En el marco de la celebración del festival Centroamérica Cuenta en Madrid, Martín Caparrós ha dejado su legado en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, la bóveda acorazada de los sótanos del edificio, antes un banco, y donde hoy, en lugar de títulos valores y joyas se depositan manuscritos y objetos memorables de escritores y artistas.
Hay en ese legado valiosas piezas que nos muestran aspectos distintos de la vida de Martín como periodista y creador literario, pero falta una muy importante: y es el carnet que le extendió en Buenos Aires hace cincuenta años el director del periódico Noticias, Miguel Bonasso, donde la fotografía nos muestra a un pibe de 17 años, de larga y abundante cabellera, que contradice su imagen de hoy, calva respetable y bigotes de manubrio, como un poderoso boxeador decimonónico, de esos que peleaban a puño pelado.
En el diario Noticias, de efímera vida, Martín había entrado a trabajar con pretensiones de ser fotógrafo de planta, como cuenta en su libro de 2016, Lacrónica, pero el director Bonasso lo dedicaba al aleccionador oficio de “chépibe”, el chico de los mandados; el que repartía las tiras del cable, y llevaba refrescos y café a los periodistas curtidos que se afanaban tecleando en las máquinas de escribir de la sala de redacción, y guardaban en una de las gavetas del escritorio la botella de ginebra; hasta que uno de esos veteranos, abrumado por el trabajo que no podría sacar ese día, le preguntó si era capaz de escribir una nota a partir del cable de una agencia, y el chépibe la escribió, y la nota se publicó.
Una nota primeriza sobre un pie congelado, que debía estar en ese gran compendio de hechos de nuestro continente que es Ñamérica, y que empezaba: “doce años estuvo helado el pie de un montañista que la expedición de los austríacos encontró, hace pocos días, casi en la cima del Aconcagua”. La nota continuaba con lo que el propio Martín juzga como “detalles inútiles”, desdeñoso con aquel adolescente de medio siglo atrás, cuando él mismo sabe de sobra que la escritura verdadera está, precisamente, en el registro de los detalles: “la pierna, calzada con bota de montaña, que los miembros del club Alpino de Viena encontraron el pasado lunes 11, cuando descendían de la cumbre, pertenece al escalador mexicano Óscar Arizpe Manrique, que murió en febrero de 1962, al fracasar, por pocos metros, en su intento de llegar al techo de América”.
En esa nota estaba, en embrión, lo que Martín llegaría a ser como escritor de realidades y escritor de ficciones a lo largo de cincuenta años de rigurosidad, imaginación libre, fidelidad a los hechos, y curiosidad desmedida. Y tuvo el privilegio de entrar en el oficio de periodista como aprendiz, desde abajo, o desde la base, como diríamos hoy, en una redacción de las de entonces, llena de humo de cigarrillos y donde sonaban en coro los teléfonos y sonaba el timbre del teletipo cuando iba a entrar una noticia urgente, con maestros, como los que tuvo, que a la vez de periodistas eran escritores, y enseñaban que la letra con tinta entra; nada menos que tres militantes contra la dictadura militar, que hicieron de su propia vida un ejemplo de compromiso sin treguas:
Rodolfo Walsh, autor de un clásico de la crónica, Operación masacre, publicado en 1957, el mismo año en que nació Martín; asesinado en 1977 tras publicarse su Carta de un escritor a la dictadura militar, que él mismo salió a repartir.
Juan Gelman, premio Cervantes de Literatura, uno de los grandes poetas de la lengua, exiliado muchos años por la dictadura militar que secuestró y asesinó a su hijo y a su nuera, embarazada de una niña dada en adopción en Uruguay; y luego víctima de la aberración de haber sido condenado a muerte por traición, por el ejército Montonero.
Paco Urondo, poeta también, que entrevistó en la cárcel a los sobrevivientes de la masacre de Trelew de 1972, cuando fueron fusilados 16 prisioneros políticos en el penal de Rawson tras un intento de fuga, y salió de allí su libro de 1973, La patria fusilada, otro clásico de la crónica latinoamericana; asesinado por la dictadura militar en 1976.
Si es cierto que falta el carnet de Martín con la foto de abundante cabellera, ha dejado depositados en la Caja de las Letras, en manos de la posteridad, un boleto de entrada a un partido de futbol en un estadio de México: arte, ciencia y religión sobre la que Martín escribe con ingeniosa propiedad, igual que su par Juan Villoro, filósofos ambos que sostienen con impecable juicio dialéctico que Dios es redondo.
12 libretas Moleskine que contienen apuntes, reflexiones, entrevistas, materiales todos que sirvieron para escribir de Ñamérica, esa monumental crónica, de la cual deja también un disco duro con todos los insumos del libro, incluyendo audios, videos, imágenes y las diferentes versiones del manuscrito; y un ejemplar de la edición conmemorativa.
En la tradición que va desde Heródoto a Kapuściński, Martín ha sido un periodista que ha recorrido mundo, presente en el lugar de los hechos, porque si no se es testigo presencial, de guerras, éxodos, hambrunas, no se puede voltear de revés la realidad y verle las costuras; testigo fiel del horror y la maravilla, sabiendo que se es infiel a la verdad sólo cuando se imagina como novelista, una infidelidad legítima, y que en el relato del cronista, que ve y que toca, la fidelidad queda escrita con tinta indeleble en la libreta de apuntes, y en el ojo que observa y registra para que la mano transcriba lo que quedará como testimonio propio.
Un oficio de medio siglo, ejercido con la constancia de quien lo escogió como el oficio de su vida. Un doble oficio, una doble pasión, el periodismo y la literatura. Y con esto, sólo nos toca repetir con Gardel y Lepera: que cincuenta años no es nada.
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