Schopenhauer sostuvo, en su conocido libro El mundo como voluntad y representación, que la música es el único género artístico que expresa, en toda su pureza, la voluntad que constituye la esencia de todo lo existente en la realidad del mundo. Por eso es el género artístico por excelencia, cuyo lenguaje hecho con sonidos armoniosa y melodiosamente compuestos expresa la esencia única y común a todo lo existente en el mundo. Es un arte puramente formal capaz de revelar la naturaleza esencial y profunda del mundo que es ante todo voluntad. Dice Schopenhauer: “La música no es la copia de las ideas, sino de la voluntad misma, cuya objetividad está constituida por las ideas. Por esto el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de las otras artes, pues éstas solo nos reproducen sombras, mientras que ella esencias”.
Y lo es porque la música puede, y de hecho expresa, toda la gran variedad de fenómenos existentes sin expresar al mismo tiempo ninguno concreto en particular. Por eso las piezas musicales melódicas pueden expresar los más variados y contradictorios sentimientos y emociones de los seres humanos; su gama de posibilidades es casi infinita. Pueden, por ejemplo, expresar el dolor sin que al escucharla sintamos ese sufrimiento. Pues lo que ocurre es que al oírla nos apartamos del dolor concreto y disfrutamos en cambio de la esencia universal de ese dolor que se nos revela en ese momento ante nuestros ojos. Y como la existencia de los seres humanos como seres vivos está marcada de principio a fin por el sufrimiento, por la insatisfacción permanente de los deseos, tal como lo enseñó el pensamiento budista, la música se convierte en el género artístico más apropiado y eficaz para apartar, así sea por unos instantes, ese sufrimiento que sentimos, por hacérnoslo olvidar.
Pero la música no solo hace olvidar a los hombres las penas que los agobian, sino también proporciona alegría a quien la escucha o la baila. Alegría que nace de que sienten que las energías o fuerzas naturales de sus vidas crecen y se multiplican, es decir, experimentan la plenitud total del vivir. Fenómeno que comprendió muy bien Nietzsche en su libro El nacimiento de la tragedia al mostrar que la música que interpretaba el coro que servía de fondo a la escenificación de los dramas en la Grecia antigua cumplía una función central en ellos porque unificaba lo que denominó el principio apolíneo y el principio dionisiaco que debe regir todo verdadero arte musical; es decir, que plasmaba el orden y la medida racional entre sus diferentes partes, sonidos y tonos, provocándoles por este motivo en los oyentes que eran los mismos espectadores de los dramas teatrales estados de éxtasis y entusiasmo que los sacaban de sí, que los arrancaba de la condición consciente y racional de su ser. De ahí que la verdadera música es la que tiene la capacidad de hacerle sentir a los hombres que la escuchan o bailan la presencia poderosa e intensa de la vida en toda su extensión, sin límites; una vida que es y existe por fuera de la esfera de su razón que siempre pretende negarla o socavarla.
Marc Chagall, El violinista, 1913
Sin embargo, la música tiene otra característica esencial que estos dos grandes maestros del pensamiento no racional de Occidente moderno no mencionaron: la de apaciguar a los que la crean, interpretan y escuchan, es decir, a todos los seres humanos, el lado agresivo instintivo propio de la naturaleza animal que llevan dentro y que es la fuente de los actos violentos que realizan. Y los apacigua y adormece porque los hombres al oír la música sienten una emoción de alegría y de goce que los atrapa y encanta; una emoción que abarca y recubre todo su ser interior, de tal modo que su parte animal agresiva y depredadora desaparece en esos momentos. Pues el encanto poderoso que la música ejerce sobre los hombres consiste en que precisamente deja sin vida y sin presencia estos impulsos. Y al hacerlo así se convierte en el medio artístico ideal, en el más poderoso y efectivo, de lograr que los hombres se liberen de esa parte agresiva de sus vidas, que cuando los domina, no solo los lleva a ejercer actos violentos contra sus semejantes sino, además, les hace perder algo esencial de su condición humana. Pues en el fondo la humanidad de los hombres se constituye en la medida que se despojen del poder que naturalmente tienen sobre sus vidas sus instintos agresivos, en la medida justa que logren dominarlos hasta suprimirles o debilitarles su fuerza y su poder.
Esto lo comprendieron muy bien los antiguos griegos cuando forjaron la imagen de Orfeo, el personaje mitológico que tenía el poder de apaciguar la furia agresiva de los animales cuando salía al bosque a tocar diversas piezas musicales con su lira. Todos se quedaban quietos y encantados escuchándolo sin agredirlo o sin agredirse entre sí porque sus sonidos penetraban en el interior de sus instintos agresivos para aplacarlos hasta casi disolverlos. Y en ese instante los animales dejaban de ser tales al perder la agresividad que los caracteriza; hecho que les permitía integrarse y convivir pacíficamente entre sí y con el hombre, en este caso Orfeo, que los deleitaba con su música. Por eso este personaje es el que mejor simboliza este extraordinario poder que tiene la música de humanizar a los hombres al despojarlos en los momentos que la escuchan o la bailan de sus instintos e impulsos naturales agresivos que siempre limitan, restringen o niegan la auténtica humanidad de su ser.
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