En los últimos años, los lectores empezaron a extrañar el atrevimiento de los autores que, medio siglo atrás, sorprendieron al mundo y crearon una nueva influencia literaria latinoamericana. En las entrevistas dadas en España por el lanzamiento de su nueva novela El futuro futuro, veinte años después de su famosa Política, Adam Thirlwell revela su particular devoción por Alejo Carpentier, Ricardo Piglia, Antonio de Benedetto, que le enseñaron a narrar diferente, así como al chileno Alejandro Zambra, que narra muy sabroso, pero agota con su supeditación a las fórmulas casi impuestas de la temática del medio ambiente, de género y colonialismo. Ellos y otros autores como Julio Ramón Ribeyro y Manuel Puig se están distribuyendo y releyendo, no como novedades ni por nostalgia, sino porque los lectores actuales, agotados quizá, demandan originalidad, atrevimiento, literatura.
Ahora se empieza a reconocer la obra del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), que vivió en silencio e ignorado, y que murió cuando apenas se internacionalizaba tardíamente, gracias a la concesión del Premio Juan Rulfo (que ya no se llama así por tonterías extra literarias) y a la publicación de los nueve libros que escribió y fechó a partir de la primera línea de Los gallinazos sin plumas: “A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas”.
Escribió nueve libros de cuentos en 40 años, y una serie de obras que aparecieron póstumamente, como La tentación del fracaso, Prosas apátridas, La palabra del mudo, como ejemplo de resistencia y paciencia, mientras sus amigos Brice Echenique y Vargas Llosa eran autores consagrados, con quienes compartió la peruanidad en el París de los años sesenta.
Viajó a Madrid con una beca de periodismo, y al terminar se movió a París, donde no prosiguió sus estudios. Dedicado a realizar todo tipo de trabajos de sobrevivencia mientras escribía sin tregua, y bendecido por una beca de escritor en Alemania, de donde surgió su novela Crónica de San Gabriel, que le dio un premio en la patria, pero que no significó el impulso deseado. Perseveró, sin rendirse a modas, en su narrativa breve y limpia, siendo seducido por temas que le carcomían el alma, como el deterioro humano.
Estuvo cinco años en Europa y retornó al Perú, para trabajar como docente en la Universidad en Ayacucho, donde aguantó tres años y volvió a las andadas. Se perdió en París con aguacero para producir obra tras obra sin éxito.
Su obra es generosa y su reconocimiento tardío, una prueba de que la buena literatura sobrevive al tiempo.
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