamental para crear un sentido de pertenencia y compromiso hacia el proceso democrático. Si Arévalo puede abrir espacios para que la ciudadanía participe activamente en la toma de decisiones, no solo fortalecerá su gobierno, sino que también contribuirá a la construcción de una cultura política más saludable y participativa que le cierra los espacios a sus detractores.
Sin embargo, la situación es volátil. La posibilidad de que el retorno de figuras del pasado pueda desestabilizar su gobierno es una amenaza constante. Arévalo deberá actuar con astucia y determinación para desmantelar las redes de corrupción que aún persisten en el sistema y que podrían socavar sus esfuerzos. Esto implica no solo reformas estructurales, sino también la implementación de mecanismos de control y vigilancia que aseguren la rendición de cuentas por parte de todos los actores políticos.
En este sentido, el papel de la comunidad internacional también es relevante. Aun esta por verse cual será la postura del gobierno del presidente Donald Trump. El apoyo y la presión de organismos internacionales pueden ser determinantes para respaldar la lucha contra la corrupción y promover un sistema de justicia independiente. Sin embargo, este apoyo debe ser cauteloso y no percibido como una injerencia, ya que eso podría alimentar la narrativa de los opositores que buscan desacreditar a Arévalo. Veremos si los “Chapines por Trump” son percibidos por ese gobierno de la misma manera que estos perciben el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. Mi vaticinio es que Arévalo se convertirá en un aliado estratégico de esta administración; una alianza que definirá mucho de nuestro futuro.
En conclusión, el gobierno de Bernardo Arévalo enfrenta un desafío monumental en su intento de transformar la política guatemalteca. Si bien su llegada al poder ha sido un rayo de esperanza para muchos, la tarea de construir un país más justo y democrático es compleja y está llena de obstáculos. La capacidad de Arévalo para navegar en este terreno difícil, establecer un diálogo inclusivo y ofrecer resultados tangibles será fundamental para no solo consolidar su gobierno, sino también para definir el futuro de Guatemala
La historia política del país está en una encrucijada, y el éxito o fracaso de esta administración podría sentar las bases para un nuevo paradigma democrático o, por el contrario, llevar a un retroceso en los escasos avances logrados en la lucha contra la corrupción y la construcción de un estado más transparente y justo. El tiempo apremia, y cada decisión cuenta en este camino hacia un futuro que, aunque incierto, aún ofrece posibilidades. El destino de Guatemala depende de la valentía y la visión de sus líderes, pero también de la participación activa de su pueblo en la construcción de un nuevo capítulo en su historia.
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