El llamado “pacto de corruptos” en Guatemala trasciende las meras acusaciones o personajes individuales; aunque los nombres de sus protagonistas sean ya del dominio público. No se trata solo de un catálogo de figuras desprestigiadas, sino de un verdadero modelo de corrupción institucionalizado que involucra a diversos sectores de la sociedad. Este sistema, más que un grupo de cómplices, constituye un entramado que se sostiene en la complicidad, el silencio y, a menudo, la apatía.
Este pacto, en su esencia, busca mantener un estatus quo que ha permitido a sus protagonistas no solo evadir la justicia, sino construir una narrativa en la que la ley existe para todos, pero la justicia les favorece a ellos. Es un modelo de privilegios en el que el Estado ha sido cooptado para servir a los intereses de pocos en detrimento de la mayoría. Los beneficiarios de este sistema son, en muchos casos, visibles: políticos, empresarios, narcotraficantes, sociedad civil y figuras públicas que actúan de manera frontal, defendiendo lo indefendible. Sin embargo, será especialmente relevante reconocer que quienes se benefician de este modelo, pero no participan activamente en su defensa, también son parte del pacto.
Cada uno de nosotros, desde nuestras propias áreas de influencia, puede ser cómplice de esta estructura si optamos por permanecer en la inacción. Aquellos que, en lugar de alzar la voz y buscar el cambio, se limitan a observar la corrupción desde la distancia, son tan dañinos como los que ejercen el poder de manera obscena. Este silencio, muchas veces justificado por el miedo o la resignación, perpetúa el ciclo de impunidad y anarquía diseñado por quienes se niegan a rendir cuentas.
La historia de la corrupción en Guatemala no es solo el relato de unos pocos; es un interminable tejido de complicidades que involucra a personajes de todos los sectores de la sociedad: la política, los medios, el sistema judicial y el sector privado. Cada vez que un sector se beneficia de una decisión corrupta o de una ley diseñada para favorecer intereses personales, se solidifica este pacto. Esto crea una contextualización en la que el enriquecimiento ilícito se ve como una norma, y no como una excepción.
Frente a este panorama, es crucial visibilizar que la lucha contra la corrupción debe ser un esfuerzo colectivo. Desmantelar el pacto implica, en primer lugar, reconocer que todos tenemos un rol que desempeñar. La denuncia activa, el alzar la voz, el fortalecimiento de las instituciones y la promoción de la transparencia son herramientas que deben ser utilizadas por todos aquellos que anhelan un cambio real en el país.
En conclusión, el “pacto de corruptos” en Guatemala no es solo un grupo definido de personajes corruptos; es un sistema que se rehúsa al cambio y que abarca a aquellos que se benefician directa o indirectamente de la gestión corrupta del poder. Deshacer este modelo requerirá valentía, colaboración y un compromiso genuino para transformar el entorno social y político que ha permitido que la corrupción prospere. Es un desafío que requiere la participación de todos, porque solo así, juntos, podremos aspirar a un futuro en el que la justicia no sea un privilegio, sino un derecho para todos. Los guatemaltecos debemos de escapar del círculo vicioso de vivir en una sociedad en la que la corrupción se normaliza; y para muchos, vivir así es mejor que el cambio.
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