La política es un laberinto y en este la corrupción se presenta como un monstruo de mil cabezas, alimentado por décadas de prácticas corruptas que se han arraigado en el tejido de nuestra sociedad. Cuando un nuevo gobierno asume el poder, a menudo se encuentra atrapado en un dilema: ¿debe respetar las formas y protocolos establecidos, o debe actuar con determinación y audacia para erradicar el veneno que corroe el sistema? En mi opinión, la respuesta es clara: en la lucha contra los poderes oscuros de la corrupción, no hay espacio para los formalismos.
La historia nos ha enseñado que los intentos de reforma desde dentro del sistema, siguiendo las reglas del juego que han sido manipuladas por quienes buscan mantener su control, a menudo terminan en fracasos. Las promesas de cambio se desvanecen en un mar de burocracia y resistencia por parte de aquellos que se benefician del statu quo. La corrupción, en su forma más insidiosa, no solo se manifiesta en el desvío de fondos o en la malversación de recursos públicos, sino también en la cultura que permea las estructuras del poder, donde los intereses personales prevalecen sobre el bien común. Esta relación simbiótica entre la cosa pública y los actores corruptos es histórica y sus prácticas se han normalizado en la sociedad. Para los guatemaltecos, la política y la administración pública son corruptas y nos hemos resignado a la imposibilidad del cambio real.
En este contexto, un gobierno que asume el compromiso de combatir la corrupción debe estar dispuesto a desafiar las convenciones y actuar con una firmeza que podría parecer drástica. Esto no implica despreciar la ley, sino más bien reinterpretarla en el marco de la urgente necesidad de justicia. La urgencia de la situación exige decisiones audaces que pueden incomodar a muchos, pero que son esenciales para restablecer la confianza en las instituciones.
Tomemos como ejemplo a los países que han logrado avances significativos en la lucha contra la corrupción. Muchos de ellos han optado por medidas excepcionales, como la creación de comisiones independientes con poderes extraordinarios para investigar y procesar a aquellos en posiciones de poder. Por “error” y en un acto sin precedentes, Guatemala fue un abanderado en esta ruta con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemla (CICIG). Entre luces y sombras, la CICIG puso en relieve lo que eran secretos a voces, creando un cisma en las estructuras de poder acostumbradas a operar en total impunidad para beneficio propio. Haberse atrevido a tocar esas estructuras le costó su existencia, y los poderes fácticos se dieron a la tarea de lapidar y sepultar cualquier intento de una lucha real en contra del sistema. Estos gobiernos entendieron que solo un ente autónomo puede enfrentarse a estructuras profundamente enraizadas, y que para estos es imprescindible actuar sin ataduras, a veces incluso al margen de las normas tradicionales. Es por ello que, cuando finalizó el periodo de la CICIG, los gobiernos de Jimmy Morales y Alejandro Giammattei cooptaron de tal manera las instituciones del Estado, que blindaron el sistema corrupto con la total impunidad de sus actores.
Llegó el momento de que tanto el gobierno del presidente Bernardo Arévalo como los ciudadanos, comprendan que la lucha en contra de la corrupción no es solo una cuestión política, sino una cuestión moral. Los ciudadanos tienen el derecho y la responsabilidad de exigir a sus líderes que actúen con valentía y que no se dejen intimidar por los ecos del pasado. La corrupción no solo roba recursos; roba esperanzas, sueños y un futuro digno para las próximas generaciones. El gobierno actual llega al poder con una consigna clara de una lucha frontal contra el corrupto sistema; quienes hicimos posible que asumieran sus cargos les confiamos como la única opción de un cambio real. Sabíamos todos que esta sería una tarea titánica con mínimas posibilidades de éxito. La paciencia y la tolerancia de la ciudadanía se acercó a sus límites, al no percibir que en la ruta trazada se avanzaba. Pero al parecer, lo que se creía era un estancamiento y por ende el inevitable sometimiento al sistema, era el ordenamiento y fundición de los cimientos que se requieren para un enfrentamiento real en contra de los poderes oscuros y para poder echar a andar su plan de gobierno.
Un gobierno que se enfrenta a la corrupción debe ser un gobierno audaz. Debe tener el coraje de desmantelar las redes de complicidad, de utilizar todos los recursos a su disposición para investigar y sancionar a los corruptos, sin importar cuán poderosos sean. Enfrentarse a la corrupción es como librar una guerra: se necesitan alianzas inesperadas y sobre todo, la determinación férrea de erradicar el mal. El presidente Bernardo Arévalo “debe abandonar la estrategia y las tácticas conciliadoras y confrontar a esta célula criminal de manera contundente”.
Los corruptos, por su soberbia y mareo del poder, no saben leer los tiempos y mucho menos lo que se les avecina y defenderán su postura llegando hasta las últimas consecuencias. Pero las alianzas con aquellos que están en el umbral de cruzar el punto de no retorno, sabrán lo que les espera y se alinearán con el gobieno de turno mientras este no desista y sucumba en su lucha. Los últimos días son muestra de esta contundencia y nos deja ver una pequeña luz al final del túnel.
De no perderse en la ruta, como es la costumbre de quienes están en el poder, puede que lo que Arévalo y su Partido Semilla prometieron llegue a buen puerto. Ver al Partido Semilla negociar en contra de la rancia y corrupta oposición en el Congreso de la República la ampliación presupuestaria, es un gigantesco paso y pone en evidencia que por fin las formas pasaron a segundo plano con tal de cambiar el fondo. Para quienes han sido tan críticos de las prácticas corruptas del pasado, arriesgar su capital político y sufrir el desgaste que esto acarrea deja claro que Semilla sabe de peleas callejeras. A esto se suma la denuncia de la Superintendencia de Administracion Tributaria (SAT) que pone en evidencia la macrored de evasión y corrupción que hace temblar a las estucturas criminales, opositoras del gobierno actual. Y por si fuera poco, el presidente de la Corte Suprema de Justicia le coloca la guinda al pastel y denuncia públicamente a sus colegas magistrados por pretender reelegirse o prolongar su magistratura. El Presidente Arévalo y su gobierno empiezan a gobernar y no pueden quitar el dedo de la llaga ni por un momento. Los sucesos de los últimos días obligarán a la oposición a reatrincherarse y regresar con más fuerza, por lo que hoy es cuando el presidente debe de somatar la mesa sin pudor y retener el control.
No se trata de un llamado a la anarquía sino a la acción decidida y efectiva. La lucha contra la corrupción exige que se rompan moldes y que se desafíen los límites establecidos. Solo así podremos aspirar a un futuro donde la transparencia y la justicia prevalezcan sobre la oscuridad de la corrupción. La historia juzgará a aquellos que elijan el camino de la complacencia frente a los que tengan el valor de desafiar al monstruo y luchar por un cambio real. ¡Ni un paso para atrás!
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