Bajo las piedras de Vallejo

París fue siempre una ciudad de puentes, colmada de piedras históricas. De Nôtre Dame a las Catacumbas. Pero no la tierra prometida para César Vallejo, sino una especie de purgatorio existencial, lugar intermedio entre el paraíso modernista y el infierno de Verlaine.

Jaime Barrios Carrillo     septiembre 1, 2024

Última actualización: agosto 31, 2024 3:36 pm

El 15 de abril de 1938 fue cubierto César Vallejo por la piedra blanca que había visto en un sueño y que él retrató en un celebérrimo soneto de rimas asonantes. Cumplió su profecía personal, traslapada de un pasaje bíblico de: “No volveré al Perú hasta que quede piedra sobre piedra.” 

Tratamos aquí las piedras en el sentido más vallejeano posible, como “penitentes blancuras laceradas”. Bajo esas simbólicas piedras están los cuerpos inermes de tantas formas, diálogos, viajes y vivencias, tanto amor difuminado. La canción Sous les ponts de Paris de Vincent Scotto vale como paráfrasis del tiempo y de la nada. En el caso de Vallejo, los puentes parisinos desde donde “astroso, espeluznante”, el poeta contempla al Sena que se desliza por una ciudad “llena de lobos abrazados”. Pero también el tiempo no cronológico, el que siempre “está ahí” en los puentes que unen y desunen espacios opuestos.

Scotto compone su famosa canción en 1931. Por esa época César Vallejo y Georgette Philippart han vuelto a Paris de un periplo europeo que incluye Rusia y en el cual invierten la herencia de ella. Poco después el poeta es expulsado de Francia acusado de comunista y la pareja se traslada a Madrid, orgullosa capital de la recién proclamada República Española. 

En España publica Vallejo su crónica Rusia en 1931, que se vende muy bien entonces, y la novela realista y proletaria El tungsteno. Al año siguiente (1932) están de nuevo en París donde el exilio del poeta tendrá, igual que en tantos de sus temas, un referente alegórico en la piedra:

“Ahora yo no conozco a nadie ni nada. Me advierto en un país extraño, en el que todo cobra relieve de nacimiento, luz de epifanía inmarcesible… No ponga usted el pie sobre esa piedrecilla: quién sabe no es piedra y vaya usted a dar en el vacío…”

Vallejo se siente solo y sin embargo quiere “ayudarle a dormir al tuerto próximo”. Podemos imaginar ese sentimiento de extrañeza, de irrealidad que se apodera de él, en medio de su hermética penuria rodeado de Paris. Escribe en aquel momento:

“Una piedra en qué sentarme/ ¿no habrá ahora para mí?”

Y en ese ahora de Vallejo, como fondo musical, la versión auténticamente parisina de la composición de Scotto, con la letra del hoy olvidado Jean Rodor, tocado por convencionales acordeones y cantado acaso por Albert Préjean, que en 1931 todavía era un héroe francés de la Primera Guerra. El texto original va mucho más allá del simplismo romántico y la anécdota sentimental de adaptaciones en otros idiomas, como la española (Sarita Montiel) o la anglosajona (Dean Martin). Rodor nos habla no sólo de los dos amantes que se encuentran, sino de la vida misma que se escapa y de lo que sucede en los ambientes lúgubres y lumpescos bajo los puentes parisinos, ahí cuando desciende la noche y el rumor del Sena invade el corazón de los menesterosos. 

César Vallejo y Georgette Philippart en París

París fue siempre una ciudad de puentes, colmada de piedras históricas. De Nôtre Dame a las Catacumbas. Pero no la tierra prometida para César Vallejo, sino una especie de purgatorio existencial, lugar intermedio entre el paraíso modernista y el infierno de Verlaine. Ahí vive Vallejo parado en una piedra, varado “a la orilla del Sena” de donde “brota entonces la conciencia”. 

Los últimos meses de su vida están plagados de lipidia física y del desencanto espiritual por la caída de la República Española. Escribe entonces el poemario España, aparta de mí este cáliz, publicado póstumamente en 1939 por el ejército republicano. Vallejo, disminuido en su salud y con penurias económicas se asume y a la vez consume en un hastío depresivo. Pero se vuelve más militante que nunca. El texto La piedra cansada, redactado al parecer de un tirón poco antes de morir, confirmaría su actitud contestataria durante sus últimos y agotadores meses de vida. La pieza trata de un drama dividido en 17 escenas en el que Vallejo, valiéndose de un tema incaico, toca el origen de la riqueza por el trabajo de los pobres. Hay dudas sobre la completa autoría de esta obra, publicada por primera vez en 1969, porque se ha temido que su abrumada y solidaria esposa Georgette le haya metido mano, suprimiendo escenas y cambiando otras. Promiscuidad textual o como quiera llamársele, que no invalida el gran aporte de Georgette quien dedicó el resto de su vida a proteger, difundir y defender la obra de su ínclito consorte César Abraham Vallejo Mendoza, rescatándola bajo los bombardeos de los nazis de unos polvorientos archivos de la embajada peruana en París, donde habían sido depositados los manuscritos.

Años después de terminada la Segunda Guerra, en 1951, Georgette se traslada al Perú con el propósito de impulsar la publicación y difusión de la obra vallejeana. Recibe el apoyo pleno de Raúl Porras Barrenechea, historiador y político, y del editor Francisco Moncloa. Aunque no pocas veces cae en conflictos con académicos, escritores y críticos de aquí y de allá, como Juan Larrea, su amigo y confidente, a quien el poeta había conocido en 1924 en París y el cual fue posteriormente su editor y de los primeros en escribir textos críticos y biográficos sobre el creador de Trilce y Los heraldos Negros. Georgette tuvo una rivalidad expresa con las ediciones y trabajos de Larrea. Pero también le incomodaban ciertos señalamientos polémicos del escritor español. Por ejemplo, los supuestos y repetidos abortos de Georgette. 

Entre Juan Larrea y Georgette no funcionaron más que los mutuos escarnios, como el siguiente de ella: “Juan Larrea es un impostor y de la más repugnante inmundicia.” Aunque reconociera a medias la labor biográfica del poeta Larrea en términos de: “deploro tener que reconocer que Vallejo…ha merecido como biógrafo a este siniestro fugitivo de la guerra civil de su propio país, necrófago del ‘cadáver’ de Vallejo”. Larrea se vengaba de cuando en cuando por medio de opiniones y acres críticas lapidarias en su propia revista, la hoy emblemática Aula Vallejo, de la cual publica escasos pero esenciales cinco números entre 1961 y 1974 en la ciudad de Córdoba, Argentina.

Juan Larrea fallece en 1980 en su largo exilio argentino, provocado por la caída de la República. Convencido de que “lo imposible se vuelve, muy poco a poco, inevitable.” Georgette también, a su manera, también se exiló, viviendo las tres últimas décadas de su vida en la tierra natal de su esposo donde fue enterrada. Vallejo mismo fue el exiliado por antonomasia en el mundo. El que muere lejos de su tierra y tiene a toda la tierra como camposanto. Vallejo lo expresa con esa lucidez de la angustia reelaborada en los primeros versos del poema Ausente:

“La mañana en que me vaya/ más lejos de lo lejos, al Misterio,/ como siguiendo inevitable raya,/ tus pies resbalarán al cementerio.”

Un día primaveral, el 3 de abril de 1970, los despojos mortales del inmortal César Vallejo fueron trasladados del cementerio Montrouge al de Montparnasse que significa en castellano Monte Parnaso, según la mitología griega la montaña mágica donde habita Apolo el dios del amor y las musas y que ha sido asociado a los poetas desde el afamado cuadro temático del pintor renacentista Rafael Sanzio.

Vallejo habría expresado alguna vez su deseo de reposar eternamente en Montparnasse, pero a su muerte no hubo fondos ni contactos para lograrlo en 1938 y fue sepultado en Montrouge, paradójicamente junto a Marie Travers, la madre de Georgette, que nunca aceptó a César Vallejo. Tres décadas después, Georgette realizó la tánica aspiración de su esposo, juntando los dineros necesarios, y el poeta está enterrado desde entonces en Montparnasse, muy cerca de la tumba de Charles Baudelaire. Georgette de Vallejo, con derecho de cónyuge, certificó que la tumba quedaría sellada para siempre. Con esto aseguraba que los restos no fueran exhumados, previendo ciertas ideas de repatriar los huesos húmeros del poeta.

Montparnasse, cementerio más central que el de Montrouge, recibe miles de visitantes. Dentro de estos a los hispanoamericanos que visitan la tumba de Vallejo. Y los administradores del camposanto se han quejado más de alguna vez de las muchas piedras, generalmente pequeñas, que la gente en su peregrinación vallejeana arroja sobre la tumba del poeta como un homenaje silente y hermoso. Tienen que estar limpiando la tumba todo el tiempo. Georgette Philippart de Vallejo, por su parte, escribió el epitafio que reza: “J´ai tant neige pourque tu dourmes” (He nevado tanto, para que tu duermas)

De Georgette Marie Philippart Travers se ha dicho que era una mujer imposible. Más que temperamental agresiva, más que obsesiva fue posesiva en las cuestiones de Vallejo, “su Vallejo”, y no pocas veces se ha señalado que creó uno a imagen y semejanza de lo que ella misma aspiraba y quería. Neruda la llama “tirana malgeniada”. Octavio Paz en cambio alaba su belleza. Se enamoró perdidamente de Vallejo al filo de los dieciocho años, cuando el vate tenía ya treinta y cinco. No volvió a casarse después de enviudar y alguien la llamó, con malicia, “la viuda predestinada”.

Murió en Lima a los 76 años, sumida en un estado calamitoso de salud. Además de editora de la obra de su esposo, publicó un alegato en forma de intenso libro autobiográfico que tituló Allá ellos, allá ellos, allá ellos, usando el último verso del poema Gleba de Vallejo. También escribió poemas (algunos muy profundos y bellos) que reunió en el poemario Máscaras de cal

En el distrito de La Molina de la ciudad de Lima, aguarda Georgette, en el camposanto de La Planicie, el día que trasladen sus restos al cementerio de Montparnasse y permanezcan para siempre al lado de su inmarcesible amor. Georgette nos demuestra en su poesía cuánta razón tenía Quevedo sobre el amor constante más allá de la muerte:

“…lloré tanto/ para desvanecer tu ataúd”

En la necrópolis peruana, enrollándose suavemente con el viento, frente a la tumba de Georgette Philippart de Vallejo, cobra sentido la canción limeña Puente de los suspiros:

“Es mi puente un poeta/ que me espera…”

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