Una sesión espiritista (Memorias de Antigua)

El corazón de plástico se deslizó chirriando sobre el tablero hacia la esquina del no, moviéndose libremente, aterrorizándonos, porque los cuatro sentimos la presencia extraña, casi respirándonos en el pescuezo.

Méndez Vides     agosto 4, 2024

Última actualización: agosto 4, 2024 1:25 am

La foto del abuelo profesor en color sepia estaba cuidadosamente enmarcada y exhibida en el muro, la nariz larga y torcida, la frente descubierta que José Martí dijo que delataba su inteligencia durante la merienda en su honor, con agua de Jamaica en vasos altos y panes con frijoles.   Hablaron sobre la importancia de las raíces griegas para entender la realidad, y sobre la necesidad de aprender inglés en los nuevos tiempos para hablar con los vivos y con los muertos.  Me aproximé al retrato y pregunté al abuelo si no andaba yo cayendo en malos pasos por estar jugando con el más allá, pero no hubo ni un guiño, ruido o señal de advertencia. Así que me di por satisfecho, me monté en la bicicleta y fui a la casa de Dirk, el gringo, en cuyo lugar pernoctaríamos por segunda noche consecutiva en sesión espiritista, atentos alrededor del tablero de ouija que nos absorbía las horas, asombrados y enviciados, preguntando por todo, siempre de los demás, nada sobre mi futuro.   Un cierto resabio de prudencia me lo impedía, porque me sé muy sugestionable.   Las campanas de San Francisco sonaron llamando al rezo.   

La casa de Dirk quedaba al sur, a media cuadra de la Calle Sucia, y toqué en el portón verde de servicio con una orilla negra alrededor y eslabones de bronce, que daba al patio de atrás, por donde estaba la piscina de agua helada junto a los restos de una iglesia en ruinas detrás de ramas de un olivo. Respondieron al tocador los dos perros pastor alemán y el lobo de pelo oscuro, que jadeaba expulsando baba. Era por donde sacaban la basura y entraban los carros. Dejé la bici al lado de la tarea de leña, y fui a juntarme con los demás, que estaban en el rito del té con los adultos, hablando en inglés, masticando galletas.   Me acomodé sobre un lateral de la chimenea, para quedar cerca de la hermana más bonita de Dirk, la de cabello largo rubio, olorosa, prendada del novio de piel oscura al que no soltaba la mano y quien quizá la maltrataba, parecido al lobo.   

«La foto del abuelo en color sepia estaba cuidadosamente enmarcada y exhibida en el muro»

A las seis, Dirk nos hizo señas para que lo siguiéramos por el corredor colonial, piso de barro y techo de madera, con helechos de cola de quetzal colgando entre los pilares y macetas de geranios en los bordes del jardín, una mata de velo de novia y el arbusto de galán de noche que ya empezaba a despedir su perfume, al último cuarto.    La mesa de póquer estaba lista con las cuatro sillas de lazo, y al centro desplegada la ouija con el corazón amarillo de plástico dispuesto para poner las yemas de los dedos. Cerca, pero sin tocar la superficie, cuatro manos blancas y cuatro morenas, temblando cuando se deslizaba hacia el yes o el no, o lentamente brincando por el abecedario para deletrear las respuestas.

Pregunté quién estaba del otro lado del tablero, y el artefacto se quedó mudo, quieto, y entonces los demás también quisieron saber de quién se trataba la presencia, con qué alma estábamos conversando, hasta que contestó que había llegado por mí, que él había estado muy cerca de mi abuelo antes de su fallecimiento, y que yo sabía bien quién era.   

Recordé lo que me contaron del abuelo entre sábanas blancas, delirando, la vez que hizo llamar al abogado para corregir el testamento, para dejar sin nada a sus hijas, heredando al maestro que le llevaba las cuentas y anotaba las calificaciones.   Afortunadamente, el notario era amigo, hizo todo lo que se le pidió y al salir entregó los papeles para que les prendieran fuego.  Sólo las llamas acaban con el peligro.  Y todo porque unas horas antes se había llegado a despedir el malagradecido primo Raúl, quien le había arrebatado a sus alumnos y llevado a la histeria.  Mi abuelo intuyó que Raúl estaba en la habitación, y aunque ya no estaba tan consciente, giró la cabeza buscando su rostro, y le dedicó una mirada severa, y no lo perdonó.  

—¿Es usted, Raúl? —pregunté, cuando nadie tenía puestas las manos sobre la flecha.

El corazón de plástico se deslizó chirriando sobre el tablero hacia la esquina del no, moviéndose libremente, aterrorizándonos, porque los cuatro sentimos la presencia extraña, casi respirándonos en el pescuezo.

Rafa, que vivía en la sastrería por la Merced, dijo que ya era hora de partir.  El segundo gringo, con casa por Santa Clara, de quien ya no recuerdo el nombre, se fue detrás.   Y Dirk se incomodó conmigo, porque le había arruinado la velada, metió el tablero en la caja original, me la entregó en una bolsa y me pidió que me marchara de su casa, la de los loros, canarios y peces, con ese tablero que en realidad era mío.

«Los perros que andaban a la sombra me acompañaron»

Corrí por el corredor oscuro a solas, iluminado apenas por faroles de luz tenue, buscando la salida principal.   Los perros que andaban a la sombra me acompañaron, pero se salió el lobo por delante y fue mi avanzada por la quinta avenida, por la sexta calle, por el Tanque de la Unión, hasta detenerse en la esquina del templo de San Francisco.   

Lo lógico hubiera sido jalar la pita del portón de la casa, entrar, poner la tranca y olvidarme, pero como llevaba la carterita de fósforos preparada para encender los cigarrillos, decidí terminar de una vez con la amenaza y continué hacia el río Pensativo, al oriente, después de la planta generadora de electricidad, seguido de cerca por el lobo con los ojos rojos brillantes, debido a los focos públicos de mercurio.   

Bajé al cauce del río por la esquina izquierda del puente, escurriéndome entre los hilos de alambre espigado, y en una parte plana desplegué el tablero en forma de techo de casa, con el corazón palpitando y sintiendo frío en la espalda, y le prendí fuego a la ouija, que ardió de inmediato con todo y caja, mientras el corazón plástico se derretía lentamente, dejando ver por instantes los rasgos físicos de la silueta del rostro del abuelo.   La luna inmensa dominaba sobre el cerro.    El cielo despejado, con los montones de estrellas.    

Sentí un raro alivio, el lobo ya no estaba cuando remonté al asfalto, me sacudí la tierra y juré que no volvería a regresar a la casa de Dirk por nada del mundo.

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