Yo caminaba en los atardeceres al Granada, ubicado en el centro histórico, caserón de planta cuadrada, techumbre de vigas rancias y patio interior con arcadas apacibles. Se sirve comida tradicional y puede escucharse música de antaño, dice un artículo de la prensa local sobre este bar. Se asegura que ha sido visitado por literatos, políticos y lo más sorprendente: por fantasmas.
El nombre de Granada fue puesto en honor a Agustín Lara por su famosa canción y el bar se inauguró el 17 de diciembre de 1963 fundado por Esteban Jiménez, mientras en España ese año estaba de moda la balada Algo Prodigioso, interpretado por el catalán José Guardiola:
“Alguien que al desesperado
un camino indica que le salvará.”
En el 63 se conmemoraba medio siglo de la novela de Marcel Proust sobre la persistencia inevitable del pasado y la búsqueda de este. Ese mismo año de 1913, ya alcoholizado, volvió Darío a París invitado por el crítico Joan Sureda, personaje olvidado. Veo a Darío en una imagen lírica, no puede ser de otra manera, camina detrás de mis pupilas, cabizbajo, con ojos de cometa oscuro, sus miradas tropezando con las piedras, luego con los astros para disiparse en los bultos del tiempo.
Se cuenta una experiencia vivida por el compositor Joaquín Orellana en 1984, durante una noche de tragos en el Granada. Un espectro llegó a su mesa a hablarle a Orellana de una figura rebelde frente al servilismo como cultura del autoritarismo impuesto por la oligarquía en Guatemala. Un tal Huiderio Armadel le habría dicho: He recobrado la memoria; desafortunadamente estoy de nuevo en la desoladora conciencia y el recuerdo ingrato de la acechanza.
El maestro Orellana reelaboró la experiencia paranormal componiendo su obra El Violín Valsante de Huis Armadel, que caracteriza como una fantochada para violín, orquesta de cuerdas, coro escondido, percusión, declamado, sonidos pregrabados, una narración colateral y un final parateatral. “Siempre habrá un Huisiderio Armadel”, ha dicho Joaquín Orellana.

El Granada nos convierte en inconscientes peregrinos que buscan el tiempo perdido y las uvas con sus tiernos racimos nos hacen creer que este se recobra. A veces también se oyen tangos ahí. Somos de los clientes que imaginan al Granada con un Proust y un Darío libando en una mesa y a Neruda con Sarita Montiel en otra. Todos fumando con placer. Asimismo, entre chasquidos de gramófono, María Grever y compañía cantan sobre lo que debe hacerse el día que deje de salir el sol y textos similares. Cuando se quiere de veras esa música recuerda los cantos de tribus extinguidas que dejaron sus voces grabadas en dimensiones ambarinas.
Apaguen el espejo, pidió con voz alta un viejo en una mesa demasiado grande para una sola persona, pero pequeña para tantos recuerdos adheridos. Pronto lo vi llorando. Me pareció un anciano desolado. En realidad, no gemía sino sus lágrimas bañaban en silencio su rostro enmohecido.
Nos miramos sin entender. Alzó su copa de vino. Levanté la mía. Pero estaba vacía y nadie podía llenarla. Quise brindar con aquel viejo. Quise abrazarlo, sin embargo, su perfil se desvanecía como una bocanada de humo en el aire. No se puede brindar con uno mismo pero tal vez se pueda. Un tango repentino comenzaba a invadir los salones. Una grabación de Julio Sosa acompañado por la orquesta de Leopoldo Federico:
“Volver
Con la frente marchita
Las nieves del tiempo
Platearon mi sien”
Todo se escapaba a los espejos disponibles, como el agua de lluvia a las alcantarillas. Los espejos son puertas a un mundo que se desliga de su cronología ¿Podrán atrapar a las imágenes sacándolas del tiempo? Veinte años no es nada, se pasan volando y un siglo más rápido. Como la nieve que se desploma veloz en los cabellos. Como los ojos cerrados ante una soledad sin muebles, carente de artilugios. Esa soledad que bebe en colmadas copas donde se asilan los recuerdos.
Un camarero vino a apartarme del ensueño, poniendo con esa fina brusquedad de los meseros la carta del menú sobre la mesa. Que milagro señor, tiempo de no verlo por aquí, me dijo pero no reconocí a aquel hombre. El milagro es usted, le respondí con una mueca amable.
Era ahora otro lugar. Otro bar Granada. Otros olores delirantes. Me estremeció verme en el espejo y sentir el horror que debió tener el señor Borges, el escritor, cuando se encuentra con el otro Borges, el personaje. O un Javier Cercas como personaje en la novela de Javier Cercas Soldados de Salamina. Podíamos remontarnos hasta Dante bajando a los infiernos en esa maravilla pionera de la auto ficción. Es decir, y en palabras de Serge Doubrovsky: «Si trato de rememorarme, me invento. Soy un ser ficticio. Una vida a falta de poder retenerla, podemos reinventarla».
Alguien se embriagaba ignorando las hormigas que se escapan de relojes ahumados. Mientras, un paraguas negro, abierto en el patio del Granada, confirmaba el apogeo del anochecer. Quise escribir algo en una servilleta, un esbozo de poema del Granada, pero ya no fue posible, el poema se dio a sí mismo por concluido y arreglándose el cabello con las manos se salió a la calle confundiéndose pronto con los árboles nocturnos. Aprendí entonces que versos desdoblados por la melancolía solo pueden escribirse cuando uno muere un poco, a veces mucho, aunque sigamos vivos todavía.
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