Para comenzar quisiera detenerme en el término “escritor”. No existe el escritor o, si se quiere, toda persona que sepa escribir es “escritor”. Se ha visto muchas veces a gente que, no habiendo nunca escrito un libro, ha producido una obra de importancia. Conozco también cantidad de granujas que fabrican sin parar volúmenes que estorban el mercado del libro.
La grandeza de la literatura consiste justamente en que cada quien se sirve del lenguaje y puede expresarse. El escritor no es un profesional. Para escribir hay que tener personalidad y un grado superior de espiritualidad. Encuentro entonces absolutamente ridículo considerar la literatura como una función social que debe ser remunerada. Yo escribo lo que quiero; escribo para mi propio placer; escribo por mi propio riesgo; mi tarea es, por lo tanto, estrictamente privada. Tanto mejor si el público compra mis libros. Tengo entonces el derecho de participar comercialmente en el negocio, pero esta es una circunstancia secundaria que nada tiene que ver con la verdadera literatura, la literatura espiritual. Es por ello por lo que el sistema burocrático de Europa del Este, donde el escritor debe ser una especie de guía, de maestro, de portavoz, es el mejor medio para matar la expresión. Lo repito: la literatura es algo furiosamente espiritualista. El escritor nunca puede garantizar que no sea un estúpido. No es un ser superior sino solamente un ser que quiere ser superior, un candidato a la superioridad. Hay que decir estas cosas de una manera clara y categórica: esto nos libera de cierta trivialidad utilitaria y social que hoy está en camino de paralizar los verdaderos talentos.
En una situación que opone así lo social a lo espiritual, toda tentativa de promover el rol social del escritor está condenada al ridículo. No hay nada más decepcionante, más degradante, más cómico que los congresos de escritores que son en realidad una manera más bien cínica de procurarse hermosos viajes a base de discursos.
Cuando veo a un artista en la calle cambio de acera; el artista debe estar solo. No soporta a los “colegas”, a los “camaradas”, etc. ¿El arte? Es una conversación privada entre dos personas, el que habla y el que recibe la palabra. Nada más, nada menos.
Es por esta razón que la tendencia actual a socializar la literatura, que todas esas recompensas, esos premios, esas funciones públicas, esas condecoraciones, son más perniciosas que valiosas. Los premios concedidos a algunos no sirven más que para falsear los valores. Entre los jurados que, según sus estatutos, deben tomar únicamente en consideración el verdadero valor literario de una obra, se discuten públicamente motivos que nada tienen que ver con el arte. “Hay que darle el premio porque es el turno de Latinoamérica, o porque es pobre o porque está viejo y enfermo”, por tal o tal otra razón. Me gustaría saber lo que pasaría si alguna vez un buen abogado entablara un proceso a un jurado en el que ciertos miembros hubiesen declarado abiertamente que habían concedido su premio por razones políticas, humanitarias o por otras razones que no tuvieran ninguna relación con sus estatutos. Sospecho que esto podría provocar una verdadera catástrofe en cadena, todos los artistas que ha sido víctimas de tales procedimientos, exigirían una compensación por los perjuicios que ello les hubiera ocasionado. Pero el público también podría intentar un proceso: si el premio considerado como la honesta recompensa de un auténtico talento es otorgado en realidad por razones diferentes, esto significaría simplemente que uno ha sido timado.
Yo, por mi parte, sufrí la miseria en Argentina durante 23 años sin indignarme ni pretender nada, puesto que yo mismo había elegido esa suerte; hubiera podido arreglármelas de otra manera. Si me quedé así fue por mi propia cuenta y riesgo, No tenía ningún derecho de exigir a nadie que se entusiasmara por mis obras. Más tarde, en 1963, recibí mi primera recompensa: una invitación de la Fundación Ford para una estancia de un año en Berlín, con una beca de 1,500 dólares al mes. Acepté la invitación ya que no se me ponía ninguna condición y no estaba obligado a escribir una sola línea a cambio. Y, sin embargo, debo confesar que era bastante molesto para mí: éramos una decena de escritores provenientes de todas las partes del mundo y –qué vergüenza- ¡yo estaba agrupado con los “colegas”! Haya sido como haya sido, estoy muy agradecido con la Fundación Ford, ya que pude economizar una pequeña suma que me permitió instalarme en Europa. Mis libros, aunque publicados en pequeños tirajes, comenzaban a ser traducidos a varias lenguas y a procurarme unas entradas suficientes para llevar una vida bastante cómoda en la Costa Azul.
Siempre fui outsider, una persona que siempre rechazó coquetear con los partidos políticos, los grupos, los cenáculos, las embajadas. A decir verdad, no era ciudadano de ningún país, ya que mi condición era la de emigrado. Alguna vez me lo echaron en cara. De ello me siento satisfecho y orgulloso. Considero que todo artista que se respete debe ser, en varios sentidos del término, un emigrado.
Luego de diez años, mis acciones están al alza y debo decir francamente que, ay, es en Inglaterra en donde el ruido de mis obras es menos fuerte y que a veces me sorprendo de los comentarios y críticas de la prensa. Se me ha informado más tarde que confían las críticas de libros a los jóvenes principiantes ¿Es esto cierto? En otros lugares, sobre todo en Europa, mis obras, luego de duros combates –ya que yo no estaba apoyado por ninguno y nadie tenía interés en imponerme al público- se han abierto camino de todos modos. Fue por ese entonces cuando se pronunció mi nombre para el Premio Internacional de Literatura Formentor, en 1965. El premio de 10,000 dólares era concedido por críticos designados por las casas editoriales que formaban el premio. La presidenta del jurado era la señora Mary MacCarthy, y hay que decir que las discusiones forzosamente superficiales en las que se manejaban y confundían decenas de nombres, eran bastante deprimentes. Ser caballo de carreras o vaca lechera seleccionada para recibir una medalla de certamen agropecuario es un poco humillante. Pero me enfadé realmente cuando, para mi gran sorpresa, leí en los diarios la opinión de la señora MacCarthy, que declaraba con toda inocencia no haber podido leer más que el comienzo de mi obra La Pornografía, ya que esta le había aburrido mucho. No leer un libro es, evidentemente, una manera de juzgarlo. Pero encuentro que es de todos modos un poco duro, sobre todo para una presidenta de jurado ¿Cómo sabe ella que mi libro es malo sin haberlo leído? Confieso que esta actitud me pareció incorrecta. En esa ocasión perdí el premio por un voto en favor de Saul Bellow. Así pues, si la señora MacCarthy hubiera leído mi libro como era su deber, habría ganado los 10,000 dólares del premio.
Sin embargo, dos años después, en 1997, mi indignación contra la señora MacCarthy se transformó en reconocimiento y admiración. ¡Efectivamente el premio había sido doblado, y fue gracias a la bienaventurada oposición de esta dama que me convertí en titular de 20,000 dólares en vez de 10,000! La discusión del jurado me procuró aún otra especie de gloria, ya que uno de sus miembros dijo más o menos esto: “Para mí, Gombrowicz es un enigma. Me gustaría conocerlo. Tal vez sea homosexual, impotente, onanista o haga orgías ‘a la polaca’”. Naturalmente esta opinión fue publicada en la prensa y radiodifundida por todas partes, de modo que cuando yo atravesaba la gran Plaza de Venecia, los jóvenes de la ‘Nueva Ola”, sentados en las mesas de las terrazas, comentaban: “¡Ahí va el homosexual impotente que hace orgías!”. Me disculpo por contar esta historia un poco cruda, pero lo hice para demostrar hasta qué punto el tono de la crítica actual se vuelve brutal e irresponsable.
Los premios han estado siempre ligados a otra cosa terriblemente desagradable: la publicidad. No es fácil hacérselo comprender a quien no ha probado nunca el martirio de ser juzgado. Desvalorizado, falseado por los periodistas apresurados a los que tanto aburre leer y que, por lo demás, no leen nunca. Tal crítico te encasilla, te pone une etiqueta, te despoja de toda frescura, de toda verdadera razón de ser. La crítica está ahí para ahogar la delicada personalidad del artista dentro de un magma editorial, dentro de una fabricación, dentro de una producción. La crítica tiene aún otro aspecto desagradable. Si se trata de un artista serio como Chesterton o Conrad, el crítico le es casi siempre inferior, tanto más cuanto éste no puede conocer su universo personal y profundo a través de una lectura superficial. Por otra parte, criticar es juzgar. Y el crítico, forzosamente asume el tono de un juez; incluso un señor Smith cualquiera va a juzgar a Shakespeare como si se hallara realmente situado por encima de éste. La crítica es, entonces, un asunto doblemente desagradable; ahoga al artista en la producción, lo encasilla y, al mismo tiempo, lo juzga desde su estatura sin ningún tipo de derecho real. Y cada artista puede, me parece, presentar una colección de extractos de prensa perfectamente imbéciles.
Ionesco, en una de sus conferencias, presentó un verdadero bouquet, un auténtico prontuario de idioteces, simplemente leyendo, uno después de otro, juicios absolutamente contradictorios de sus obras de teatro.
¿De dónde vienen todos estos inconvenientes? Del hecho de que el artista pertenece al mismo tiempo al mundo del espíritu y al mundo del César, al mundo individual y al mundo colectivo. En nuestros días, el mundo colectivo aplasta al artista. Pero observemos las cosas más de cerca. El único valor verdadero de la literatura es que ella es el medio de expresión del individuo en toda libertad. La literatura no puede aspirar a la gloria de la ciencia, pero sin la literatura no se sabría nunca cuál es la realidad particular del hombre que, para expresarse no necesita más que un lápiz y una hoja de papel.
Para concluir, mencionemos la explotación del artista por las agencias y sobre todo por los traductores de obras de teatro. Cuando yo era ingenuo en esta materia, tenía agentes a los que les cedía el 45% de mis ganancias. Hoy ellos se llevan el 1º o el 20%. Naturalmente, una buena agencia es necesaria para un autor que principia y que quiere ser publicado o puesto en escena. Pero se distingue bastante mal lo que ésta puede hacer por un autor ya reconocido. Resulta difícil creer que es gracias a su influencia, a sus consejos, que un teatro va a comprometerse a representar una obra. Es el valor de una obra la que se impone por sí mismo.
En cuanto a los traductores de teatro, la situación es aún peor, al menos sobre el continente europeo. Para empezar, el traductor de teatro no se llama “traductor”, sino que toma el pomposo nombre de “adaptador”. ¿Y para qué? Para justificar sus ganancias absolutamente desproporcionadas con relación a las de un traductor de prosa. A un traductor de novela, el editor le paga una suma fijada, digamos 500 dólares. Pero al traductor de teatro se le asegura un porcentaje de, digamos, 20 o 30%, muy a menudo de 40 e incluso 50% sobre las del autor, de tal manera que, si la obra marcha bien y reporta por ejemplo una ganancia de 10,000 dólares, el traductor, por un trabajo de tal vez algunas semanas, recibe entre 3000 a 4000 dólares.
Yo trabajé en mi obra Ivonne, Princesa de Borgoña durante más de un año. El mismo tiempo para mis otras obras de teatro. No tenía ninguna garantía de que pudieran ser representadas alguna vez y esperé 30 años para ver en escena mi obra El matrimonio, en un teatro europeo. Pues bien, cuando un traductor toma por tu trabajo –de ninguna manera comparable al mío, en todo caso más fácil- 40 o 50% de las ganancias, esto lo considero como una injusticia y me sorprendo que los autores dramáticos se dejen explotar así.
Traducción del francés de Luis Eduardo Rivera.
Witold Gombrowicz (Małoszyce, Polonia, 1904 – Vence, Francia, 1969) Es, junto con Joyce y Kafka, uno de los mayores escritores vanguardistas del siglo XX. Vivió en Argentina entre los años 1939 y 1963, donde produjo la mayor parte de su obra, iniciada en Polonia con Ferdydurke (1937), novela de culto y por muchos años secreta que sería al final la que lo reveló al mundo, a partir de su traducción al francés en 1958. Durante el exilio argentino escribió prácticamente el resto de su obra, entre ella su monumental Diario (1953-1969), que es una obra considerada por muchos expertos como el mayor logro de este autor genial e inclasificable.
Además de Ferdydurke, Gombrowicz es el autor de otras novelas magistrales como Transatlántico (1953), La seducción (1960) y Cosmos (1965), de celebradas obras teatrales como Yvonne, Princesa de Borgoña y El casamiento y de innumerables cuentos, ensayos y artículos.
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