“¿Qué te da miedo a vos?” La voz de aquella niña de ojos de venado y su pregunta en un encuentro con las alumnas de tercero primaria del colegio Belga se quedaron dando vueltas en mi cabeza por varios días. Las niñas leyeron mi libro Las leyendas de la luna y luego, editorial Norma propició un encuentro mágico de maestras, alumnas y yo. Se suponía que las preguntas debían estar relacionadas con la lectura de mis cuentos, pero esta nena decidió interrogarme a quemarropa. “¿Qué te da miedo a ti?”, le respondí para evadir una respuesta demasiado complicada. “A mí, separarme de mis papás”, me aseguró, “ah, y la oscuridad, por eso me gustaron tus historias de la luna”.
¿Qué me ha dado miedo a lo largo de la vida? Pienso y también cómo he contrarrestado esa sensación de quedarme sin nada dentro, como una muñeca de plástico, que me provoca el terror.
De niña, era papá, quedarme sin él, tener que extrañarlo. La ocasión en que se ausentó de casa por varios días, detonó mi sonambulismo. En una madrugada perdida en el tiempo, como a las tres de la mañana, el velador de la colonia tocó el timbre de la casa para avisarle a mi mamá que yo andaba dando vueltas en el jardín. Era el tiempo en que no se echaba llave a las puertas y el guardián se paseaba de noche un par de veces por el barrio, en bicicleta, sonando un gorgorito. El miedo me volvió –me vuelve aún– sonámbula. Por otro lado, en aquellos días lejanos, en los chistes, las películas y las radionovelas, un peligro frecuente lo constituían las arenas movedizas, así que desde que las descubrí, las adopté como miedo favorito, pavor usual, terror habitual, aunque también se sumaban a este el que papá se enojara, que me revisaran el cuaderno y los cuentos de espantos de mis abuelas. Ni Drácula, ni los vampiros, ni las momias llegaron a atemorizarme, ni siquiera cuando leí a Bram Stoker, por causa de las representaciones risibles que de ellos realizó el cine mexicano, frecuente en casa.
Francisco de Goya, Saturno devorando a su hijo
El miedo, descubrí con mi querida catedrática de literatura griega: la licenciada Callejitas –Blanca Rivera de Callejas–, lo definió, estudió y desarmó Aristóteles en sus diferentes obras. Es el primero en proponer el phóbos como la suposición de un mal latente, en su Ética. No obstante, es en la Retórica donde define el miedo con mayor claridad: “Sea pues el miedo (phóbos) una aflicción o barullo de la imaginación (phantasía) cuando está a punto de sobrevenir un mal destructivo o aflictivo”. De esta manera, el miedo representa una anticipación y una preocupación ante la inminencia de un peligro. Y considero que, aunque tanto los miedos como las fobias contengan su dosis de fantasía, como razonaba Aristóteles, en la vida real existen miedos bien fundados en la experiencia y en la premisa esencial de causa y efecto. Por fortuna, todo es relativo y, en ocasiones, la revisión del cuaderno no resultaba en coscorrón y regaño, sino más bien en risa e incredulidad: “Mija, por Dios, ¿y esa nube gris en toda la página? ¿Presagia tormenta? Repítala y listo”. A veces, la tormenta tan temida se disipaba en un estado de ánimo paterno divertido y difícil de presagiar.
“El que canta, su mal espanta”, repetía mamá. Y ahora, con el correr de los años, me pregunto si a eso se debía que ella cantara tanto. Mi voz no es la de un jilguero, ni mucho menos. Así que yo susurro, pero canto. ¡Cuántos miedos he cantado! ¡Cuántos desasosiegos neutralicé cantando, leyendo y escribiendo! Y cuando me toca jugar la lotería del espanto y me aparece la tarjeta de “el valiente”, la dejo por un lado, porque jamás podría encarnar esa imagen pendenciera, con daga ensangrentada incluida, de alguien que se enfrentó a sus miedos de manera violenta.
Según lo veo, el miedo hay que pensarlo. Es parte de la condición humana y resulta una herramienta muy útil para la sobrevivencia. Es un mecanismo de defensa sicológico y fisiológico que nos ayuda a prever un peligro y a anticipar una reacción determinada. El miedo moderado nos guarda, nos pone en alerta. Como parte del repertorio habitual de sobremesa en mi infancia, se contaban diversas anécdotas sobre los terremotos de principios de siglo: la tierra se abría, los cerros caminaban, las casas desaparecían y se tragaban a familias enteras, los árboles milenarios salían expulsados como paletas de helado. Así que cuando llegó el famoso sismo del 76, yo estaba colmada de todos los miedos posibles, pero también, de una curiosidad inesperada. Mi habitación contaba con unas ventanitas muy altas en el techo que me regalaban la luz de la luna o de la calle. Aquella madrugada, el recuerdo regresa por la vía del sonido ronco que se escuchó, como de un viejo tren que caminaba con prisa debajo de la Tierra, y la visión del movimiento de las ventanas que me permitió la extraña claridad de aquel momento. El miedo entonces me contuvo de salir corriendo y me permitió pensar la situación. Quizá el temblor se me contagie, pero lo abrazo conmigo y lo someto a mi ritmo interior. Así en el 76 como en el 2010, con el terremoto 8.8 de Santiago de Chile.
De adolescente, los miedos fueron otros. Que la guerra matara a papá o a algún miembro de mi familia, que las amenazas de muerte al teléfono de mi casa se consumaran, que las fotos en los periódicos fueran de una persona querida. El terror llegó a las sobremesas también, pero a susurros. Con los diarios temblorosos en la mano. Con el recuento de los amigos caídos. Con las historias inverosímiles sobre torturas inimaginables. Con los asesinatos de familias enteras. Con las imágenes de la televisión de hombres y mujeres caídos en medio de la rosa escarlata que brotaba de sus cuerpos inertes. El miedo me paralizó entonces durante muchas madrugadas en aquel cuarto de las ventanitas de luz. Miedo a que aquellos años nunca terminaran.
De adulta joven, los miedos fueron más democráticos. Casi me alcanzaron los temores de todos. Al colesterol, el desamor, la diabetes, la indiferencia, el cáncer, la soledad. A la página en blanco, los silencios, el ruido, las drogas, la falta de trabajo, otra guerra, la violencia, la locura.
Arnold Böcklin, La plaga
Llegada la edad de la tranquilidad y la distancia, y esto es un eufemismo para decir que he llegado a la vejez, el miedo casi me ha abandonado a pesar de que lo identifico en todas partes. Muchas de las expresiones incomprensibles de la conducta humana actual son producto del miedo. El miedo es rey, nutre al poder, a los gobiernos, a las masas asustadizas que se aferran a causas sin sentido para neutralizar lo que no pueden comprender. Los miedos vienen surtidos, variados, como sabores en la carta de una heladería. Los hay para los más atrevidos que no temen por sus vidas, los hay moderados para consultarlos con el sicólogo, los hay patológicos como las fobias a volar, a los microbios o a los elevadores, los hay tradicionales como el desafecto o la infidelidad.
Como tabla de salvación y espejo fidedigno de lo humano, el arte pone de manifiesto al miedo como tema importante en la pintura, la literatura, la escultura. La Cabeza de Medusa de Caravaggio, Saturno devorando a sus hijos de Goya, La plaga de Arnold Böcklin o Pesadilla de Henry Fuseli son obras que no puedo ver sin el consabido escalofrío. Es otro tipo de miedo ese que general el arte. Sabemos de antemano que es una ficción, pero la maestría de sus autores provoca el estremecimiento de la conciencia. Allá lejos en el tiempo, recuerdo las lecturas de El gato negro, Los crímenes en la calle Morgue, El corazón delator y otros cuentos excepcionales de Edgar Allan Poe, El guardavías de Dickens, Macbeth de Shakespeare o el poema Tengo miedo de Neruda. Creo que a Poe, a Hoffman y a Lovecraft les debo muchas de las cavilaciones de mis noches insomnes. Fueron capaces de generar mundos de pesadilla, tensión de cuerdas de violín y fracturas de la realidad que me alcanzaron por su posibilidad.
En encuestas informales y veladas entre familiares y amigos, identifico varios miedos esenciales. Miedo a la enfermedad, a la dependencia, al karma, al futuro, a la soledad. Miedo al tiempo, al mundo que ya no se comprende, a la desconexión. Miedo de olvidar, miedo de morir, miedo de vivir. Y los escucho y respeto estos temores ajenos, mas no los comparto. Ese terrible miedo a la muerte no me alcanza, no lo he tenido jamás, por alguna razón que no comprendo. El miedo ha mutado en muchos otros sentimientos, sin embargo. Esa muerte que reté tantas veces con la temeridad de los primeros años se ha convertido en consideración por los míos. Ahora el temor es pena. El desconsuelo se arremolina en mi pecho con el pensamiento de causar dolor a mi gente algún día, cuando me ganen las arenas movedizas de mis niñas pesadillas. Pero para contrarrestarlo, para mientras, muy quedito, canto, canto y mi mal espanto.
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