De Macondo a McOndo, una síntesis

La narrativa latinoamericana post boom muestra que el dinamismo y la variedad es enorme a lo largo del continente. La violencia física y psicológica sigue estando presente en las obras de estos autores.

Jaime Barrios Carrillo     septiembre 8, 2024

Última actualización: septiembre 7, 2024 7:23 pm

En esta síntesis faltarán y sobrarán nombres, es apenas un intento de sistematización más o menos periódica. Para ubicarnos, aunque con riesgo de ser repetitivos, comenzamos con una sucinta recapitulación. El vanguardismo literario de Latinoamérica floreció entre 1920-1950 con nombres como el guatemalteco Arqueles Vela, el chileno Vicente Huidobro, el argentino Roberto Arlt, los peruanos Juan Carlos Mariátegui y José María Arguedas.

Y desde luego los grandes nombres a partir de la segunda mitad de década de los cuarenta de Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, Juan José Arreola y Alejo Carpentier.

Continuaron las innovaciones y búsquedas renovadoras en la segunda parte del siglo veinte: Antonio di Benedetto, Eduardo Mallea, Manuel Mujica Láinez, Juan Carlos Onetti, Filisberto Fernández, Ernesto Sábato, Mario Benedetti, Álvaro Mutis y María Luisa Bombal, para una lista representativa del continente.

A finales de los cincuentas y durante casi tres décadas se significaron los autores del boom con sus cuatro autores emblemáticos: Fuentes, Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa, acompañados por José Donoso, Augusto Roa Bastos y por el brasileño Jorge Amado y el cubano Cabrera Infante, todos hombres. Los caracteriza un afán por la construcción de las relaciones entre lo popular y la nación. Había surgido una literatura que pretendía recuperar la memoria histórica y a la vez representar los orígenes y utopías del continente, La Comala de Rulfo, el Macondo de García Márquez, Santa María de Onetti, por ejemplo.

Paralelamente al boom consolidan sus singulares obras Augusto Monterroso, Elena Poniatowska, Juan García Ponce, Ricardo Piglia, Juan José Saer, Manuel Puig, Tomas Eloy Martínez, César Aira y Osvaldo Lamborghini, Fernando del Paso, Jorge Ibargüengoitia, Jorge Edwards, Antonio Skármeta, Salvador Elizondo, Agustín Yáñez y Sergio Pitol, Manuel Scorza, Alfredo Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro, Sergio Ramírez e Isabel Allende. 

La narrativa post boom muestra que el dinamismo y la variedad es enorme a lo largo del continente. La violencia física y psicológica sigue estando presente en las obras de la narrativa latinoamericana post boom. Una lista representativa estaría formaba por el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, el cubano Leonardo Padura, los salvadoreños Rafael Menjívar y Horacio Castellanos Moya, los colombianos Laura Restrepo y Juan Gabriel Vásquez, los argentinos Pablo de Santis, Alan Pauls, Fernando Bermúdez y Guillermo Martínez, los mexicanos Guillermo Arriaga, Álvaro Enrigue Soler y Juan Villoro, los chilenos Luis Sepúlveda, Carla Guelfenbein, Cristian Alarcón Casanova y Mauricio Lillo, el peruano Gustavo Rodríguez Vela, el guatemalteco Dante Liano, el venezolano Gustavo Guerrero, el costarricense Carlos Cortés, los uruguayos Mario Levrero, Cristina Peri Rossi, Leonardo Rossiello y Cristina Feijoó, entre muchos otros. 

Pero la región más transparente, o antigua Anáhuac de Alfonso Reyes, inter textualizada irónicamente por Carlos Fuentes para bautizar su emblemática y rupturista novela, fue suprimida por la marginalidad urbana, la contaminación y la violencia. Surgen bombásticamente grupos como McOndo formado por Juan Forn, Rodrigo Fresán, Martín Rejtman, Edmundo Paz Soldán, Santiago Gamboa, Rodrigo Soto, Alberto Fuguet, Sergio Gómez, Leonardo Valencia, Ray Loriga, José Ángel Mañas, Antonio Domínguez, Jordi Soler, David Toscana, Naief Yehya, Jaime Bayly, Gustavo Escanlar y Martín Casariego Córdoba que toman distancia con el realismo mágico y el fantástico. Afirman en una antología (1996) que lleva el nombre trastocado de MacOndo por la intersección de McDonald: “Sobre el título de este volumen de cuentos no valen dobles interpretaciones. Puede ser considerado una ironía irreverente al arcángel San Gabriel, como también un merecido tributo”.

En el prólogo de la antología escriben sus editores, también con textos incluidos, los escritores chilenos que se convertirán en las cabezas y a veces portavoces del grupo Alberto Fuguet y Sergio Gómez:

“El verdadero afán de McOndo fue armar una red, ver si teníamos pares y comprobar que no estábamos tan solos en esto. Lo otro era tratar de ayudar a promocionar y dar a conocer a voces perdidas no por antiguas o pasadas de moda, sino justamente por no responder a los cánones establecidos y legitimados”.

Los McOndo a diferencia de la creación y búsqueda de lugares míticos de la literatura del siglo pasado anhelan su destrucción. Porque Macondo ya no es una aldea diáfana sino la ciudad insoportable. Afirman Fuguet y Gómez:

“Nuestro McOndo es tan latinoamericano y mágico (exótico) como el Macondo real (que, a todo esto, no es real sino virtual). Nuestro país McOndo es más grande, sobrepoblado y lleno de contaminación, con autopistas, metro, tv-cable y barriadas. En McOndo hay McDonald´s, computadores Mac y condominios, amén de hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado y malls gigantescos”.

En general estos autores abandonan los personajes héroes y los mártires, también los mitos y lo mágico, su lugar lo ocupan seres cotidianos, personajes que cambian y forman el escenario urbano en la nueva creación.

La llamada Generación del Crack en México emerge también en los noventas con novelistas jóvenes como Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Eloy Arroz, Pedro Ángel Palo y Ricardo Chávez Castañeda, nacidos entre 1950 y 1970. Se presentaron también con un manifiesto rupturista con lo que consideraron literatura vulgar del pos-boom. Más de una vez dijeron que estaban cansados de lo latinoamericano como marca. De una manera casi visual Elena Poniatowska los concreta describiéndolos como “una fisura, un hueso que se rompe, un vidrio que se estrella, una rama de árbol que cae y hace precisamente eso: crack”.

El grupo de los crack surge exigiendo excelencia, calidad ante cantidad y desde una posición contestataria reclaman un lugar en el establishment. Sus textos son complejos, a veces laberínticos, con una impecable escritura de juegos formales muy procesados. Se presentan, asumiéndose como generación o grupo, un manifiesto en el cual puntualizan entre otras cosas:

“-Amarás a Proust sobre todos los otros. 

-No desearás la novela de tu prójimo. 

-Nada es más fácil para un escritor que escribir sobre sí mismo; nada más aburrido que la vida de un escritor”.

El mundo representado por los crack es imaginario y rebuscado. No parecen mexicanos, ni siquiera latinoamericanos, pero, que conste, esa es su distinción y no un defecto de cuño. Totalmente válido resulta la concreción de una novela internacional, no digo universal, que entra en la esfera editorial de las grandes marcas y las traducciones obligadas. Una literatura de feria del libro, de cátedras invitadas, de espacios en la prensa. El éxito de los crack es antípoda del signo cortaziano. Julio Cortázar no persiguió el éxito sino al contrario, el éxito paró persiguiéndolo. 

El argentino quería poner en el centro a la marginalidad, jazz incluido. Los crack son centrípetos agudos, huyen de los sótanos del undergorund. No es, repetimos, un defecto sino un estilo que encontró su forma y debemos concederles el prurito de concretar propuestas estéticas que suenan casi onomatopéyicamente, es decir como una rama que se quiebra. Agregamos: con la intención de renacer en el terreno, al pie del árbol abandonado. ¿Dónde estarán las raíces de la generación crack?

La novela emblemática del grupo es sin duda En busca de Klingsor de Jorge Volpi. La trama narra la detectivesca tentativa de un joven físico y militar norteamericano, que lleva el ambiguo nombre de Francis Bacon (¿por el filósofo o por el artista plástico?) bajo la sagaz guía del físico alemán Gustav Links, para aprehender a un criminal de guerra llamado Klingsor, supuesto asesor científico de Hitler. Links acabará traicionando a Bacon quien a su vez lo entregará a los rusos, condenándolo. 

Sin adentrarnos en los detalles constatamos que Klingsor no viene de la ópera Parsifal, aunque la relación significante denota de entrada la presencia del diablo, del demiurgo maléfico, de la tentación, el enlace sagaz y nefasto. En Klingsor no hay las profecías ni los descubrimientos tipo Melquiades. No hay tiempo para meditar sobre el tiempo. 

En 2007, en Bogotá, en ocasión el Día Mundial del Libro, se hizo pública una lista de 39 autores latinoamericanos menores de 39 años, decidida por un jurado de tres escritores y críticos colombianos: Piedad Bonnett, Héctor Abad Faciolince y Óscar Collazos. La rutilante lista se publicó con el propósito explícito de exorcizar el relativo aislamiento y poco peso mundial de la narrativa del continente después de la presencia universal del boom. El chispeante y hechicero inventario, que incluye cuatro autores brasileños, fue el siguiente: los argentinos Gonzalo Garcés Pedro Mairal y Andrés Neuman. El boliviano Rodrigo Hasbún. Los brasileños João Paulo Cuenca, Adriana Lisboa, Santiago Nazarián y Verónica Stigger. Los chilenos Álvaro Bisama y Alejandro Zambra. Los colombianos Antonio García, John Jairo Junieles, Pilar Quintana, Ricardo Silva, Antonio Úngar y Juan Gabriel Vásquez. Los cubanos Wendy Guerra, Rolando Menéndez, Ena Lucía Portela y Karla Suárez. Los ecuatorianos María Gabriela Alemán y Leonardo Valencia. La salvadoreña Claudia Hernández. El guatemalteco Eduardo Halfón. Los mexicanos Álvaro Enrigue, Fabrizio Mejía Madrid, Guadalupe Nettel y Jorge Volpi. El panameño Carlos Wynter Melo. El paraguayo José Pérez Reyes. Los peruanos Daniel Alarcón, Santiago Roncagliolo e Iván Thays. La puertorriqueña Yolanda Arroyo Pizarro. El dominicano Junot Díaz. Los uruguayos Claudia Amengual y Pablo Casacuberta. Los venezolanos Rodrigo Blanco Calderón y Slavko Zupcic. 

Ha pasado más de quince años y bastantes de estos nombres parecen haberse hundido en las aguas del olvido. La literatura no se hace por decreto. Con palabras proféticas y bíblicas: muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. ¿Qué quedará de esta fantasía dentro de cincuenta años, dentro de uno o dos siglos?

Una generación de nuevas narradoras latinoamericanas ocupa ahora la atención de la crítica y la de no pocos lectores. Se han significado en sus países, algunas en editoriales españolas y se cuentan traducciones de sus libros a otras lenguas. Para mencionar algunas: la ecuatoriana Mariana Ojeda, las mexicanas Fernanda Melchor y Socorro Venegas, la guatemalteca Mónica Albizúrez, la uruguaya Fernanda Trías y las argentinas Mariana Enríquez y Samanta Schweblin. 

Volvamos a Melquiades, como fuente indispensable del conocimiento de su mundo imaginario. Y a los crack. Anotemos que la novela de Volpi En búsqueda de Klingsor es una entrada a una dimensión que se presenta como muy concreta, es decir en términos de novela policial. Necesario enigma, pero es una búsqueda que se asemeja a un precipicio existencial. 

Melquiades es realismo mágico. Klingsor un simulacro del realismo virtual. El final que brinda Volpi no corresponde empero al género policial porque no se resuelve el enigma y en cambio tenemos dos versiones que se contradicen. El fiasco de la investigación simboliza que no se ha alcanzado la verdad, sumergiéndonos en un pantano ambiguo, muy posmoderno. 

Melquiades por su lado es convicción cantada en voz alta de que hay un mundo más allá de lo que se percibe: o sea la utopía. Mientras que la búsqueda de Klingsor se mueve en los cuadrantes de incertidumbre del presente.

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