En su gran libro Las palabras y las cosas, Michel Foucault al analizar la formación del saber occidental moderno nos dice que, durante lo que él denomina la época clásica, el período de tiempo comprendido entre el siglo XVII y el XVIII, se forjaron saberes como la gramática general que analizaba, describía y clasificaba las palabras del lenguaje; la economía que hacía lo propio con las riquezas y necesidades de los hombres y una taxonomía natural fundada por Linneo que clasificaba las especies de plantas y animales.
La constitución de estos saberes fue posible porque, a comienzos del siglo XVII, se produjo la separación del lenguaje y las cosas, que habían estado entremezclados y fundidos como una sola identidad durante el Renacimiento. Separación que le permitió al lenguaje convertirse en una red de signos autónoma e independiente, capaz ahora de representar las cosas del mundo en un tablero, en un espacio perfectamente ordenado. Dice Foucault: “La vocación profunda del lenguaje clásico fue siempre la de proporcionar un tableau: ya fuera como discurso natural, gavilla de verdades, descripción de las cosas, corpus de conocimientos exactos o diccionario enciclopédico. El lenguaje clásico no existe sino para ser transparente… la posibilidad de conocer las cosas y su orden pasa, en la experiencia clásica, por la soberanía de las palabras; éstas no son marcas a describir (como en la época del Renacimiento) ni instrumentos más o menos fieles y manejables (como en la época del positivismo), sino que forman más bien la red incolora a partir de la cual las representaciones se ordenan”.
La obra cultural que abre y anuncia la inauguración del saber clásico fue, para Foucault, Las meninas, que Velázquez pintó en 1656, porque en este lienzo la representación adquiere un lugar central, porque todo lo que aparece en el espacio está representado por el artista: las meninas en primera plana, la pareja real española, Felipe IV y su esposa que sirven de modelo al artista, es representada en la imagen un tanto difusa que se proyecta en un espejo colgado al fondo de la habitación; el espectador de la escena también está presente al fondo a la derecha del espacio de la habitación. Y finalmente, el propio artista que se representa a sí mismo en acto de pintar a los monarcas, asomando la cabeza para verlos.
Sin embargo, lo más importante y significativo de este gran lienzo es algo que Foucault omite. A saber, el papel central que tiene el sujeto que representa, el autor de la representación encarnado en este caso por el artista. En efecto, Velázquez no está haciendo una pausa en su trabajo cuando aparece en el centro de la escena mirando a sus modelos, como sostiene Foucault, sino los está mirando con atención como parte integrante de su labor de representarlos en el lienzo que está pintando. El acto de mirarlos es condición y componente indispensable de su labor creadora. De ahí que lo que llevó a cabo en realidad Velázquez es representarse a sí mismo en este acto artístico por el que está creando la representación de los reyes de España. Y al hacerlo así afirmó la soberanía y supremacía que sentía al tener frente a esta pareja de soberanos monarcas, mostró que los artistas verdaderos están siempre por encima de los gobernantes, y en especial de los monarcas, porque pueden hacer lo que ellos nunca pueden: representarse a sí mismos como sujetos capaces de representar a todos los demás seres y cosas del mundo, incluidos por supuesto ellos mismos. Por eso este gran lienzo revela lo contrario de lo que Foucault interpreta: la irrupción del sujeto típicamente moderno que se representa a sí mismo en los actos por los cuales crea o conoce algo en el mundo.
Pero, además, este cuadro tiene un segundo significado igualmente importante: Velázquez al hacer casi desaparecer de su espacio pictórico a los monarcas que le sirven de modelo, proyectándolos desvanecidos en el fondo de un espejo, anunció de manera simbólica el debilitamiento y la desaparición de la monarquía de la escena real de muchas sociedades europeas modernas que ocurrirá en los siglos posteriores. Desaparición que comenzó a hacerse realidad con el triunfo de la Revolución francesa en 1789 y que, en su propio país, los republicanos que ganaron las elecciones generales de 1931, también suprimieron como expresión de un orden político desueto y anacrónico que querían superar a toda costa, estableciendo la Segunda República. Monarquía que, como se sabe, años después el dictador Francisco Franco reinstauró a la hora de morir, al nombrar a Juan Carlos de Borbón, joven descendiente de la dinastía monárquica que reinó en el país durante más de dos siglos con escasas y breves interrupciones, como su sucesor en la jefatura del Estado. Por eso los españoles están en mora de suprimirla hoy de nuevo, no solo por la grave crisis que afronta debido a los actos de corrupción del monarca, que lo obligaron a abdicar de la corona a favor de su hijo Felipe en 2014, en un desesperado esfuerzo por salvarla, sino también y sobre todo para reconciliarse de modo definitivo con el contenido de esta obra maestra del arte, no solo español sino también universal, cumpliendo el anuncio que encierra en su seno.
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