La lengua que perdimos

Hoy en día, cerca del 70 por ciento de los hablantes de maya son adultos. Si esta tendencia continúa, la lengua de mis bisabuelos podría desaparecer en menos de 100 años. Los abuelos mayas dicen que un pueblo que pierde su lengua ya no existe. 

Jazmina Barrera     abril 7, 2024

Última actualización: abril 7, 2024 2:32 pm

Estoy aprendiendo maya yucateco, maaya t’aan. Me cuesta menos trabajo que el alemán que mi padrastro intentó enseñarme hace algunos años, sin éxito (lo único que aprendí a decir es Ach scheisse du bist wieder da (que sería algo así como “ay, dolor, ya me volviste a dar”). El maya tiene 25 vocales, aunque todas son variantes de las mismas vocales del castellano, sólo que más largas, con acento o suspendidas. Esas son las que me cuestan más trabajo, a las que llaman “glotalizadas”. Por ejemplo, la u glotalizada sería u’, la vocal rearticulada sería u’u. tierra, en maya, se dice lu’um.

Dicen los mayas que la comunidad, está hecha de tres piedras: La cultura, el habla y cada persona: estas son las piedras sostienen el fogón. En mi familia, hace tres generaciones que perdimos la tercera piedra: la lengua. Nuestra historia es la de millones de familias en México y en el mundo. Se estima que el 90 por ciento de los idiomas del planeta, el 90 por ciento de los sistemas de pensamiento, en su gran mayoría indígenas, podría extinguirse antes que termine este siglo. El etnocidio, la presión social y del estado son las principales causas de esta pérdida incalculable. 

La mía es la historia de millones de personas, pero cada historia es singular y la de mi familia lo es, porque mi bisabuelo era un lingüista. Alfredo Barrera Vásquez se dedicó en cuerpo y alma a difundir la cultura y la lengua mayas. Nació Maxcanú, un pueblo en el estado de Yucatán. Desde niño fue bilingüe, hablante de maya yucateco y de español. Fue maestro de maya, tradujo códices, dirigió museos, escribió artículos y fundó el Centro de Estudios Mayas. Además trabajó un buen tiempo promoviendo la alfabetización en Yucatán y en el mundo. Cuando dirigía el Instituto de Alabetización en Lenguas Indígenas en México, elaboró unas cartillas para enseñar a leer y escribir en las lenguas: maya de Yucatán, otomí de Hidalgo, náhuatl de Morelos y de Puebla, y tarasco de Michoacán. El final de su vida lo dedicó a dirigir la escritura de un diccionario maya-español. ¿Cómo demonios alguien así no le enseña a sus hijos maya? ¿Cómo no sacó sus cartillas, los programas de sus cursos y se sentó con sus hijos y sus nietos a enseñarles?

Tengo muchas dudas y muy pocas respuestas. Mi bisabuelo era sólo un poquito más mujeriego que el promedio de su época. Tuvo muchas novias y muchas esposas, pasó poco tiempo con sus hijos y vivió lejos de ellos muchos años. Mi bisabuela y sus hermanas, que también eran mayas, vivían en una ciudad donde la presión social por hablar español debió de haber sido enorme. Probablemente pensaron que hablar con sus hijos en español en casa era lo más práctico y lo mejor para ellos. Pero la culpa no es sólo de mi bisabuelo, es principalmente, por supuesto, del Estado. En la escuela donde estudió mi abuelo, en Mérida, le prohibían a los alumnos hablar maya, y en las escuelas donde estudiamos mi padre y yo, se entiende por bilingüismo, como dice Yásnaya Aguilar, sólo el español-inglés. Si en esas escuelas nos enseñaran lenguas indígenas, si se fomentara la transmisión y se respetaran los derechos lingüísticos de las personas, quizás yo ahora hablaría maya y náhuatl, y este sería un país muy distinto.

Hoy en día, cerca del 70 por ciento de los hablantes de maya son adultos. Si esta tendencia continúa, la lengua de mis bisabuelos podría desaparecer en menos de 100 años. Los abuelos mayas dicen que un pueblo que pierde su lengua ya no existe. 

Los mayas tienen un ritual para la llegada al mundo de nuevos humanos al que llaman el Jéets’ méek’. Para asegurar que el bebé va a ser un digno caminante de sus tierras, lo cargan y le dan nueve vueltas a una mesa (nueve es un número sagrado) y le presentan distintos objetos; por ejemplo, una computadora para que la bebé sea estudiosa o un instrumento para que el bebé sea buen músico. También le dan a probar tres comidas: huevo, pepita y maíz tostado y molido con miel. 

La palabra Je’, huevo, significa también abrir. Cuando se lo dan a un bebé le dicen: Uti’al u jebe’ a naat’ esto es para que tu pensamiento se abra. 

Se le da también el K’áaj, maíz tostado y molido con miel, porque K’áaj puede significar recordar y también amargo. U ti’ala k’aajsik a wiik’, le dicen: esto es para que recuerdes tu pasado.

La pepita, Tóop’, que significa también “brotar” se abre en la boca a los bebés, y se dice: uti’al u tóop’o’ a t’aan: esto es para que brote tu habla.

Mi maestra de maya, por zoom, se llama Seydi. Di con ella porque puso un anuncio en Twitter promocionando sus clases. Seydi estudia lingüística y vive en Felipe Carrillo Puerto. Tiene 23 años. Es la primera vez que tengo una maestra más chica que yo y, en este caso, tiene sentido, porque Seydi me dice que son las generaciones jóvenes, con ayuda de las más viejas, las que están recuperando la lengua. En un mundo más justo, el maya me lo tendrían que haber enseñado mi padre o mi abuelo, pero somos los eslabones perdidos y la generación de Seydi nos está ayudando a que brote nuestra habla, a que recordemos nuestro pasado, a que se abra nuestro pensamiento.

Si el maya yucateco tiene 795,499 hablantes (según el censo de 2020), y yo lo aprendo, con suerte en un par de años serán al menos 795,500 hablantes. Eso si nadie se muere en ese tiempo, cosa muy poco probable. Pero no es por eso que estoy aprendiendo maya. Ni siquiera es por mi bisabuelo, porque de mi bisabuelo hay muchos documentos, hay fotos, libros, entrevistas y hasta páginas de wikipedia. De mi bisabuela, en cambio, como de tantas mujeres en la historia, casi no queda huella.

Rita Marín Rodríguez, provenía de una población maya a las afueras de Mérida. Era de una familia mucho más pobre que la de mi bisabuelo. Alcancé a conocerla en mi primera infancia —murió cuando yo tenía dos años— y tengo un solo recuerdo suyo, un día que me regaló un muñeco tejido con estambres sintéticos, una especie de Pinocho, con sombrero azul, la nariz puntiaguda, un pájaro en el hombro y un ratón pegado al pie. Mi bisabuela tenía más de noventa años entonces. Mis tías hablaban por ella y decían lo contenta que estaba de verme. Recuerdo su mirada intensa, pero no recuerdo una sola palabra suya, un solo sonido. Creo que no me dijo nada.

Si le hubiera hablado en maya, ¿me habría respondido?

Cuando crecí, mi madre regaló el muñeco junto con otros juguetes míos. Yo me enojé, pero era demasiado tarde para recuperarlo. 

Cuando pienso en la lengua que perdió mi familia me vuelve ese recuerdo de mi bisabuela en silencio, su rostro o mi recuerdo inventado de su rostro en silencio. De sus gustos, sus quehaceres, su crianza, sus costumbres y pensamientos no sé nada. Estoy aprendiendo maya para ver si puedo recuperar algo de todo eso que no me pudo contar. Por lo menos su lengua. Táan in kanik maaya túumen tak in k’aajoltik le tsikbalo’ob ma’ beychaj u tsikbaltikten.

*Jazmina Barrera (Ciudad de México, 1988) es autora de “Cuerpo extraño”, “Cuaderno de faros”, “Línea negra”, “Los nombres de los animales” y “Punto de cruz”. Su primer libro de ensayos ganó el Premio Latin American Voices 2013. Sus obras han sido traducidas al inglés, italiano, neerlandés, portugués y francés.

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