Hace algunos años, después de un periodo en que trabajé como traductora-intérprete en la corte migratoria de Nueva York, decidí formar con mi sobrina un pequeño taller de escritura en un centro de detención para menores sin documentos. Las estudiantes, todas mujeres, eran adolescentes de entre doce y dieciséis años. La mayoría había cruzado la frontera norte sin visa. Algunas habían sido detenidas por la migra y otras se habían entregado. Luego, ya lejos de la frontera, todas habían sido encerradas en ese lugar oscuro, un lugar como tantos otros en el país, que el lenguaje oficial estadounidense llama “albergues” pero que son, sin ambigüedad, espacios carcelarios.
En la última sesión que dimos del taller, les pedimos a las estudiantes que escribieran cinco oraciones empezando con la locución adverbial “a veces.” La idea era que un “a veces” era una manera de hacer hueco a las pequeñas cosas que suelen pasársenos de largo, desapercibidas –fueran eventos mundanos y cotidianos o instantes efímeros de la psique. A veces me lavo los dientes sin pasta. A veces tengo miedo cuando los adultos ríen. A veces no sé si tengo fuerzas.
Entiendo la escritura así, como un espacio que se abre con un a veces. O mejor dicho, la escritura que se cifra en el a veces es el tipo de escritura que más me interesa. En el caso específico de este taller, en esa situación de confinamiento físico y de terror psicológico en que estaban las estudiantes, me parecía que este a veces era una oportunidad para el paréntesis de lo indeterminado, lo no repetitivo, lo no dictado por el reloj implacable de la rutina del encierro. Era una manera de abrir un paréntesis a lo que está –al menos un poco– fuera del tiempo. Una puerta que se entreabre (a veces.
Teníamos instrucciones claras. No se permitía sacar ningún material escrito del centro. Los únicos materiales que podíamos meter eran libros e instrumentos para la escritura a mano: cuadernos, lápices, plumas. No podíamos hablar de los “casos” de las estudiantes; es decir, no podíamos sugerir ejercicios de escritura que condujeran a que ellas pusieran por escrito ni los motivos por los que migraron, ni nada sobre sus experiencias en el largo trayecto migratorio. La razón era sencilla: cualquier cosa escrita podría llegar a constituir una evidencia, un documento potencialmente usado en su contra llegado el momento de un juicio migratorio, aún si lo escrito fuera ficción.
Tampoco podíamos proponer ejercicios de escritura que las incitaran a hablar de su circunstancia actual en confinamiento. Esa prohibición no era expresa, pero resultó evidente en cada etapa del proceso que tuvimos ahí. Desde el momento que sugerí el taller de escritura a una ONG que me ayudaría a tener acceso, al periodo de espera mientras ICE conducía una revisión de nuestros antecedentes y nos daba luz verde, y luego durante las negociaciones con la administración del centro sobre las reglas en torno al taller, y finalmente, en todas nuestras pequeñas interacciones con el personal del centro, hubo siempre un claro nerviosismo en torno a nuestra presencia. Nos trataban como sospechosas de algo. Imagino que ese algo era que, potencialmente, podríamos filtrar información de adentro hacia afuera. Hay mucho mayor secretismo en los centros de detención del que hay incluso en las prisiones “normales”.
El centro estaba a las afueras de Nueva York, al norte, en una colina redonda llamada Cerro del Eco, un nombre quizá demasiado adecuado. Una calle serpentea por la colina, y en la cima achatada se despliega lo que parece un campamento de verano abandonado. Hay un círculo de cabañas, unas 15 o 20, construidas en torno a una extensión de pasto ralo. Dentro de una de esas cabañas, un comedor. Y en ese comedor, sentadas en torno a una mesa, nuestro pequeño círculo de escritura. Luego, en la periferia inmediata de ese círculo, tres vigilantes no-uniformadas, sentadas en sillas arrimadas contra las paredes. Estaban ahí para “ayudar con lo que se ofreciera”, nos dijeron. Y luego, por encima de las vigilantes, colgando, anguladas, de las esquinas del techo del cuarto, cámaras de vigilancia. Luego no sé. No sé quién vigilaba al vigilante detrás de la cámara detrás de la pantalla.
Mi sobrina distribuyó cuadernos nuevos y lápices. A algunas de las estudiantes les entusiasmaron los diseños de los cuadernos, a otras menos; unas pidieron trueque con otras. Cuando empezamos las introducciones, unas cuantas nos miraban, expectantes. Otras, menos interesadas, razonablemente escépticas. Una de ellas le cuchicheó algo al oído a una compañera, y enseguida recibió un regaño por parte de una de las vigilantes:
¡Respeto!
Cuando todavía estábamos en las etapas tempranas de planear el taller, tratando de imaginar cómo enseñar escritura bajo circunstancias de vigilancia y restricciones, pero completamente ignorantes ante la magnitud del tal aparato, traté de imaginar alguna forma, algún mecanismo a través del cual las estudiantes del taller pudieran denunciar las injusticias y abusos que podrían estar viviendo sin que su denuncia las metiera en problemas. Se me ocurrió una idea. Una idea que, de última, fracasó, pero fracasó bien, y vale la pena contar la historia de su fracaso.
La idea era la siguiente. Podríamos leer secciones de El Quijote, que por lo demás había sido parcialmente escrito en una cárcel. Era el libro perfecto, con su equilibrio justo entre el humor ligero y la profundidad imaginativa. Muchos capítulos eran suficientemente cortos como para ser leídos en voz alta en la primera mitad del taller, dejando luego tiempo para dedicar la segunda mitad a la escritura. Poco a poco, con las estudiantes, iríamos armando una especie de sistema de correspondencias y equivalencias entre el mundo del Quijote y el mundo del sistema migratorio. Por ejemplo los “molinos de viento” serían equivalentes a “la migra” o “los yangüeses” del capítulo décimo podrían ser “los vigilantes centro de detención.” Iríamos refinando el sistema a través de conversaciones informales a medida que fuéramos avanzando en la lectura.
Ahí empezaría la parte más lúdica. Podríamos inventar historias escritas en “clave Quijote” pero que fueran realmente historias sobre los personajes del centro de detención y el sistema migratorio en general. La idea era proponerles sólo escenarios ficticios, que les dieran un escape hacia la ficción satírica y el absurdo. Ninguno de los ejercicios estaría diseñado para denunciar condiciones sino para inventar escenarios. Sin embargo, ya para ahora, las estudiantes tendrían un código. Si alguna de ellas en algún momento requiriese denunciar alguna situación grave, tendría el alfabeto con qué hacerlo. Podrían hacerlo entre ellas o con nosotras, si es que para entonces nos habríamos ganado su confianza. Lo importante era que tuvieran las herramientas. Al fin y al cabo, de eso se trata la escritura: tener con qué.
Como ya había adelantado, el plan fracasó. Primero que nada, fracasó por la razón más obvia. Dada la cantidad y el tipo de vigilancia el plan era simplemente demasiado riesgoso para las estudiantes. Aún si tratábamos de revestir el experimento con humor y juego quijotesco delirante, al final, discutir abiertamente si ICE era como los molinos de viento y si el personal del centro de detención se parecía más al asno rucio que monta Sancho o más a los gallegos que le dan de chingadazos al Quijote, era absurdamente riesgoso. Lo peor que nos podía pasar a nosotras, talleristas, era que nos cancelaran el taller y nos corrieran. Pero las posibles consecuencias para las estudiantes eran por supuesto mucho más serias. Siempre había por lo menos una persona del centro sentada a nuestras espaldas, viéndonos desde afuera, y luego estaban las cámaras, y quién sabe quién más.
Segundo, el plan fracasó por una razón que debí haber previsto pero que no logré anticipar. Casi todas las estudiantes, con la excepción de unas pocas que habían crecido en ciudades grandes, hablaban el español como segunda lengua. Todas lo hablaban, incluida una niña rumana que había vivido en Los Ángeles varios años antes de ser detenida en una redada. Pero casi todas las estudiantes eran hablantes de lenguas mayas. Leer el Quijote no es tarea fácil para casi ningún lector o lectora joven, adolescente, aún si el español es su primera lengua. Leímos los primeros párrafos juntas, deteniéndonos en palabras opacas, comentando conjugaciones, y casi inmediatamente sentí como se desinflaba en el cuarto el de por sí frágil entusiasmo. Supongo que una historia sobre un viejito español en La Mancha tampoco resultaba demasiado interesante para un grupo de chicas adolescentes.
Por último, el plan fracasó por una razón maravillosa. Y la razón es que las chicas ya tenían un código. Sabían escribir en él. En cuanto habíamos distribuido los cuadernos en la primera sesión, pasó lo que pasa en casi cualquier salón de escuela entre adolescentes: se arrancaron papeles; comenzaron a circular notas por el cuarto. Para eso sirve el papel. Pero solo nos dimos cuenta de que ya había un código al mero final de la primera sesión, cuando las vigilantes les dijeron a las estudiantes que hicieran una fila y regresaran a sus cuartos, y nosotras empezamos a recoger nuestro tinglado y dimos con una nota escrita con palabras en español pero intervenidas por sílabas extrañas. Le preguntamos a una de las niñas, que se había quedado un poco rezagada del grupo y seguía en la mesa del comedor, si sabía en qué código estaba escrita aquella nota. Sonrió, ojos negros llenos de inteligencia y travesura, y no dijo nada.
Mientras pasaban las semanas, en el taller íbamos probando diferentes juegos narrativos, estrategias, consignas. Me gusta un ejercicio inspirado en el Oulipo, en que los estudiantes deben escribir una pequeña autosemblanza de no más de un párrafo. Luego, la tienen que volver a escribir, diciendo lo mismo, pero esta vez con una restricción. No pueden utilizar, a la Perec, la letra e. Los resultados son interesantes, porque las segundas versiones, sin la letra e, son siempre mucho mejores, llenas de hallazgos raros e incluso de humor –voluntario o involuntario. Alguien que escribe, por ejemplo, “Me llamo Eva” en la primera vuelta, puede escribir “Llamada como casada con Adán” en la segunda. Alguien que escribe “Soy estudiante” en la primera, puede escribir “Soy una niña humana institucionalizada” en la segunda. La discusión en torno a este ejercicio suele ser bastante iluminadora, porque los estudiantes casi siempre se dan cuenta de inmediato cómo es que una consigna, algo que se percibía como un obstáculo, es en realidad lo que produjo un giro interesante en su escritura. Conclusión milenaria: la circunnavegación es origen de descubrimiento.
Después de un puñado de sesiones de taller tuvimos un primer problema. Un enorme obstáculo para el cual no parecía haber, a primera vista, ninguna buena solución. Dos de las estudiantes se habían metido en problemas por algo que habían escrito en sus cuadernos. Las vigilantes no nos quisieron decir qué habían escrito. Tampoco era asunto nuestro saberlo. Pero la situación había llevado a que les confiscaran los cuadernos a las dos. Nos aguantamos las ganas de confrontar a la administración. Nos convenía seguir llevando la fiesta en paz si queríamos que no le pusieran obstáculos al taller. Además, de algún modo, era también nuestra responsabilidad que hubieran cachado en falta a las chicas. Sabíamos perfectamente que en un lugar como ese no hay privacidad alguna. ¿Para qué les daríamos cuadernos – la mera ilusión de privacidad? Debimos haber previsto algo así, y debimos haber hecho mejores planes.
Esa tarde, de camino de vuelta a casa, mi sobrina tuvo una idea brillante. ¿Y si simplemente colectivizábamos el espacio de escritura, de manera que las estudiantes no tuvieran cada una un cuaderno sino que escribieran todas en un solo cuaderno? No nos gustaba la idea de darles hojas sueltas de papel, hojas que terminaran en el basurero al final del día. Queríamos que las estudiantes tuvieran algo físico qué leer, algo para tener al final entre las manos, algo tangible. Haríamos un fanzine. Usarían hojas sueltas para escribir, pero luego las pegaríamos en cartulinas más grandes. (Había, además, algo inocuo en una cartulina. Nadie sospecha de una cartulina. Nadie lee lo que hay en una cartulina). Y por si acaso, una capa extra de protección: cada una escribiría con un nombre inventado, un nombre que cada una eligiera. Estábamos blindadas.
Mi sobrina y yo llegamos al siguiente encuentro llenas de nuevo entusiasmo. Ella condujo la sesión. Les explicó a las estudiantes qué era un fanzine, y habló sobre la escritura colectiva. Les propusimos elegir nuevos nombres. La única consigna era elegir nombres que tuvieran alguna relación con el mundo natural. Mi sobrina se llamaría Mazorca, que además de mazorca de maíz significa en algunos países “grupo de amigas.” Las estudiantes lo pensaron, cuchichearon, se echaron carrilla, y anotaron sus nuevos nombres en la hoja en blanco. Se hizo un silencio respetuoso, casi sacro, justo el instante anterior a que cada una enunciara, sonoramente, su nuevo nombre:
Huracán
Cascada
Mar
Conejita
Sol
Flor
Terremoto
Luna
Mariposa
Rosa
Estrella
Abejita
Arcoíris
Oscuridad
A partir de ese momento, algo pasó en el taller, algo cambió profundamente en la manera en que trabajábamos juntas. Era el espíritu colectivo de los fanzines, claro. Pero también era otra cosa. Creo que esa otra cosa era la casi mágica capa de visibilidad-invisibilidad que brindaba un nuevo nombre. Ahora, las estudiantes no eran sólo sí mismas, sino también un personaje y una autora. Conejita en efecto escribía cosas afines al espíritu discreto y terso de los conejos. Escribía a veces en español pero sobre todo en mam, y en una ocasión alzó la mano e hizo pausa al taller –primero tímida, luego plenamente dueña de sus conocimientos– para darnos a todas una lección sobre el uso correcto de las glotales. (Yo, hasta ese día, no sabía lo que era una glotal). Oscuridad estaba llena de lirismo potente, y escribía sobre ángeles caídos, nubarrones, y cadenas. Escribía abiertamente sobre la asfixia del encierro. Terremoto escribió una página emocionante y conmovedora sobre la inteligencia, sobre la importancia de cultivar la inteligencia. Terminaba un párrafo luminoso con el dictum casi heracliteano: “Usa tu inteligencia. No vas a tener miedo.”
Las cosas sobre las cuáles escribieron en el fanzine no tenían que ver, directamente, con cómo y por qué tuvieron que dejar atrás sus países y comunidades. Pero en un sentido más profundo, tenían todo que ver con eso. Escribieron sobre la importancia de la amistad, la sororidad y la solidaridad entre mujeres. Escribieron sobre los peligros del odio y la avaricia. Escribieron acerca de sus preocupaciones sobre el medio ambiente y la destrucción de sus comunidades. Durante una sesión, escribieron manifiestos contra el abuso sexual y en defensa de la soberanía de sus cuerpos. Varias de ellas, profundamente religiosas, escribieron sobre la guía espiritual y ética que les ofrece el Dios al que siguen. Otras, menos religiosas o ateas, prefirieron escribir sobre la importancia de tomar buenas decisiones, y permanecer ecuánime y valiente ante los momentos más adversos.
Creo que al final se sintieron orgullosas, incluso muy orgullosas, del fanzine que produjeron a lo largo de los meses. Al final, cuando estaba casi terminado, tomaron una decisión que nos tomó por sorpresa. Quisieron escribir una dedicatoria en forma de prólogo. No quisieron dedicar el fanzine a sus madres ni padres ni hermanos ni amigas. Se lo quisieron dedicar a las estudiantes futuras que estarían en la misma situación de encierro cuando ellas ya estuvieran afuera:
Primeramente un saludo a ti compañera que estás leyendo esto. Nosotras somos chicas que conformamos un grupo creativo. Nosotras creamos esta publicación acerca de nuestros sueños, ideas, pensamientos. Este fanzine lo trabajamos todas las niñas que pasamos por la casa Brooks. Nosotras creemos que es importante ser solidarias, apoyarnos unas a otras. Siéntete orgullosa compañera porque has venido tras tus sueños. Ámate y valórate a ti misma.
Nadie conoce a sus futuros lectores o lectoras mientras está escribiendo, pero siempre se intuye que por ahí hay alguien, en algún lado, cuya mente se encontrará con la nuestra y que en ese encuentro puede darse el casi milagroso momento de la compañía, del mutuo entendimiento. No creo que haya ninguna otra experiencia humana más significativa que ésta –ese encuentro que permite la escritura y la lectura. Las estudiantes habían entendido en solo unos meses lo que a mí quizá me costó años dedicados a la escritura entender, que es que uno escribe para una comunidad, pero sobre todo para hacer comunidad.
Cuando una persona joven llega a Estados Unidos, sola y sin documentos, y es arrojada al sistema laberíntico de la burocracia, de los centros de detención, de las cortes, la espera, la humillación, algo muy grave ocurre. La narrativa de su vida, de su rica y compleja vida, se comienza a reducir a un puñado de etiquetas identitarias:
Eres indocumentada.
Eres refugiado.
Eres no acompañado.
Eres menor.
Eres migrante.
Eres ilegal.
Eres víctima.
Desaparece el nombre del río que bajaba de la montaña y cruzaba el pueblo. Desaparecen los nombres del compañero de banca en el salón de clases y el de la señora de la tienda de dulces de la esquina. Desaparece la tienda y la señora y la esquina. Se desdibuja la mesa del comedor y la espalda de una abuela volteando tortillas. No importan los zapatos favoritos, ni el cuento preferido, ni el lápiz de color perfecto. A nadie le importan. Lo único que existe, desde el momento que se cruza la frontera, y a medida que se cruzan más y más líneas del proceso largo de migrar, es la identidad recién adquirida, la de persona indocumentada. Lo que no se dice es que in-documentar es también un proceso, y es un proceso de despojo. El indocumentado, la indocumentada, es la persona a quien se trata de despojar de papeles, de un lenguaje, y de una narrativa propia.
La pregunta que me ocupa, que me importa, y que algunas veces me abruma es: ¿qué tipo de condiciones se tienen que generar en una vida, la vida de una persona, para que esa persona pueda usar la escritura como herramienta de la imaginación, de la subversión, del pensamiento libre? Si doy clases de escritura, es porque estoy segura de que esto puede ser así, aunque no estoy segura, aún tras una década de enseñanza, de cómo se hace exactamente. No me cabe duda que de entre el más de medio millón de menores indocumentados que ha llegado a Estados Unidos desde el año 2014, el año en que se declaró la crisis, hay futuros adultos que escribirán sobre estos años oscuros. Habrá novelistas, comediantes, músicos, poetas. En todas las diásporas los hay, las hay. ¿Pero cómo asegurarse de que esa generación tenga acceso a las mejores condiciones posibles –internas y externas– para contar eventualmente su versión de la historia. ¿Generar un archivo y custodiarlo? ¿Asegurar que no se pierda información, que no se borren nombres, que no se olviden los detalles? ¿Escribir qué clase de cosas que atestigüen, documenten, digan? No lo sé.
En la última sesión que di del taller, le pedí a las estudiantes que escribieran cinco frases comenzando con “a veces.” No recuerdo las frases que escribieron con exactitud. Eran frases diversas, unas emotivas, otras desparpajadas, como
A veces extraño a mamá.
A veces no quiero hablar.
A veces recuerdo mi casa.
A veces sí, a veces no.
Pero hay una frase que nunca he olvidado, que me sigue atormentando pero también emocionando. La escribió Terremoto, con letra chica y bonita:
A veces estoy triste, y a través de triste estoy feliz.
*Valeria Luiselli es autora de los libros de ensayo “Papeles falsos” (2010), “Los niños perdidos” (2016) y de las novelas “Los ingrávidos” (2011), “La historia de mis dientes” (2013), que han sido traducidos a múltiples idiomas y aclamados internacionalmente. Ha colaborado en publicaciones como “The New York Times”, “Granta”, “McSweeney’s” y “Letras Libres”.
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