El aprendiz de artista (Memorias de Antigua)

Mansilla me puso en las manos la escoba, para que fuera útil, y ya me iría explicando poco a poco lo demás, porque el arte es cosa seria, y se va aprendiendo con el tiempo, aunque dos semanas no fueran nada y apenas saborearía la espuma de la bohemia.

Méndez Vides

noviembre 17, 2024 - Actualizado noviembre 16, 2024

Courbet, Taller del pintor

El mercado fue el lugar escogido por la mayoría para realizar sus prácticas de trabajo de una quincena porque se mantenía activo los siete días de la semana, a la entrada los canastos surtidos de frutas y legumbres, y los puestos fijos en el interior del convento en ruinas de los jesuitas.  Allí abundaban los granos, el pescado seco, flores y escobas.  Era una mejor opción que las fábricas enclenques o las fincas de café, donde se cultiva el grano de la bebida sagrada cuyo precio es determinado por las heladas en Brasil.   Los compañeros se distribuyeron en aquel laberinto fiestero, mientras los más afortunados se conformaron con las fábricas privadas, en donde se embotellaba el aguardiente colonial o tejía en máquinas monótonas con hilo de algodón, o donde se producía los sacos de henequén.  El pito de barco o tren anunciaba la entrada y salida del turno, desfilando cabizbajos, soñolientos o aburridos.  Morales se pasó contando el paso de camiones frente a la talabartería, y otros fueron a dar a las dos platerías en las afueras de San Felipe, a los talleres de carpintería, panaderías, ventas de electrodomésticos o a la tienda de zapatos Cobán a media cuadra del parque central, que era atendida por mujeres alemanas grandotas y rubias.  Cada quien rogó por algún acomodo, falso o simulado, y por dos semanas nos dispersamos para vivir la experiencia del futuro, habiendo prometido no hacer daño ni robar, para preservar la buena imagen del colegio La Salle. 

—Dos semanas no es una calamidad, y los patojos aprenderán a trabajar, porque es preciso que cambiemos las costumbres antañonas —dijo el profesor Armando a los padres de familia, a quienes culpaba de la falta de progreso, porque no dejaban trabajar a los hijos ni hacer oficio, para diferenciarlos de quienes a la misma edad subían los cerros con el machete y regresaban después del mediodía con el montón de leña en la espalda.

Eran tiempos felices, pero el profesor Armando encontró la manera de leernos las líneas de la mano, para que cada quien enfrentara su porvenir.   

Y en todo caso no era asunto de elegir, sino de adaptarse a lo que estuviera a la mano, y a mí me tocó el arte.   El maestro Mansilla me aceptó como aprendiz de dibujante en su taller, aunque no me conocía ni yo tenía experiencia alguna, pero la solicitud de mi abuela fue como una orden, porque había sido amiga de su mujer y se mantuvo presente los nueve días del funeral, vestida de negro, rezando y sirviendo café a quienes iban y venían.

El taller quedaba en una esquina de la Calle de los Pasos.  La fachada estaba pintada de color anaranjado. En el patio principal abundaba la yedra, esa enredadera maldita que acarrea mala suerte, como las peceras de los chinos, y varios arbustos de campánulas blancas que huelen de noche y en sopa son remedio para deprimidos. 

Fui detrás suyo por el zaguán oscuro y húmedo de piso de barro, muros blancos, y ángeles de madera colgando de ganchos del techo, vestidos o desnudos, con cuerpos de títere, rostros pintados con delicadeza y ojos de vidrio verde o azul.  Atravesamos el corredor y llegamos al taller, en donde debieron estar los cuartos de servicio en el pasado, en los tiempos que Mansilla tenía mujer y ayuda, porque viudo prefería calentar él mismo su comida en una estufa de gas, arreglar la cama y mandaba a sus aprendices a sacudir el polvo y trapear.  El cuarto de baño no se limpiaba nunca, porque así recordaba él su condición mundana y pensaba en la muerte.

—Pintarás un arco gigante para el altar del nacimiento navideño de Joyabaj —dijo por decir, porque diez días no alcanzarían para terminar nada.

Al lado de la mesa de trabajo estaba desplegado el boceto con las medidas anotadas con lápiz, cuadriculado para crear conciencia de las proporciones.   Mi interés se desvió a los dos aprendices del viejo Mansilla sentados alrededor de una mesa alta, patuda, bajo el tragaluz, trabajando con pinceles y brochas.  El de estatura regular se llamaba Agustín, y Santos era fornido y malencarado.  Tenían más de veinte años, se rasuraban y aplicaban desodorante de barra.   No les hice gracia, pero como no representaba riesgo ni competencia me hicieron espacio señalando un banquito de madera para que lo cargara y aproximara, y allí dediqué mis primeros minutos a contemplar una pintura en el grueso tomo ilustrado sobre arte de la Edad Media, impreso en 1871 en París, en cuya página desplegada mostraba a dos jinetes con armadura sobre inmensos caballos, en el preciso instante de lanzarse con furia celestial al ataque. 

—Estamos copiando el fondo de árboles y naranjas con ángeles de la ilustración de la página 281 para el telón —aclaró Agustín, adelantando las páginas hacia el lugar indicado.  

Tapiz, anónimo.

Me impresionó el dibujo, el detalle de los halcones y perros en las manos de hombres y mujeres vestidos con túnicas delicadas.   A la izquierda un músico interpretaba una canción dulce tocando un instrumento de cuerdas.  Una docena de personajes se divertían en el campo, luciendo el mismo tipo de canelones al final del cabello rubio.

—Me gusta esta profesión —pronuncié asombrado.

—Algún día podrías llegar a ser parte de este taller —dijo orgulloso el maestro Mansilla.   

Un gato maulló desesperado, pero nadie más pareció notarlo o importarle.

—Entonces, ¿qué hago?

Mansilla me puso en las manos la escoba, para que fuera útil, y ya me iría explicando poco a poco lo demás, porque el arte es cosa seria, y se va aprendiendo con el tiempo, aunque dos semanas no fueran nada y apenas saborearía la espuma de la bohemia.   

La primera jornada terminó temprano, porque a los primerizos se los bautizaba de rigor con bebidas espirituosas, sin importar la edad, y yo debía de aprender a distinguir el vino, pero no fue vino a lo que me convidaron Agustín y Santos, sino cerveza y trago blanco, con limón ácido para contener la sensación astringente en el paladar.   

Mansilla siguió trabajando y nosotros tres tomamos con alegría el rumbo del Calvario, pasamos por la Escuela de Cristo y las ruinas de Los Remedios, y después de la fuente enterrada y la ermita amarilla, cruzamos a la izquierda, y entré por primera vez en la cantina súper conocida como El Callejoncito, un bar dedicado a Baco, deidad pintada en uno de los muros por los dos aprendices de Mansilla, figurado gordo, ocioso, comiendo uvas y con la corona de laurel de los poetas, en un fin de semana de lujo que se prolongó dando y recibiendo, dada la buena amistad que surgió entre ellos y las señoritas que atendían.

Agustín y Santos pagaron el consumo por adelantado, porque yo no tenía len que aportar ni empleo real.  La dueña lucía maquillada con exceso de crayón rojo y polvos, más de la cuenta, aunque ya no tenía edad para batallas, y previendo cualquier problema nos llegó a advertir que si llegaban policías yo tendría que saltar el muro de inmediato, como liebre, o me marchaba de una vez.  Me enfrentó a la cara, casi tocándome la nariz con los pechos sostenidos con brasier de alambre.

—¿Ya tuvo mujer? ¿Ha estado preso?

Los muchachos le pidieron que se calmara, que yo era apenas un aprendiz de artista, que tendría tiempo de sobra para lo natural y las perversiones, así que nos sirvieron y me llené la boca por primera vez del sabor amargo de la bebida nacional amarilla combinada con bocas de chicharrón, y me sentí gallo.   

Caravaggio, Baco

Todo iba muy bien, hasta que entró al bar un tipo al que yo apenas conocía de vista, apodado Tigre, famoso porque pintaba con cera sobre el formato de grueso calibre de artes plásticas, luego aplicaba tinta china, e iba raspando y rayando con la punta del compás las tinieblas para que surgiera la vida, creando estampas de papagayos que enmarcaba y vendía a los turistas.   Era blanco, de cabeza cuadrada, con un copete entre canche y canoso.  Golpeó con el cubilete de los dados la mesa, y nos retó mostrando los cinco cubos de marfil recibidos recientemente como herencia paterna, amén de la manzana de tierra que quedaba a dos cuadras al norte de la cantina en donde estábamos atendidos por meseras de Jutiapa y salvadoreñas, allí tenía el taller, y ahora era suya porque la tierra es de quien la trabaja, y el Tigre también sembraba el huerto y cuidaba de unos cuantos cerdos.  Yo era apenas observador, aprendiendo cómo era el mundo real gracias a la genial idea del profesor Armando.

Uno a uno, fueron agitando los tres el cubilete, apasionados con el número de puntos que arrastraba la suerte.   El Tigre ganó el primer lanzamiento.   La matemática del juego me confundió.   A veces festejaban un siete y otras lo lamentaban.   Un dos los hacía ganar o perder.   En el tiro decisivo decidieron incluirme, como mascota de la suerte.   Me dijeron que agitara el cubilete como ellos lo hacían y lo destapara al centro de la mesa, entre los vasos vacíos. 

—Danos la suerte.

No entendí la reacción, porque después de mi lanzamiento fallido me culparon por haberlos hecho perder hasta la camisa y el Tigre se pasó a otra mesa, porque no se sentía a gusto con perdedores.

Agustín y Santos empezaron a discutir entre ellos, ya no eran inmortales, y yo les había arruinado la vida, maldijeron a las meseras y no aceptaron disculparse con ninguna.

—¿En qué fallamos? —preguntó Agustín.

Santos se cerró como candado.   Había perdido más que dinero, se mostró loco y no le importó la amistad, ni haber sido aprendices en el mismo taller, ni mi presencia.

Salimos de El Callejoncito empujando, rechazando los abrazos de las mujeres en paños menores que nos exigían permanecer para pedir perdón.  El aire frío nos pegó fuerte, acelerando la sensación de embriaguez, y balanceándonos buscamos la carretera asfaltada que conduce a la costa sur, con Agustín adelante, Santos de segundo y yo hasta el final.   Ellos parecían bolos.   Habíamos tomado lo mismo, pero ellos habían jugado a los dados.   Agustín se tambaleaba sin control, y al poner los zapatos sobre el asfalto fue arrastrado como chucho callejero por un pick-up americano que por coincidencia conducía el papá de Santos, y bastó con un empujoncito de lodera para que volara.   

Agustín se levantó como títere y armó todo un escándalo sin medir ante quien estaba.   Santos había sido testigo del accidente, pero corrió en defensa de su padre, sin importarle la sangre que le manchaba la manga del pantalón a Agustín, a quien empujó con violencia y lo remató en tierra pateándole la cara, agarrándolo como pelota de fútbol en tiro libre.   

Yo no tenía nada que ver en el asunto, y Santos me lo recordó con un par de codazos en la mandíbula y en el vientre, cuando intenté detenerlo.   

Agustín dejó de llorar y quejarse, y Santos se subió en la palangana del pick-up de su papá, con el motor encendido, para escapar rechinando llantas.   

—Agustín, sea macho —intervino la dueña de El Callejoncito, que llegó atraída por el ruido, para espantar a los mirones.

Ferdinand Leekes, Juego de dados.

Fue entonces cuando el caído se desmayó, y al llegar los bomberos le midieron los signos y confirmaron que estaba muerto.  El silencio se sintió absurdo, con la luz roja de emergencia dando vueltas, iluminando las sombras en las paredes de adobe.   La policía llegó a hacerse cargo cuando quedábamos pocos y la cantina había cerrado sus puertas.   Encontraron el cuerpo de Agustín cubierto con una lona.   Preguntaron en voz alta qué había sucedido, y alguien me señaló a mí.

—Yo no fui —me defendí.   

Pidieron que les repitiera todo lo que había sucedido, paso a paso, y no pude mentir a los uniformados de pantalón azul y camisa celeste con la chapa de alguaciles, pero olvidé el pasaje del atropellamiento, me limité a narrar la parte de Santos dándole patadas al finado.   

Por mi declaración fue citado Santos al juzgado, y el maestro Mansilla tuvo que quedarse trabajando solo, por lo que me involucró en el oficio, me tuvo que enseñar mientras avanzábamos.   Extendimos la manta tensada al fondo del taller, y con un proyector fuimos seleccionando las áreas donde pintar, dejamos fuera las figuras humanas, para que las trabajara Santos cuando saliera de la prisión.  Yo fui dibujando los bordes de las hojas que luego se llenarían de verde sobre un fondo gris nubarrón, de temporada lluviosa.  Hasta arriba quedaron las ramas cargadas de naranjas o bombas de árbol de Navidad.

No quise acudir al funeral de Agustín, no estaba listo, en todo caso con él había vivido brevemente mi primer día de trabajo y probado la cerveza, y preferí continuar la tarea de las figuras que adornarían el altar de Joyabaj para las fiestas de fin de año.   La casa de Mansilla estuvo quieta, apenas llegaba el murmullo de los carros que circulaban por la Calle de los Pasos, el maullido de los gatos y las campanadas de San Francisco.

El segundo viernes, último de mi estancia de trabajo, acompañé al maestro Mansilla a visitar a Santos. La cárcel estaba situada en las ruinas húmedas de Santa Teresa, con la vista del Cerro de la Cruz y a la vecindad de un aserradero cuyas máquinas chirriaban todo el día cortando troncos rústicos para hacer tablas, parales y vigas de ciprés y pino.   Lo encontramos preocupado y triste, porque extrañaba a Agustín.   A mí no me dirigió la palabra, porque había tenido que recurrir a contactos con los que su padre quedó en deuda para eliminar mi comentario por ser menor de edad y hacer declaraciones irresponsables en estado de ebriedad.   El problema había quedado resuelto, y eso que ni siquiera vivían los dos en la misma casa, porque su papá había formado otro hogar en Dueñas.   Conversamos en los pasillos del convento, sentados en una banca de madera, mientras otros reclusos aprovechaban con la vista el sol del patio.   Contó que dormía en un catre de lona que apestaba a sudor, junto a otro prisionero recluido injustamente, que pasaba llorando día y noche condenado a veinte años de encierro por atropellar a una mujer que se le atravesó.

—La mayor parte del día se la pasaba rezando arrodillado en el oratorio, quejándose, hasta que lo trasladaron a Escuintla para cumplir su condena en clima cálido.  Ahora estoy solo. 

Regresamos al taller para avanzar otro rato en la tarea, porque mi temporada de aprendiz había concluido.   

—Pero tienes talento muchacho, así que aquí te espero para aprender el oficio por las tardes y sábado, en tu tiempo libre.

Me quedé callado por la misma razón que expuse en mi disertación al regresar al colegio, al dar mi testimonio al frente, ante el profesor Armando en mangas de camisa, porque la actividad artística sí me había encantado, pero no me sentía tan cómodo con la agitación de la bebida, los gritos de mujeres y las apuestas.

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