Llegué a la rue Grenetta en algún momento indeterminado de 1982. Yo tenía algún tiempo de deambular por París y alguien me habló de Luis Eduardo Rivera y Raúl de la Horra: “Son escritores, buena gente, medio anarquistas y viven cerca de la calle de las putas”, me dijeron.
El apartamento quedaba en un altillo casi sacado de alguna película de Jean Renoir. Busqué a Luis para pedirle si quería colaborar en una antología de poesía “comprometida” que un colectivo de solidaridad con Guatemala me había encargado. Llegué como a las dos de la tarde y me abrió la puerta un tipo grandote con cara de acabarse de levantar. Era Rivera. “Vos sos de La Antigua”, me preguntó de entrada. “Sí”, le contesté, como con pena. “Yo también”, me dijo. Y entonces caímos en que nos habíamos conocido hacía muchos años, justo en una coronación de una reina del INSOL, en donde yo había sido paje y él caballero de una de las damas de compañía.
Ese fue mi pase de entrada a ese espacio que con los años se fue volviendo legendario y que ha servido de escenario a no pocos escritos, historias, anécdotas y chismes de la literatura guatemalteca del exilio ochentero. Un lugar en donde circularon una cantidad considerable de libros, discos, ideas, pasiones, cigarrillos negros y botellas de vino. Me acuerdo haber sostenido ahí las discusiones más acaloradas e intensas que he tenido en mi vida. En realidad sobre todo: desde romanticismo alemán hasta los extraños hábitos de la vecina de piso, pasando por las películas de Woody Allen, la mejor manera de abordar estudiantes solitarias en los restaurantes universitarios, y las razones que tuvo Van Gogh para cortarse una oreja.
En fin, de repente, todos nos fuimos marchando y parece que alguien compró el edificio y lo convirtió en un lugar elegante.
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Maté muchas de las horas de mi exilio parisino en el bar de Madame Janine, un antro sin ningún atractivo especial ubicado en el Bulevar Sebastopol. Ahí nos refugiábamos de la lluvia y el frío una serie de desarrapados de orígenes diversos, que habíamos encontrado el lugar ideal para vivir nuestro desarraigo. Latinoamericanos pobres, húngaros indigentes, franceses miserables, portugueses en busca de fortuna, escritores sin talento, putas arrepentidas, profesores de secundaria caídos en el alcohol y la desgracia…
En fin, todos ahí, intercambiando historias y fracasos, mientras bebíamos vino barato y cerveza ordinaria. Protegernos y animarnos era una especie de apostolado para Madame Janine. Nos fiaba bebidas y cigarros, nos preparaba sándwiches de jamón cuando nos presentía hambrientos y nos contaba la historia de sus vidas pasadas, porque, según ella, había tenido varias: enfermera durante la II Guerra, cabaretera en Marruecos, misionera protestante en Venezuela, bracera en Estados Unidos, vendedora de perfumes en Egipto… y así una serie de trabajos de mierda que ella “glamourizaba” para hacernos la noche soportable.
La mayor atracción de su bar era la rockola, en donde había colocado, nos decía, el más querido de sus tesoros: una extraña colección de discos que mezclaban músicas totalmente insólitas, canciones que había ido recopilando en sus innumerables andanzas. Siempre me pareció curioso que su preferida fuera Bala perdida de Antonio Aguilar. “Es que yo conocí al hombre cuando andaba de gira por Colombia”, me contó.
¿Quién era realmente Madame Janine? ¿Qué la hacía inventarse noche a noche las historias más extravagantes para solidarizarse con nuestro infortunio personal? Un día nos anunció, sin mucha tristeza, que tenía que cerrar el bar. “Con ustedes las cosas no caminan, así que a joder a otra parte”, dijo y jamás la volvimos a ver.
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