La memoria del castellano

Por un lado, Cervantes deriva la novela capital del castellano de la impureza de la lengua de los infieles (léase árabes) y, por otro lado, pide al rey su traslado hacia la bruma del confín y la periferia de América; como si estuviese convencido de que el castellano no es, de ninguna forma, integridad u ortodoxia.

Rogelio Salazar de León     septiembre 22, 2024

Última actualización: septiembre 21, 2024 6:00 pm

En su trabajo autobiográfico Confieso que he vivido, Pablo Neruda dice, entre muchas otras cosas, algo referido a los españoles que aquí puede servir de punto de partida, él dice: “se llevaron el oro y nos dejaron la lengua…”.

Seguro que un enunciado como ese da para mucho; para mí, el extremo más importante de la frase de Neruda es que nos dejaron una lengua con historia y, en consecuencia, una lengua con memoria, a cambio, el oro que se llevaron no tiene ni tendrá nunca memoria, el oro es como el dinero, algo con un precio por sobre un valor, lo que contrasta de forma clara con lo que una lengua es, promete y ofrece.

Allá, cada uno, con lo que escoge y privilegia.

En seguida, con todo el derecho del mundo, hay que ir hacia el primordial escritor del castellano, hacia Miguel de Cervantes, que aparece en escena cuando ya el castellano tiene una historia, cuando la lengua de Castilla ya es depósito de mucho, incluso, ya ha llegado a ser una lengua de ultramar, lo cual, además de ser anecdótico es paradójico: la lengua que cruza el mar para establecerse en otro continente es la de los hombres de Castilla, hombres de tierra adentro, y no la de gallegos, catalanes o vascos, todos estos hombres de mar, hombres de cara al mar.

Pero más allá de los datos anecdóticos del castellano, se trata de ir a Cervantes, puntualmente, de ir al capítulo IX de la primera parte del Quijote, a estas alturas el hidalgo caballero de la Mancha ya ha salido dos veces a vivir sus aventuras, ya han sido escrutados los libros que han sido su veneno y ya ha vivido, entre los pliegues de lo imaginario y lo simbólico, su gesta contra los molinos de viento.

En ese capítulo IX del Quijote, sin que siquiera aparezca anunciado, está lo que aquí interesa subrayar: ¿Cómo no han de conocerse las aventuras del caballero de la Mancha…? ¿Cómo él ha de quedar inadvertido, ignorado, desconocido…? Esto no puede ser, esto no puede suceder.

Por eso mismo, como consecuencia, se sabe que la historia de Don Quijote de la Mancha sí que ha sido escrita y, además, que es una traducción, porque, resulta que quien nos la ha entregado la ha comprado por el precio de medio real en el mercado de Toledo, en forma de unos cartapacios y papeles viejos, que no puede leer porque están escritos en árabe por un autor de nombre Cide Hamete Benengeli, un historiador arábigo; así es como, al tener claro que se trata de la historia del hidalgo manchego venido a menos, se interesa por traducirla en su totalidad.

Luego de encontrar a un morisco dispuesto a verter los papeles al castellano, y de pactar por el trabajo el precio de dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, el libro de las aventuras de Don Quijote de la Mancha estuvo traducido, luego de que transcurriera un periodo de tiempo de dos meses y medio.

La vida de Cervantes coincide con los inicios del Imperio español, él nace durante el reinado de Carlos V, muere en el reinado de Felipe III y la mayor parte de su vida transcurre bajo Felipe II; esa es la época en la que el castellano comienza a ser fuerte y a fortificarse, lo que se quiere decir con eso, en armonía con la época, es que comienza a ser consciente de sí mismo (por esos años, Velásquez pinta esa consciencia de sí, en las Meninas, y Descartes la explica en su filosofía): la lengua de Castilla recoge el feroz catolicismo español en leyes y cánones; sin duda, la expresión que mejor lo manifiesta y contiene es aquella de “pureza de sangre”.

El castellano es una lengua que impera y se impone porque es la de un Imperio.

Se sabe que Cervantes, al no sentirse a gusto, pide al Monarca de turno un puesto en la administración de las colonias de América; como respuesta a su petición recibe, en tono seco y contundente, un: “busque acá, en qué se le pueda hacer merced…”.

Por un lado, Cervantes deriva la novela capital del castellano de la impureza de la lengua de los infieles (léase árabes) y, por otro lado, pide al rey su traslado hacia la bruma del confín y la periferia de América; como si estuviese convencido de que el castellano no es, de ninguna forma, integridad u ortodoxia, o sea, no es lo que nombra la palabra pureza; como si el ámbito natural del castellano fuese lo descentrado, lo desenfocado, todo lo contrario a aquello que el Imperio de los Austrias españoles pretenden ceñir, estrechar, ajustar; como si el castellano derivase y, también, se orientase a la contaminación, al contagio, a la impureza; como si en la memoria y el destino de la lengua de Castilla, en calidad de sedimento o poso, estuviese la adulteración, el sentido de aquello que se nombra como híbrido.

Cervantes nunca se sintió cómodo con la voz oficial del castellano, él fue más del bando de Don Juan de Austria, que del de Felipe II, quien era medio hermano del rey, era el bastardo, Don Juan de Austria era de linaje Habsburgo, pero adulterado.

Miguel de Cervantes supo y ejerció un castellano, cuya memoria no es la ley ni el canon ni el feroz catolicismo en pie de guerra; él siempre supo y así lo ejerció, que la memoria y el destino del castellano es todo lo contrario: la impureza, la contaminación, el contagio que proviene del riesgo y los peligros de salir y perderse por los caminos del mundo, justo como lo que hace su Quijote.

Quizá, para cerrar el círculo, sólo quede por decir que en la memoria del castellano reside algo tan oblicuo y perverso como aquello que puede ser cambiado por oro.

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