Nunca olvidaré el desagradable episodio que protagonicé en la rue Greneta cuando estudiaba en París. Resulta que vivía allí Joelle, una joven vecina muy amable que nos invitaba de vez en cuando a mí, a Luis Eduardo Rivera, el escritor guatemalteco y a Jacobo Rodríguez, el famoso pintor chapín, a cenar en su casa.
Una tarde de domingo, habiendo acordado que cenaríamos en su apartamento, me ofrecí para ocuparme del aperitivo y de las entradas, por lo que fui al mercado del barrio y con mucha ilusión compré dos botellas de vino de Bordeaux y medio kilo de camaroncillos de río, que se comen como una exquisitez con todo y cáscara, acompañados de pan con mantequilla y limón. Cuando volví y toqué a su puerta, Joelle abrió y antes de hacerme entrar, me preguntó qué había comprado. Orgulloso de mi originalidad, le mostré la bolsa de camaroncillos a lo que, para mi sorpresa, su rostro dibujó de pronto una mueca de horror y de su boca saltó una onomatopeya que sonaba así: “¡bueeeerk!”, y que los franceses, contrariamente a la delicadeza que se les atribuye, suelen utilizar para expresar su deseo de vomitar, así de fuerte llega a ser su rechazo hacia los alimentos que consideran plebeyos o poco cristianos.
¿Qué hice? Fue cuestión de millonésimas de segundo en las cuales se me cruzaron imágenes de carabelas cargadas de papas, tomates y otros alimentos fundamentales que impidieron que millones de europeos murieran de hambre en los siglos XVI, XVII y XVIII, combinadas con relámpagos detrás de los cuales se veía una multitud enardecida echando pestes contra la nobleza mientras guillotinaban a los reyes. No lo pensé conscientemente. Como tenía la bolsa de papel con los camaroncillos en la mano derecha, vi levantarse esa mano automáticamente en dirección del rostro de Joelle, y cuando caí en la cuenta, le había incrustado la bolsa en su rostro y se lo estaba restregando de tal manera que veía en cámara lenta cómo cientos de camaroncitos salían volando y caían al suelo, mientras los ojos aterrorizados de Joelle se escabullían detrás de un portazo inmenso sin que yo pudiera decir “lo siento” ni evitar los sollozos que hacían eco desde su apartamento.
Fue una situación embarazosa. Luis Eduardo estaba “bouleversé” (afligido y ofuscado), y cuando Jacobo se enteró, tuvo un acceso de risita nerviosa que no hizo sino hacerme sentir más tonto. Por más que traté de explicarles, de justificar mi reacción desproporcionada ante el gesto vulgar e imperdonable de Joelle, ambos me conminaron a que fuera a pedirle disculpas, ¡pero enseguida! Lo que hice. No fue sino hasta al anochecer, a mi quinto intento, que ella abrió por fin la puerta con el rímel corrido y los ojos enrojecidos, y que nos abrazamos y nos pedimos disculpas, y entre risas entrecortadas volvimos a restaurar lo más valioso de la amistad. Intenté explicarle que, para buena parte de los seres humanos, esos gestos y mugidos guturales tan “naturales” y frecuentes entre los franceses cuando quieren manifestar asco y rechazo gastronómico, son humillantes, porque traducen un insoportable rechazo de tipo racista, una actitud de superioridad que nos hace sentir a los que lo sufrimos, como unos pedazos de mierda. No sé si lo haya entendido, porque no habiendo nunca salido de Francia, difícilmente podía tomar conciencia de lo que yo intentaba explicarle. En todo caso, nunca volvió a repetirlo, aunque un día, cuando me vio por primera vez preparar un guacamol, manifestó de nuevo una mirada parecida, pero se abstuvo de soltar el infame grito de guerra.
Los que me conocen saben que una de mis pasiones es el análisis fenomenológico de los diferentes temas de nuestra cultura guatemalteca y también de otras culturas, a pesar de los riesgos de generalizaciones injustas en los que se suele caer, pues en casi todos los ámbitos y temas humanos hay excepciones que confirman la regla. La ventaja de haber vivido en otros países, sobre todo si hay que aprender la lengua y los usos y costumbres de esas sociedades, es que se adquiere un manejo más amplio de algunos parámetros que luego nos permiten desenvolvernos con mayor eficacia en otros contextos.
Por ejemplo, aquel o aquella que más idiomas domine –y aquí incluyo también el idioma específico a una profesión determinada, puesto que las profesiones son, al final de cuentas, idiomas especializados acompañados de determinadas prácticas- más facilidad tendrá de llegar a desenvolverse y a controlar los elementos característicos de un sistema social o cultural. Se trata del desarrollo de un tipo de inteligencia o de competencias que nos permiten, por una parte, adaptarnos y gozar de nuevas realidades, y por la otra, abandonar el horrible síndrome del nacionalismo infantil consistente en creer que todo lo propio es lo mejor del mundo.
Tal vez las prácticas y actitudes alrededor de los temas culinarios son las más expresivas y las que mejor condensan las características y refinamientos (o no refinamientos) de una cultura. Contra más amplitud de tolerancia tenemos hacia los nuevos lenguajes gastronómicos provenientes de otros países y regiones, más aptos estamos para ejercer las virtudes de empatía y de verdadera compenetración con la sensibilidad de otros pueblos, y más nos enriquecemos interiormente.
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