Muchos de los antiguos oficios que se realizaban en nuestra ciudad, tan importantes para el ornato y la vida cotidiana de las personas han ido desapareciendo con el paso del tiempo y con la llegada de la modernidad. Oficios como de colchonero, personaje que por gajes del oficio debía ser un poco fortachón y corpulento porque su tarea era la de aporrear los colchones y las colchonetas de las camas hasta sacarles el polvo y los bichos para luego asolearlos; el carbonero, surtidor ambulante y con servicio a domicilio del carbón y la leña o los limpiadores del cielo raso, personajes un poco malacates y malencarados pues su tarea era siempre sucia y apestosa, exterminar las ratas y ratones, limpiar su inmundicias del manteado de lona que cubría los artesonados de teja de las casas de antes. Oficios como el de alumbrador de faroles en la vía pública, el sereno, quien hasta hacía de mandadero del vecindario, el telegrafista, quien entre sus atributos debería de tener el de ser discreto pues conocía en el ir y venir de mensajes conocía en primicia las noticias y hasta el de cartero a quien cada vez menos le llega correspondencia escrita para repartir.
Uno de estos oficios, relegado con el tiempo por la llegada del asfalto, fue el de deshierbador. En los meses de junio y julio, después de las primeras lluvias de mayo comenzaba a crecer todo tipo de monte y mala hierba por entre las piedras del empedrado y en las orillas de las banquetas. Se decía, entonces, que cuando estrechaba el bolsillo y venía la hambruna, la gente más pobre de salía en las mañanas a recoger las hierbas que crecían en las calles y cercos de sitios baldíos para hacerse de sustento. Hierbas comestibles muy verdes como el quilete, verdolaga, macuy, la manzanilla, y plantas trepadoras y libres como y el mismísimo güisquil, se convertían en tesoros, alimentos que luego preparaban en caldos hirvientes o sazonados con recados de tomate o chirmol, con chile, cebolla y su punto de sal.

Sobre el ornato público, a principios del siglo pasado, los vecinos eran los encargados de mantener por ley su pedazo de calle limpia, no sólo libre de basura sino también de monte y hierbas, así como el de sus propios tejados, en donde la aves dejaban sembradas las semillas que luego florecían sobre las tejas montecillos amarillos.
Para mantener limpias las calles de estos hierbajos, los vecinos contrataban los servicios de los quitamontes, señores catalogados de “humildes”, sin preparación ni destrezas para oficios mayores. Estos trabajadores anónimos, vestidos míseramente y por lo general descalzos, realizaban diversos oficios según las necesidades particulares y temporales de la ciudad. En junio eran deshierbadores o quemadores de pólvora en los Corpus. En Semana Santa se convertían en sayales de los cargadores de oficio de San Juan y María Magdalena, y en diciembre se les miraba rondando los mercados y plazas, ofreciendo sus servicios de cargadores de bulto, para el acarreo de los musgos, frutos, flores de pascua, chiriviscos, hoja de pacaya o las pata de gallo que adornan aún los nacimientos.
Quienes se dedicaban esta tarea eran por lo general bolos de medio tiempo o ancianos imposibilitados de realizar otro oficio. El deshierbador tocaba en las casas ofreciendo sus servicios, ya fuera por día o por trato, siendo casi siempre muy mal remunerados, y trabajaban por unos cuantos centavos o cuartillos a cambio de pasarse el día entero en cuclillas rasgando la tierra con un instrumento punzante, como los filosos y gruesos chayes de botella. El montecillo verde iba a parar a un costal, el cual era el premio a su esfuerzo junto con los pocos centavos que lograba ganar en la tarea. El arrancahierbas de mi abuelo terminaba el día de trabajo en el Callejón Normal con el saco repleto, los cuartillos en el bolsillo, doce cigarros de tabaco negro y una botella de café bien dulce que el anónimo deshierbador exigía como parte del pago.
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