Hamlet o el “deber” de la venganza

El acto de venganza que Hamlet se propuso llevar a cabo, no solo nace del deseo que siente de liberarse del dolor, sino también del hecho de considerarlo un acto justo: la de castigar con todo derecho, a quien no solo le quitó violentamente la vida a su padre sino, además, lo despojó de su poder.

Camilo García Giraldo     septiembre 1, 2024

Última actualización: agosto 31, 2024 3:32 pm

Shakespeare en su gran tragedia Hamlet nos relata que el rey de Dinamarca fue asesinado por su hermano Claudio para apoderarse de su trono poniéndole veneno en la oreja mientras dormía. Después de muerto, se le presenta a su hijo, el príncipe Hamlet, en forma de fantasma para contarle lo ocurrido y pedirle que vengue su muerte asesinando a su asesino y usurpador de su poder. Hamlet duda al principio de que se trate de un episodio real, de que efectivamente ese fantasma que se le aparece sea su padre narrándole la verdad de su muerte; pero después de que Claudio se inquieta al presenciar una obra de teatro que abandona abruptamente, en la que se escenifica un acontecimiento similar, se convence de la veracidad de las palabras del fantasma su padre. Por eso, después de meditarlo y sopesarlo profundamente en un monólogo que pronuncia estando aparentemente solo –texto clásico de la literatura universal- decide cumplir la voluntad de su padre.

“Ser o no ser, ésa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darles fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?… Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir… y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar qué sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos”.

Los únicos que pueden tolerar y aguantar el inmenso e intenso dolor que les produce el asesinato de un ser querido y de no obrar contra quien lo hizo, son los que creen en el castigo que recibirán después de su muerte, en el más allá, por haber desobedecido el mandato de no matar, que Dios dio a los hombres a través de Moisés en el Decálogo. Pero para un hombre que no cree en la existencia de ese más allá, que está convencido de que después de su muerte no existe nada, que su muerte física será total y definitiva, el temor a ese castigo no existe. De ahí que Hamlet se sienta libre y autorizado para liberase de ese intenso dolor que siente, decidiendo matar al asesino de su padre. Dostoievsky casi tres siglos después, influido por esta convicción de Hamlet escribió por medio de Iván Karamazov, uno de los personajes principales de su gran novela Los hermanos Karamazov, que “si Dios no existiera, todo estaría permitido”. Pues si Dios no existiera o si los hombres negaran su presencia desaparecería de sus vidas el único ser que tiene el poder moral, superior y trascendente, de prohibirles realizar el mal con sus actos, de matar a sus semejantes.  

Sin embargo, el hecho de que algunos seres humanos no acepten la existencia de Dios, no los autoriza o les permite obrar mal contra sus semejantes, matarlos, porque existen en la realidad social en la que viven determinadas normas morales que precisamente les prohíben realizar estos actos. Normas morales que se han dado o que han aprendido desde pequeños y que han aceptado cumplir para convivir en sociedad; normas que, por lo tanto, tienen plena validez independientemente de que crean o no que Dios se las ha dado y transmitido.  Por esa razón esta convicción de Hamlet, que después Dostoievsky convirtió en una especie de axioma, es una convicción que carece de fundamento normativo.  

Ahora bien, este acto de venganza que Hamlet se propuso llevar a cabo, y finalmente realizó, no solo nace del deseo poderoso que siente de liberarse de este dolor sino también del hecho de considerarlo un acto justo por una razón adicional: la de castigar con todo derecho a quien no solo le quitó violentamente la vida a su padre sino, además, lo despojó de esta manera de su poder. Dos faltas graves e imperdonables que cometió, que merecen con toda justicia ser castigadas con su muerte. Así este acto viole el mandato moral de Dios de no matar, esto no es impedimento para realizarlo por quien, como Hamlet, no solo no cree en la existencia del más allá, en la existencia de Dios, sino también considera que las justas razones que presiden su propósito de venganza están por encima de este mandato normativo.

Eugène Delacroix, Hamlet y Horacio

Sin embargo, este drama de Shakespeare nos muestra también que, más allá de su pretendida justicia, este acto de venganza de Hamlet, como todo acto de venganza, le abre el gran riesgo de morir asesinado por algún familiar o ser querido de su víctima, es decir, lo expone a convertirse en una nueva víctima de un acto de venganza. Pues quien le quita la vida al que ha matado a un ser querido, queda expuesto ineluctablemente a morir asesinado a manos de un ser querido o familiar de su víctima. Esta es una ley casi inexorable de la propia vida humana que Shakespeare expone dramáticamente en esta gran obra de teatro. Y como al final Hamlet, instantes después de cumplir su propósito vengativo, muere al ser herido por Laertes con su espada envenenada, este riesgo de morir violentamente que provocó su decisión de vengarse, se consumó. Si bien es cierto que Laertes no era familiar de Claudio, el rey asesino y usurpador, fue quien cumplió su voluntad de matarlo para liberarse del riesgo de morir asesinado por él, para evitar sufrir ese riesgo que el mismo había creado en el momento en que mató al rey padre de Hamlet. Y aunque Claudio no se salvó de morir a manos de Hamlet, logró a través de Laertes que éste también muriera pocos minutos después.  

James Joyce en el capítulo noveno de su gran libro Ulises, que titula Escila y Caribdis, compara a Odiseo con Hamlet. Pues Odiseo para continuar su viaje de regreso a Ítaca desde la isla de Circe, tiene que elegir entre dos opciones o dilemas igualmente perjudiciales y mortales. La de aferrarse a la roca de Escila, un monstruo de seis cabezas, cada una de las cuales se llevará a los seis hombres que le acompañan en su barco, o acercarse a Caribdis, una criatura que regularmente sorbe el mar y vuelve a escupirlo; creando remolinos que destrozan los barcos. En la primera opción el barco pasara, al precio del sacrificio de seis vidas; en el segundo caso todos pueden salvarse, pero lo más probable es que todos perezcan ahogados en el mar al perder su embarcación. El racional y calculador de Odiseo elige la primera opción, y logra pasar y salvarse, pero al precio de la muerte de sus seis compañeros que sucumben devorados por el monstruo. 

Hamlet tiene ante sí dos opciones semejantes, igualmente perjudiciales y riesgosas, a las que tuvo Odiseo. O bien, cumple el mandato de su padre-fantasma muerto, de matar a quien los mató para vengarlo. Y correr así el riesgo de perder su propia vida en el empeño, como en efecto ocurrió. O la de desobedecer la voluntad de su padre para evitar este riesgo mortal. Pero al no cumplirla, cometería una falta muy grave contra su padre y contra sí mismo; una falta que lo negaría como hijo y ser humano valioso. Situación que lo conduciría a otra muerte, a la muerte de su alma.   

Por eso al final de este drama profundo queda la pregunta esencial: ¿Vale la pena para un ser humano exponer su propia vida para vengar con violencia el asesinato de un ser querido? ¿Vale la pena correr el riesgo de morir para matar a alguien que ha matado sin justa razón a un ser querido? Preguntas que se resumen en una más esencial: ¿Vale la pena matarse a sí mismo, es decir, despojarse del manto moral que le da su condición humana, matando al que mató a un familiar o ser querido? Preguntas que todos los hombres se han planteado con tensión y angustia cuando viven un hecho semejante al del príncipe Hamlet, y a la que no le encontrarán nunca por sí solos una respuesta unívoca, clara y definitiva porque quedarán invadidos por un sentimiento contradictorio: por una parte, sentirán el impulso o deseo casi natural de vengarse del daño sufrido, de matar a quien mató a su familiar o ser querido; y por otra, sentirán en su interior la presencia del mandato o norma moral que les prohíbe realizar ese acto de venganza. Y en ese momento se encontrarán frente a uno de los dilemas más difíciles de sus existencias que solo podrán resolver si las autoridades judiciales de su sociedad detienen el autor de ese crimen que sufrieron, y después de juzgarlo, lo privan de su libertad el tiempo que justa y racionalmente se merece. Solo así, podrá desaparecer de su interior el deseo de imitar a Hamlet, de obrar como él, porque aceptarán y reconocerán como válido y sobre todo suficiente este castigo que las autoridades le han impuesto por su crimen.

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