Miguel Ángel en los años locos

Mientras veía el mar rememoraba su casa en el barrio de la Candelaria, a sus padres, Ernesto y María, y a su hermano Marco Antonio. La bruma del día no impedía el recuerdo de su novia Zoila Gálvez.

Gonzalo Asturias Montenegro

junio 9, 2024 - Actualizado junio 8, 2024

Desde la cubierta del barco, Miguel Ángel Asturias observaba las aguas del Atlántico y el horizonte. El pequeño barco atravesaba el Canal de la Mancha. La proa del casco cortaba las aguas del mar, con la suavidad con la que el cuchillo lo hace con la mantequilla tibia. Enfilaba hacia Francia. Tras su paso, la nave iba dejando su huella, que poco a poco desaparecía. En su mente, estelas eran también los recuerdos que tenía de su estancia de tres meses en Londres, donde aprendió a manejarse solo en un mundo extraño, con la sola compañía del doctor José Antonio Encinas, senador peruano exiliado, amigo del padre de Miguel Ángel.

Allí empezó a estudiar inglés y visitó catedrales, parques, los centros neurálgicos de la política y los museos, que, por su estatura universal, le abrían un mundo de admiración e inquietud. Sin duda que debió estremecerse al ver y admirar en el British Museum más de un tercio de los frisos del Partenón de Atenas, saqueados a principios del siglo XIX por el Imperio Británico. Culturalmente, Europa nació al pie de la Acrópolis.

Su apartamento en Londres estaba situado en un callejón entre el British Museum y Ruksell Square. Tenía dos dormitorios, sala con piano, baño y comedor.

Miguel Ángel reconoció que estuvo “más que en Londres, en el British Museum”, situado a menos de cincuenta metros de su apartamento.

En carta a su madre del 5 de agosto de 1924 escribió: “Mi vida se reduce a lo siguiente. Me levantó a las 8 a.m. y después del desayuno, estudio con Encinas inglés hasta las 12. Después almorzamos y a las 1 p.m. nos vamos al museo. Hoy cabalmente nos llegó por correo el permiso del Director del Museo para asistir a la Biblioteca. Hasta las 4 p.m. estamos allí. A las 6 p.m. comemos y por la noche salimos a dar una vuelta; al volver me ocupo de escribir cartas”.

Mientras veía el mar rememoraba su casa en el barrio de la Candelaria, a sus padres, Ernesto y María, y a su hermano Marco Antonio. La bruma del día no impedía el recuerdo de su novia Zoila Gálvez.

Estaba por comenzar el otoño. Los amigos de Miguel Ángel lo habían convencido de que se mudara a París. Por las fiestas de independencia de Centroamérica de aquel año 1924, en el mes de septiembre el joven Asturias se embarcó para explorar París. París también lo exploró a él.

La proa del barco se abría camino. Miguel Ángel también veía para adelante. En Londres no había compatriotas suyos ni paisanos latinoamericanos, y, como lo refirió alguna vez, hasta el cónsul era inglés. En París, podría juntarse con sus amigos, conversar, rememorar, hablar en un mismo idioma, ir de atrás para adelante y de adelante para atrás. No había nada escrito ni predeterminado.

París: amor a primera vista

Qué gran felicidad tuvo al abrazar y conversar con sus antiguos compañeros de universidad, que lo introdujeron a París, Capital Cultural del Mundo, que en aquella década de los años veinte del siglo pasado era la de Les Années Folles (Los Años Locos). París estaba marcada por el deseo de disfrutar la vida. Y lo hacía a lo grande. También era el centro de una gran rebeldía cultural y de búsqueda de nuevas rutas de creación. En esa época, París era el ombligo del mundo, la confluencia de carreteras de creatividad y rebeldía. Para Miguel Ángel, París fue un flechazo, amor a primera vista.

Guiado por sus amigos fue a los cafés y cabarets. Quizá al Moulin Rouge (el Molino Rojo), símbolo de la bohemia, el cual en décadas anteriores fue muchas veces ilustrado en afiches y pinturas por el célebre pintor Toulouse-Lautrec. El molino rojo que en la calle anunciaba el cabaret, fascinación de los caballeros y bohemios, llevaba décadas moviendo sus aspas en las noches parisinas. Parte del espectáculo observado, bebiendo licor, quizá champán, fue ver el cancán francés, que era una coreografía en la que las bailarinas levantaban alto la pierna con la falda sostenida a lo alto. Eran patadas altas, split y piruetas, cuya ejecución necesitaba muy buena condición física y atlética. Las medias negras y los portaligas tenían una gran connotación sexual. En cierto sentido, simbolizaban la liberación sexual y la emancipación de la mujer, que era quien ahora seducía. En francés, cancán quiere decir escándalo. Miguel Ángel se debió quedar sorprendido. Bajo todo punto de vista, estaba en otro mundo.

También aprovechó para ir a los lugares icónicos de la capital francesa y, movido por su afán cultural y amor por los museos, al Louvre, donde entre millares de obras de arte, observó el famoso retrato de Lisa Gherardini, más conocido como la Gioconda o la Mona Lisa, realizada por el pintor renacentista italiano Leonardo da Vinci. En el rostro, la Mona Lisa muestra no solo felicidad, sino disgusto, enfado y temor. Todas estas emociones al mismo tiempo. Sin duda que Miguel Ángel se plantó frente al cuadro para descifrar la indescifrable sonrisa de la Gioconda.

El joven Asturias regresó a su apartamento en Londres. Con fecha 10 de octubre de 1924, escribió dos cartas, una a su papá y otra a su mamá.

A su padre Ernesto le dice que sus ojos, a voz en grito, “están pidiendo glaces, como dicen los ingleses, porque la mera verdad se me está poniendo viejo. Mejor así, viejo, para que nuestro cariño ponga sobre su vida sus claridades de hoja nueva y mis esfuerzos sean sobre sus canas una verdadera corona de gloria”.

LOUIS ANQUETIN. Aristide Bruant Cabaret Montmartre

A su madre, María, le cuenta que a su regreso a Londres encontró cartas de ella de finales de agosto y principios de septiembre. Y le escribe: “De todo doy gracias a Dios, pues es el quien con su mano poderosa, que armoniza la marcha de los astros y el palpitar del corazón de las hormigas, mantiene mi hogar en perpetua bendición.”

“Esta es la última carta que le envío de Londres, pues por las razones que adelante le expongo he resuelto trasladarme a París”. Le explica que lo hará por razones de tiempo y dinero. Obtener un doctorado en Francia le resultará más barato y puede alcanzarlo en menos tiempo. Le dice que el invierno en Londres es cruel. Añade que también lo hará por la carestía, pues la vida es más barata en París que en Londres. En la carta, dos veces le pregunta: ¿Qué le parece?

Pero la decisión está tomada: “En Londres he arreglado con el Banco el traslado de mi dinero a París… Mi dirección será: París 7 Rue d´Edimburg, Chez Madame Mathieu VJJJ e”

Luego le escribe: “Estoy igual. Color moreno algo canelo. Ojos negros, algo dormidos. Boca grande para decir malas palabras. Nariz Torcida. Alto. Bello. Pelo quebrado como las olas del Océano. Peso lo mismo l. 145. Ni alto, ni gordo, ni flaco ni negro ni nada. Adivine”.

Esta descripción suya coincide con la que de él hace Luis Cardoza y Aragón quien coincidió con él en París: “Entonces Miguel Ángel era muy delgado, una cerbatana de 1.80, un silbo moreno con abundante cabellera undosa, sonriente la punzante faz de estela maya esculpida en piedra oscura, como los monolitos de Quiriguá; muy aindiado, señalo, para que no se le imagine en caliza blanca de Tikal o Yucatán. Se parecía a los hombres que vemos en la Cruz Foliada de Palenque: cabeza de glifo de inclemente nariz aguileña, con atractiva fealdad hermosa sostenida por ojos voraces. Su perfil atraía, era el perfil de Guatemala, el perfil del dios del maíz. Correspondía su perfil a sus textos futuros, y reparo, sin que lo indique, en que todos están basados en Guatemala”.

Miguel Ángel colocó su ropa, manuscritos y libros en un gran baúl y, en forma definitiva y con gran entusiasmo se marchó a París. “En Victoria Station tomó un tren para Dover, luego atravesó el Canal de la Mancha, desembarcó en Calais y cogió el primer tren para París”.

Este texto es un fragmento del primer capítulo de la obra ‘Miguel Ángel Asturias en París’, que escribe en la actualidad Gonzalo Asturias Montenegro, la cual espera terminar y publicar en dos o tres años.

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