Regresar al 29 de julio de 2022, el día en que la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI) de Rafael Curruchiche allanó aparatosamente la casa de José Rubén Zamora y las oficinas de elPeriódico, me sigue causando un cierto escozor.
Todo lo que vino después fue el derrumbe: el encarcelamiento de José Rubén, las acusaciones espurias, la persecución de varios de mis compañeros de trabajo, el cierre de un medio que había sido definitivo para la construcción de la democracia, el acoso constante contra el ejercicio del periodismo, la diáspora, el exilio…
Me cuesta escribir sobre ello, porque en el fondo hay mucha tristeza. Desolación por un país abatido, por la necedad y la urgencia de mucha gente por regresar a un oscuro pasado de dictaduras y exterminios, por el pavoroso saqueo de las instituciones, por los empecinados ataques contra la libre circulación de las informaciones y las ideas…
El objetivo principal siempre ha sido quebrar la democracia o más bien secuestrar las libertades civiles inherentes a ella, tener a la ciudadanía bajo un férreo control: vigilar, manipular, gobernar sus manifestaciones, sus deseos, sus disposiciones, sus actos, aún los más íntimos, criminalizar sus discrepancias y sus disentimientos…
Todo ese entusiasmo que respiré a principios de este milenio, por un país que le decía adiós a las armas y se empeñaba por caminar hacia un futuro más prometedor, más justo, más humano, más libre; ese entusiasmo que me empeciné en sostener a pesar de los embates de la realidad, pues lo reconozcamos o no, todos ansiamos tener una patria de la cual enorgullecernos, se me venía al suelo al ver a José Rubén en medio de un montón de policías, esposado y señalado por denunciar un aparato corroído por la corrupción y el crimen.
Hace dos años, más de 730 días, que José Rubén Zamora guarda prisión por una serie de acusaciones que no han podido sostenerse. Ha sido sometido a una serie de vejámenes y arbitrariedades propios de los sistemas totalitarios. Se le ha impedido defenderse de manera justa y su proceso ha sido dilatado de las formas más absurdas con el fin de mantenerlo en el encierro. Su celda es una bartolina diminuta en el sector de aislamiento, que durante muchos meses estuvo infectada de chinches, y aún si el gobierno de Arévalo ha cambiado significativamente las condiciones higiénicas y físicas de la misma, esta continúa siendo una cárcel, el castigo ejemplar que el entramado de la corrupción otorga a aquellos que pretenden desafiarlos. Su dignidad se mantiene intacta, sin embargo, y esto es lo que más molesta a quienes preferirían verlo hundido en la desesperación y en la deshonra. Amnistía Internacional lo reconoce como un preso de conciencia y considera que su encarcelamiento es un ataque directo a la libertad de expresión y a los derechos de los guatemaltecos.
Necesitamos su libertad, porque es también la nuestra.
“Nada podrá contra la vida. Y nada podrá contra la vida, porque nada pudo jamás contra la vida”, dejó escrito Otto René Castillo. No hay que olvidarlo.
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