Apenas anoche, después de la comida navideña que decidimos tener en su casa para acompañarlo, subimos a su habitación todos los nietos, que por primera vez en diez años nos juntábamos en la ciudad de México, en su vieja y elegante casa. Decidimos cantarle en coro; mi hermano Édgar nos acompañaba con la guitarra. Cada vez que terminábamos una canción, con mucha dificultad levantaba su mano derecha y girando el dedo índice nos decía: “Otra, otra y otra”. Así, le cantamos y bailamos un buen rato, hasta que exhausto nos dijo que ya era hora de que fuéramos a cenar.
Lo saludamos –“buenas noches, abuelo”–, sin saber que nos estábamos despidiendo de él en esta vida. Hoy temprano que desperté mi hermana Adri me dijo: “Chiquis, murió el abuelo”, y no le atiné en ese momento. Le respondí: “Ahora me levanto Chiquis y vamos a visitar al abuelo, pues en eso quedamos anoche”. Hasta después me cayó el veinte. El abuelo se convirtió hoy en una estrella, como hace catorce años mi abuela Emma –esposa de mi abuelo William—, como el abuelo Augusto hace doce años –papá de mi papá– y como hace casi tres años mi abuela Marina –mamá de mi papá, también.
En mi primer libro, Recuerdos del corazón, que fue mi trabajo de graduación del Bach este año, conté una anécdota que viví con mi abuelo cuando aún estaba sano y nos visitaba en Guatemala. Una mañana salimos de casa a pasear con Sándor y Lennon, nuestros perros. Al regresar nos perdimos. Entonces le dije a Sándor –un viszla auténtico– que buscara el camino y salió como bala, pero la correa se atoró entre las piernas del abuelo y este cayó al suelo cuan largo es. A ambos nos entró un ataque de risa que, yo, hasta me estaba haciendo pipí de tanta carcajada, viendo a aquel señorón, viejo pero grandote, de más de 1.90 de estatura, tendido sobre la banqueta y Sándor queriendo avanzar como si fuese reno de Santa Claus, sin poder avanzar un solo centímetro. Esa imagen nos quedó grabada y la recordábamos con el abuelo cada vez que nos veíamos.
Dentro de una hora saldré con mis hermanos a la funeraria. Me he trajeado de luto muy elegante. Me puse un chaleco de lana que pensaba estrenar en enero, cuando empiece mi universidad para chicos Down. Colgué en mi chaleco un pin del Sr. Miyagi –regalo navideño de Claudita, gran amiga de mi Chiquis— para recordarme que aún en estos momentos de tanta tristeza debo guardar el equilibrio. Mañana en el sepelio pronunciaré unas palabras en homenaje a este gran hombre, Alma Grande, que es mi abuelo William. Amén.
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