El aire del tiempo

El tiempo ha pasado y ella ya casi no va al mercado conmigo. Sin embargo, en ocasiones, todavía me acompaña y observo con asombro que los papeles se han cambiado. Yo llevo las canastas más pesadas y el monedero, leo la lista de la compra y guío nuestros pasos. Ella me sigue de cerca, tomada de mi mano, juega con el maíz salpor, los frijoles, los piloyes o el arroz, como yo solía hacerlo.

Gloria Hernández     septiembre 1, 2024

Última actualización: agosto 31, 2024 3:37 pm

Nada define más la vida como un aroma.  Ni la infancia, la alegría o un amor.  Todo está marcado por lo que nuestro sentido del olfato quiso registrar en la memoria.  García Márquez escribió que el perfume de las almendras amargas, sin lugar a dudas, le recordaba el olor de los amores contrariados.  Y Huidobro inmortalizó a una mujer haciendo la memoria del olor de olvido en sus cabellos.   Para mí, nada marca tanto la infancia como las visitas semanales al mercado, tomada de la mano de mamá.  Desde que amanecía, cada sábado, me ilusionaba la emoción de tener un momento a solas con ella, aunque fuera para acompañarla a hacer la compra.  Conversábamos de cualquier trivialidad mientras hacíamos el recorrido de unas pocas cuadras a la plaza de San Cristóbal, en la zona 11.  Nos íbamos temprano para aprovechar la frescura de los productos recién llegados.  Y desde que entrábamos, nuestros olfatos compartían la sensualidad de las mil y una esencias que encerraba aquel mercado.  Desde que alcanzábamos el altar de las frutas, los nísperos, las guayabas, los mangos y las mandarinas enamoraban mis narinas y sin hablar, yo era la encargada de escoger mis manjares preferidos por su perfume.  No me gustaba cómo olían los bananos que ya tenían pecas y pequeños mosquitos encima.  Ni qué decir del olor de las paternas o los caimitos.  El efluvio de las fresas alborotaba mi pobre nariz y me llevaba a soñar despierta con una dulcera gigante de ese sencillo postre con crema y azúcar.  

Por otra parte, no me agradaba acercarme a las ventas de mariscos porque me mareaba el olor de los pescados y me asustaban sus miradas fijas sobre mí.  Para escoger los más frescos, mamá me enseñó a presionar con cuidado los ojos de los atunes, los róbalos y los meros y ver si se hundían.  Cuando me convenció al final de realizar el examen ocular, me di cuenta de que el pescado recién venido del puerto solo huele a mar, sus ojitos no se hunden y sabe delicioso.   Los camarones, caracoles y cangrejos se incorporaban a veces a nuestra canasta y me perseguían con sus caparazones, sus antenas y su perfume de olas, hasta la noche en mis pesadillas.   Por suerte, esos productos no eran lo que se dice baratos, por lo cual, los pasillos de las pescaderías no eran parte de nuestra ruta habitual.  

La venta de las hierbas era una aventura que no podía faltar.  Las fragancias de la hierbabuena, el culantro, el perejil, el apazote y la manzanilla me llenaban los pulmones y me hacían recordar los sabores de la comida de mis abuelas.  El romero, el pericón, el chipilín, el bledo, la hierbamora y el quilete casi siempre se iban a mi canasta porque los ramos no eran tan pesados y entonces, me tocaba acostumbrarme a su olor durante el trayecto de regreso a casa.  Hacia la 12 avenida, amaba la venta de quesos “Quesería de mí sin ti”.  Si la dueña no estaba muy ocupada, me regalaba un generoso trozo de queso oreado de Zacapa, por ser de sus clientes predilectas: llevábamos queso fresco, queso duro, crema, mantequilla lavada y, a veces, requesón.  Todos los paquetitos venían envueltos en hojas de tusa o de mashán, el plástico aún no había invadido esos territorios. 

La parada inevitable y poco esperada por mí era ese puesto de los ajos y las cebollas, que se salvaba apenas de mi escarnio, porque combinaba la venta con la de los limones, las naranjas Washington, las limas y los calamondines.   Había un lugar que de plano detestaba y era el corredor que llevaba al basurero.  Su tufo me invadía y me impregnaba durante buenos minutos hasta que echaba mano de una naranja para que su cáscara astringente rescatara a mi afligida nariz.  Me contrariaba un olor desconocido a cansancio y desaliento que descubrí ahí en el mercado y que luego, encontré por los lugares más inesperados. Un aroma que podía identificar como humano agobiado, extenuado, casi triste, una percepción que muchos años más tarde me asaltó en aviones, aeropuertos, manifestaciones y salones de clase abarrotados en la Usac.   

La última parada era con doña Petronila, quien, cincuenta años más tarde, todavía me vende las flores frescas para adornar mi hogar.  El placer ahí no tenía –no tiene– comparación.  Ramitos de violetas y nomeolvides, cartuchos, geranios, rosas, claveles, gladiolas, nardos y girasoles competían en aromas, formas y colores por nuestra atención.  Al final, mamita escogía las flores más sencillas, casi siempre crisantemos y claveles, para todas las semanas.  Solo cuando teníamos un compromiso o una visita por recibir, ella se animaba a romper su presupuesto y entonces, me pedía que escogiera las más lindas rosas.

Un ratito antes de emprender la caminata de regreso a casa, con las bolsas llenas de la compra, mi compañera me dirigía una mirada y una sonrisa de complicidad, antes de enfilar nuestros pasos hacia las juguerías y tomarnos un licuado de las frutas de la temporada, fresas, piñas, moras o pitahayas y comernos una tostada con salsa de tomate o guacamol.  Al regreso, la rutina era la de siempre.  Acomodar la compra en la despensa, en canastos grandes guardados a la sombra para cuidar las frutas de la descomposición.  Lo que iba en refrigeración se empacaba con cuidado y se acomodaba para que todo tuviera un lugar.  El tiempo ha pasado y ella ya casi no va al mercado conmigo.  Sin embargo, en ocasiones, ella todavía me acompaña y observo con asombro que los papeles se han cambiado.  Yo llevo las canastas más pesadas y el monedero, leo la lista de la compra y guío nuestros pasos en el mercado.  Ella me sigue de cerca, tomada de mi mano, juega con el maíz salpor, los frijoles, los piloyes o el arroz, como yo solía hacerlo.  “Mama”, me dice mamá en ocasiones y ahí en ese paraíso de aromas y colores va feliz sintiendo todo, viendo, oliendo, escuchando todo, mientras esperamos a que nos empaquen la pimienta, el clavo, el anís y la canela.  A veces, por instantes, ella cierra los ojos y se va lejos a un espacio y a un tiempo perdidos en la niebla de sus recuerdos.  Yo cierro los míos mientras beso su pelo y aspiro el aire del tiempo y con él, la esencia de la paz y la armonía.  La magia se produce y ya no sabemos con certeza quién es quién.   Nos encontramos aferradas nuevamente a la mano adorada de mamá.

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