Luis, no lo hubiera logrado sin ti

A Luis le bastaban dos minutos para enterarse y comprender todo.  Mascullaba un “buenos días” y se sentaba a golpear el teclado con dos dedos. Al rato ponía música que podía ser cualquier cosa, desde clásica hasta un disco rarísimo de un músico francés que nadie conocía…

Marta Sandoval

febrero 2, 2025 - Actualizado febrero 3, 2025

Hacía un par de horas que la tormenta había amainado, sin embargo, gruesos goterones seguían cayendo de mi pelo. Sentía mucho frío, demasiado. Pero no era por la lluvia, ni por la ropa empapada, era algo que no iba a irse cuando tuviera una camisa seca. Caminé un tiempo sin rumbo fijo, quizá esperando a que por fin amaneciera. Cuando me di cuenta, mis pasos me habían llevado hasta la puerta de su casa. Toqué fuerte con los nudillos y el portón se sacudió con violencia. Luis salió con los ojos asueñados y un manojo de llaves en la mano. Me abrazó sin decir nada. Después, me prestó unas toallas y un sudadero que me quedaba grande.

 “No te voy a decir que dejés a ese cerote, porque eso vos ya lo sabes”, me dijo. Yo ya lo sabía. Me senté en el comedor; mientras él me preparaba un café, Meme se echó en el centro de la mesa y me vio con sus brillantes ojos amarillos, extendió las patas negras y empezó a lamerse. En esa casa Meme podía hacer lo que le diera la gana, incluso dormir sobre la mesa, al lado de la canasta del pan. Luis volvió unos minutos después con una taza humeante, encendió un cigarro y se quedó un rato viendo por la ventana: “Todo va a estar bien”, me dijo, “eso también lo sabés”.

Unos meses después me acompañó al aeropuerto: Todo estaba saliendo bien, yo dejaba al tipo que me estaba arrebatando la vida y me lanzaba a la aventura de vivir en Europa, becada para estudiar periodismo. Recuerdo bien que al despedirme lo abracé y le confesé: “No lo hubiera logrado sin ti”.

Han pasado casi veinte años desde entonces y ese “no lo hubiera logrado sin ti” se multiplica en mi cabeza. No fue la única vez que logré algo importante gracias a Luis Aceituno. Algo importante o algo sin importancia, porque él estaba allí para todo.

Lo conocí en la universidad, yo tenía 19 años recién cumplidos y una pasión absoluta por la literatura, quería leerlo todo, escribir poemas, cuentos, lo que fuera. El primer día de clases nos preguntó cuál era el libro que teníamos en la mesa de noche en ese momento; era un salón enorme y yo estaba sentada casi al final. Uno a uno mis compañeros hablaron de Un pavo real en el reino de los pingüinos, todos lo habían leído porque nos lo dejaron de tarea en otra clase, yo no lo leí. Otros mencionaban a Cohelo y uno que otro El rinoceronte, que estaba de moda y lo vendían en Paiz. Cuando llegó mi turno dije “ahorita estoy leyendo el Ulises por segunda vez, y justo ayer terminé de leer Los años sucios”. Lo del Ulises era mentira, lo de Los años sucios no, me lo había regalado mi mamá y era completamente cierto que me encantó y que fue en ese momento cuando empecé a querer a Luis. Detrás de mí estaba una chica colombiana que habló de Fernando Vallejo. Al terminar la clase Luis nos pidió a las dos que nos quedáramos, nos explicó que dada la formación del grupo se veía obligado a bajar el nivel del curso y que, para evitar que nos aburriéramos, nos iba a asignar unas lecturas, que hiciéramos ensayos y los discutiéramos. Ese fue el inicio de una amistad entrañable entre Mónica Luengas, Luis y yo. Después nos llevó a las dos a elPeriódico como reporteras.

La primera tarea que me asignó fue entrevistar a Luz Méndez de la Vega, yo me sentía en una nube, no podía creer que me mandara a hablar con alguien tan inteligente, tan importante, me sentía pequeñita, deslumbrada, pero Luis confiaba en mí y yo no iba a defraudarlo. Me daba libros que yo ni imaginaba que existían, me prestaba películas que no entendía, pero luego me las explicaba, hablaba de los surrealistas, de Cortázar, de Bukowski, de Bolaño… Yo quería tener mil cerebros para absorberlo todo. Vimos juntos casi todas las películas de Kurosawa y me prestó ese libro enorme de John Fante, Pregúntale al polvo, que nunca le devolví (hubiera sido estúpido devolver esa belleza). Me di cuenta muy pronto que teniéndolo al lado podía aprender muchísimo más que en la universidad.

Era un ser noctámbulo, se dormía tardísimo, por eso era imposible verlo a las ocho de la mañana entre los rostros de los periodistas que para entonces ya habían mapeado el “acontecer nacional”. A Luis le bastaban dos minutos para enterarse y comprender todo.  Mascullaba un “buenos días” y se sentaba a golpear el teclado con dos dedos. Al rato ponía música que podía ser cualquier cosa, desde clásica hasta un disco rarísimo de un músico francés que nadie conocía… o una buena cumbia. Cuando eso ocurría yo gritaba: “¡Ya abrió la cevichería!”, lo decía enfadada, porque no me dejaba concentrarme –Carmen, se me perdió la cadenita…– pero a él le hacía gracia.

 Me tenía paciencia, muchísima, pero siempre lograba rebalsársela. Como el día en que me tardé tanto escribiendo un reportaje sobre Manuel José Arce que se enojó y me gritó: “¿Me vas a dar ya ese puto reportaje?”. Le armé un drama por haberle dicho “puto” a mi reportaje. Yo amaba mis palabras, las quería a cada una y sentía que separarlas era lo mismo que bifurcar un caminito de hormigas. Poco a poco Luis me fue enseñando a desprenderme de mis textos, a aceptar que sacara la guadaña y se llevara párrafos enteros sin contemplación. Creo que, al final de cuentas, soltar tus palabras, verlas florecer o morir con el mismo gesto en el rostro, es madurar como escritor.

El texto sobre Manuel José fue mutilado, como debía ser, y finalmente se ganó un premio en un certamen de periodismo cultural. En la premiación me dieron un cheque gigante, como en los programas de concursos de la tele. Al día siguiente lo llevé a la redacción y le escribí con marcador rojo “por el puto reportaje”, y se lo pegué al lado del escritorio. A partir de entonces en chiste siempre me decía “dame ese puto reportaje de una vez”, cuando tenía una entrega pendiente.

 Luis era la persona más culta que he conocido y no me asusta decir que no hay en Guatemala nadie que se le ponga a la par en cuanto a conocimientos de literatura, de música o de arte; pero también tenía un lado kitsch y le gustaba coleccionar cosas, en la sección de cultura teníamos a un Buda dorado con un sombrero de charro, un Fidel Castro con guantes de box, un gatito de peluche… Luis tenía una mirada muy profunda para comprender los problemas políticos y sociales, y un corazón lo bastante suave para reírse de todo, o para acariciar a su perro salchicha toda la tarde y ocuparse de que la comida de Meme estuviera tibia (se mete 30 segundos al microondas, nunca más y por el amor de Dios no se la des en la lata).

La última vez que nos vimos estaba en el hospital. La trabajadora social me informó que solo permitían el ingreso a familiares. ¿Cómo explicarle el vínculo que Luis y yo teníamos, cómo decirle que éramos mucho más que familia? “Soy su sobrina”, dije, esperando que no me pidieran el DPI.

 “¿Cómo estás?”, le pregunté, “ya mejorcito”, me dijo mientras se quitaba la máscara de oxígeno y soltaba la carcajada. Siempre hacíamos esa broma, de responder como ancianitos achacosos. A pesar de lo que decían los médicos, Luis no era un anciano achacoso, estaba animado, se reía, completamente lúcido. Le leí las cartas que le había enviado su amada Gloria, y vi cómo se iluminaron sus ojos al escuchar las palabras de su “beba”, el gran amor de su vida.

Terminamos hablando de mí, Luis estaba en una cama de intensivo en un hospital público y aun así se preocupó por mis problemas. Me preguntó si le había comprado el reloj con GPS a mi hijo, que al día siguiente salía de viaje. Le dije que sí, que contrario a lo que me aconsejó, lo hice. “Pero al menos no lo estés llamando a cada rato, déjalo crecer”, me aconsejó. Luis me dejó crecer, pero siempre estuvo detrás con una red de seguridad por si me caía. Recuerdo cuando lo llamé a las cuatro de la mañana porque choqué el carro en la Petapa hace unos quince años, o cuando le pedí ayuda porque mi carro no arrancaba en el parqueo de la Muni, en agosto pasado. Lo llamé miles de veces cuando el que no arrancaba era mi corazón, cuando el dolor me hacía sentir que no podía seguir adelante.

Un día me dijo que lo mejor que pudo haber hecho por mí mi padre fue exactamente lo que hizo: abandonarme. “A su manera, él sabía que estabas mejor lejos de él”. No creo que mi padre lo hiciera con ninguna buena intención, pero sí creo que al final fue lo mejor. Eso me permitió acercarme a ese otro padre que sí tuve, que me conoció en la universidad, cuando tenía 19 años y después se convirtió en mi jefe, mi mejor amigo y mi papá putativo, como le decía en broma separando las primeras dos sílabas. Me despedí de él con un abrazo fuerte, le dije lo mucho que lo quería, pero no alcancé a decirle esto: “No lo hubiera logrado sin ti”. Donde esté, espero que lo sepa.

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