Aniversario de Miguel Ángel Asturias

Mucho le habrá pesado volver y adaptarse a las ocupaciones menores de aldea, enseñando literatura, chupando en las cantinas, mordiéndose los labios con remordimiento, sintiéndose expulsado del Paraíso.

Méndez Vides

abril 28, 2024 - Actualizado abril 27, 2024
El escritor guatemalteco Miguel Angel Asturias, Premio Nobel de Literatura en 1967, lee su libro ""El señor presidente"". EFE/Archivo

El próximo 9 de junio, se conmemoran los 50 años desde el fallecimiento de nuestro escritor más importante desde la Independencia, Miguel Ángel Asturias, quien falleció en Madrid en el año de 1974. Su cuerpo fue conducido al cementerio Père Lachaise de París, donde reposa, lejos de Guatemala, junto a los autores que tanto admiró. Ahí también reposan los restos de Enrique Gómez Carrillo.   ¿Fue su deseo quedar por vanidad junto a los más grandes del mundo o permanecer alejado con rencor del país que amó, encarnó, eternizó y sufrió?   Lo indubitable es que Asturias escribió una novela singular, mágica y asombrosa, única, irrepetible: El Señor Presidente.

La novela se empezó a formar en la mente del autor en sus años de estudiante en Guatemala, y continuó en París durante su estadía entre 1924 y 1933, una década fundamental para escribir su gran obra y publicar las Leyendas de Guatemala.   A su regreso, fue profesor de literatura en la Escuela de Derecho de la San Carlos, y puso un noticiero radial. Aprendió a sobrevivir con su obra cumbre a cuestas.  Dice la leyenda que mantuvo escondido el original mecanografiado en un agujero de la pared, como quien esconde un tesoro, temeroso de cateos o situaciones similares.   No fue sino hasta 1946, hace casi 80 años, que la novela se publicó a cuenta propia, con un préstamo de un pariente que en realidad fue su madre, cuando tenía 47 años. La recepción en México fue nula, salvo por comentarios críticos de guatemaltecos que la calificaron de novela costumbrista.

El destape posterior en Argentina y el mundo hasta el Premio Nobel fue un salto poderoso, aunque tardío, porque su tiempo virtual había pasado y ya venía el tsunami del realismo mágico, del cual es un precursor y cuyos nuevos representantes lo atacaron sin piedad, desencadenando una serie de experiencias que le dolieron mucho y lo atormentaron en su etapa final.

El caso es tan dramático que ha generado obras intuitivas de ficción a partir de su historia, como la novela Hombres de papel de Oswaldo Salazar, imaginativa y extraordinaria que inventa un trato mefistofélico del autor sin reconocimiento, que tras aceptar un pacto salta a la fama, y luego deberá pagar las consecuencias.

Asturias vivió en París en los años veinte, la urbe más viva del planeta en aquellos años de posguerra, donde asistió a las tertulias de la época. Vivió la bohemia al lado de figuras como Unamuno, Vallejo, Bretón, Joyce, Picasso, Dalí, Gómez de la Serna y los autores de la Generación Perdida.   Su mayor descubrimiento fue el surrealismo, una corriente innovadora que para él era normal, de sueño y magia.  Asturias se dedicó a reinventar su patria, pegado a la idea tremenda del maladrón, la Semana Santa y el embrujo.

El Señor Presidente regresó de París tecleado a máquina, en el equipaje, cuando sus padres le cortaron el hilo al barrilete, pero fue suficiente la temporada para crear una obra excepcional.

Mucho le habrá pesado volver y adaptarse a las ocupaciones menores de aldea, enseñando literatura, chupando en las cantinas, usando la túnica de cucurucho para Semana Santa, mordiéndose los labios con remordimiento, sintiéndose expulsado del Paraíso.

Aquí no fue aclamado ni querido, se le excluyó de los círculos intelectuales donde otros declamaban poemas de Darío y Juan de Dios Pesa en veladas de corbata y seda.   Pero en su clausura existencial continuó la proeza solitaria y llevó a cuestas el matate con su obra ya concluida por 14 años.  Una copia de aquella edición príncipe, de Costa Amic, ocupa un lugar privilegiado en mi biblioteca, junto a otras múltiples ediciones.

Miguel Ángel Asturias nos inventó como país, y su novela es un espejo que continúa tan fresca y admirable como nuestra identidad, difícil y complicada, dividida, oscura y profunda, tal y como son las tinieblas y el firmamento.

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