“Deseo que te fijes muy bien cómo se prepara el fiambre”, me dijo una tarde destemplada de octubre… “para que cuando yo ya no esté por estos rumbos, lo puedas preparar sin pena”, agregó, con tono de voz indescifrable, entre animada y triste.
Mi cabeza no estaba para pensar en caldillos ni para cortar en rombo la remolacha o lograr la hazaña de crear rositas impecables de unos pequeños rabanitos colorados y tiernos que descansaban en un sopero de orillita verde. Mi deseo era muy simple, llegar viva a la noche para dormir unas cuantas horas seguidas y recargar pilas para el día siguiente. Teníamos tres niñas pequeñas, Ana María y Nina, las mayores, quienes se entretenían haciendo carreritas en el pequeño corredor de piso rojo de la casa del Centro, mientras yo cargaba en brazos a mi tercera, María Inés, de seis meses, dándole vueltas y brinquitos en el comedor donde estaba instalada la estación del fiambre.
Mi madre era la hacedora fiambrera, la maestra en cocina casera y en lograr la perfecta sazón de las ensaladas y carnes, especialmente el pavo, el cual rellenaba con un picadillo de carne de cerdo dulzón, sazonado con pasas y una copita de vino jerez amontillado que a mí, a pesar del tiempo y la distancia, me sigue sabiendo a gloria.
Era una mujer menudita y de baja estatura, con gran fortaleza de espíritu. Se llamaba Ana María y le decían María o Mariíta, y, a pesar de sus años, conservaba el brillo juvenil en sus ojos color tepocate, los que le hacían juego con el delantal color turquesa.
La recuerdo perfectamente, su delantal decorado con bordado de crucetas, y dos cucharones enormes de madera para la “meneadera” de las verduras y los embutidos del fiambre. En aquellos días, su vida estaba amarrada a una larga tripa de plástico transparente que terminaba a un tambo de oxígeno que debía de usar a toda hora, necesario para mitigar un enfisema pulmonar derivado de una vida llena de humo de cigarrillos.
“Pon atención, dijo”, con desconfianza de mi talento y habilidades de cocinera, pues en aquellos días mi cabeza daba vueltas en otras latitudes. Ella por su parte, mantenía a esas alturas de su vida la alegría de vivir, el ánimo y esa cualidad tan suya de tratar de hacernos la existencia más llevadera y feliz, a pesar de los pesares y de su reciente viudez.
Esa tarde de aprendiz de fiambrera la llevo muy presente, pues con alegría y paciencia de santa, mi madre me fue dictando la receta, para que la familia conservara en el tiempo el aroma, la receta del caldillo, y la mezcla de embutidos, quesos y verduras. Receta de más de seis generaciones de mujeres arrechas de delantales y paleta en mano que, con mezclas, creaciones y menjurjes, nos legaron este exquisito platillo mestizo, además de su esencia, trabajo y sabiduría femenina.
Etiquetas:Cocina Día de Santos Difuntos Familia Fiambre Historia María Elena Schlesinger Mujeres Portada