Grabado de Arturo García Bustos
Hace ochenta años, Guatemala se sacudió el polvo de siglos. Era el inicio de una Revolución, una de esas con R mayúscula. En su esencia, la Revolución de Octubre de 1944 fue una utopía encarnada, un esfuerzo febril por darle un nuevo rostro a un país ahogado en la opresión. Pero, ochenta años después, el panorama social y político invita a una pregunta ineludible: ¿cuál es el legado real de esa Revolución? Para responder, necesitamos una lente compleja, una mirada que trascienda la nostalgia y nos permita ver las raíces profundas de una estructura que apenas ha cambiado.
Las revoluciones no logran transformar realmente una sociedad si solo cambian la superficie, las figuras en el poder, mientras las estructuras profundas permanecen intactas. Guatemala, a menudo, es una ilustración dolorosa de esta premisa. Sí, se derrumbaron las fachadas de un sistema oligárquico y surgieron voces nuevas, pero las estructuras de dominación —cultural, económica y simbólica— siguen moldeando nuestra vida cotidiana, manteniendo a la mayoría en el margen. La educación, la justicia y la representación política siguen siendo accesibles, principalmente, para quienes pueden codificar y descifrar las reglas de juego no declaradas.
Quizás ahí Frantz Fanon nos ayude a comprender cómo las huellas de ese pasado no solo persisten, sino que se enraízan con cada generación que viene. La estructura socioeconómica y racial de Guatemala ha permanecido colonizada por la lógica de la exclusión. El campesino, el indígena, el obrero urbano: siguen siendo sujetos de un sistema que los margina y que utiliza su imagen solo para narrativas heroicas del pasado, sin dejarles un lugar de poder en el presente. Ochenta años después, las desigualdades se han sofisticado, pero no desaparecido. En un país donde lo indígena sigue siendo subalterno, la verdadera liberación está incompleta.
Houria Bouteldja, tan incisiva como comprometida, nos ofrece una crítica radical desde la perspectiva del “rencor” de los excluidos, un rencor legítimo y justificado. Guatemala es un país de resentimientos ocultos, de heridas que se maquillan con discursos de reconciliación que nunca llegan a las raíces. Bouteldja, que observa la relación colonial y poscolonial con una perspectiva desde el sur global, nos habla de una lealtad profunda con los propios, con la comunidad y con las tradiciones que no necesitan la validación del Estado, ni mucho menos de la élite. En Guatemala, la herencia revolucionaria está cargada de ese rencor, un sentimiento acumulado entre quienes vieron las promesas rotas y sus esperanzas traicionadas. Bouteldja diría que el resentimiento no es el problema: el problema es no escuchar su mensaje.
A través de Guzmán-Böckler, entendemos que la Revolución de 1944 tenía que haber sido, antes que cualquier cosa, un reconocimiento de las identidades indígenas y populares. Pero el Estado, secuestrado por los intereses de una minoría, sigue definiendo lo nacional en términos de conveniencia y homogeneización forzada, invisibilizando a las mayorías.
Ochenta años después, la Revolución de Octubre es un espectro que vaga entre nosotros. No se trata de descalificarla ni de romantizarla, sino de aceptar su naturaleza incompleta. Fanon, Bouteldja y Guzmán-Böckler nos recuerdan que los cambios verdaderos no solo se legislan ni se celebran; se sostienen y se profundizan. Hoy, la herencia revolucionaria está en los barrios populares, en las comunidades indígenas, en el campesinado, en todas las personas que siguen luchando para que la promesa de octubre se cumpla. El desafío es claro: honrar la historia significa cuestionarla, incomodarla y, en última instancia, terminar la obra que nunca fue completada.
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