Alguien dijo por allí que el debate de esta semana entre Donald Trump y Kamala Harris, los candidatos oficiales a la presidencia estadounidense, podría catalogarse como una ridícula discusión a bordo del Titanic mientras el poderoso trasatlántico hace aguas.
Yo no presencié el “debate” el martes en la noche (en España), pero lo vi en diferido y no pude evitar bostezos y risotadas. Pensar que uno de esos dos personajes será quien dirija el año que viene los destinos de la nación más poderosa del planeta me produce una mezcla de aflicción y de congoja, sobre todo cuando comparo ese “debate” con las discusiones, declaraciones y conferencias de prensa de jefes de Estado de otras épocas como Gandhi, Ho Chi Minh, Roosevelt, De Gaulle, Kennedy, Stalin, Castro e incluso hoy, cuando escucho a Putin, aunque uno no estuviera o esté de acuerdo con todo lo que estos políticos afirmaban o afirman. En la época en que los mass-media se han convertido en grandes monopolios de distracción y de embobamiento, los políticos de los países más desarrollados del mundo no han podido escapar al calculado condicionamiento de la mayoría de ciudadanos, incluyendo a sus dirigentes, fenómeno que sorprendentemente constatamos en la Europa actual.
A menudo algunas personas me reprochan que por qué le tengo tanto odio a los Estados Unidos, puesto que los vivo criticando. Y, la verdad, no le tengo ningún odio al pueblo norteamericano, sino un inmenso desapego crítico a casi todos sus potentados y dirigentes políticos, sean del partido que sean, debido a las expresiones de miopía e incluso de estupidez soberanista y guerrerista que han adoptado hacia otros pueblos del mundo durante la segunda mitad del siglo pasado, y todo lo que va de este.
Las dos veces que viví en los Estados Unidos fueron experiencias cortas, pero agradablemente intensas. Dos meses una vez, y tres meses la segunda, en New Orleans. La primera fue para trabajar en un Car Wash limpiando carros, y la segunda, una familia gringa me adoptó, si puede decirse, recomendado por unos conocidos guatemaltecos que me conectaron con ella, para mejorar mi inglés, que era, y sigue siendo, pésimo. Descubrí entonces, para mi sorpresa, que los norteamericanos pueden ser gente generosa e ingenua, pero también sumamente ignorantes en lo que concierne a otros pueblos y costumbres del mundo. Guardé, sin embargo, de esas experiencias, un recuerdo agradablemente imperecedero.
Lo que el “debate” entre Kamala Harris y Donald Trump me mostró de nuevo, es el nivel de pobreza mental y política en el que ese gran país, esa potencia mundial, se mueve hoy en día. Y todo ello es un reflejo de lo que ha llegado a ser la cultura política norteamericana, eternamente dividida entre esos dos grandes polos enfrentados y complementarios que son los sureños o republicanos, de un lado, y los federalistas o demócratas, del otro. Incluso hay, en estos últimos tiempos, síntomas de una beligerancia cada vez más fuerte entre esas dos facciones que podría eventualmente llevarlos a la guerra civil si sus diferencias resultaran más importantes que sus confluencias.
Todo parece indicar que Trump, hombre impulsivo e impredecible, que odia a los inmigrantes, está dispuesto a no aceptar una derrota electoral este cinco de noviembre, tal y como suele hacer la derecha conservadora fascistoide en el mundo (es lo que vemos en España y en Francia, y con mucha más claridad en Venezuela, en México, en Perú, en Colombia y en Honduras), denunciando fraudes electorales que tampoco se ha demostrado positivamente que lo sean. Y bueno, la Harris, con un poco más de cultura general y de inteligencia, de perspicacia y de simpatía -no por nada es hija mestiza de una pareja indo-jamaiquina-, apoya a los migrantes, pero por lo visto quiere seguir sosteniendo una política exterior que fomenta la absurda guerra en Ucrania y que sostiene el genocidio palestino de Israel.
¿Por quién votaría yo, si tuviera que hacerlo? Por desgracia, no veo el interés de plantearse tal pregunta. Ese país, ese imperio, ese Titanic histórico en vías de partirse en dos, se está agrietando internamente cada vez más debido a sus propias contradicciones y debido a una “democracia” que nunca ha sido muy democrática, aunque hayan querido venderla o imponerla a través del chantaje o de la fuerza en otros países con el fin de vampirizarlos o colonizarlos. Lo lógico sería que actuaran de verdad a favor de la paz y de la justicia, no solo internamente sino, sobre todo, externamente. Pero los veo, todo el mundo los ve, obsesionados en una carrera tan demente hecha de hipocresía, incoherencias, mentiras, sobornos, inventos, tergiversaciones, falsedades, contra otros pueblos (que no sé qué diablos hacen o tienen, como para ser tan obcecadamente objetos de deseo y de odio de parte del Imperio), que veo imposible que logren evitar el hundimiento irremediable que los llama ya, desde las profundidades de la Historia.
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