Apenas le han dado tiempo para reunir unas pocas pertenencias, apenas las necesarias para un recorrido largo y sin destino cierto. Ropas de uso diario, ningún libro; quizá la excepción sea el Breviario, ese libro de bolsillo que contiene las oraciones eclesiásticas del año y que, en el amargo trance, Rafael Landívar compara con el arcángel Rafael que condujo al bíblico Tobías a través de los obstáculos que le tendía el demonio Asmodeo en su viaje en busca de esposa.
¿Alguien se habrá ocupado de que al expulso de Santiago de Guatemala no le falte lo indispensable para el viaje? Pero, ¿Cuántas cosas puede llevar en tan larga travesía para alcanzar un puerto, qué le permitirán subir al galeón, ya que no es el único viajero al que extrañan de su tierra, a un posible encierro o a un entierro sin deudos al final de una travesía insegura y larga?
El rey ha ordenado a los que deben aprehenderlos: “Os revisto de toda mi autoridad y Real Poderío para que inmediatamente os trasladéis con las fuerzas necesarias a la casa de los jesuitas. Prenderéis a todos los religiosos y en el término de veinte cuatro horas, los haréis conducir en calidad de presos al puerto, donde serán embarcados en buques destinados al efecto. En el momento mismo de la ejecución, haréis sellar los archivos, la casa y los papeles particulares de los jesuitas, sin permitir a ninguno de ellos que se lleve consigo otro equipaje que su libro de oraciones y la ropa estrictamente necesaria para el viaje. Si después del embarque existiera en vuestro distrito un solo jesuita, aun cuando fuere enfermo o moribundo, seréis castigados con la pena de muerte. —YO EL REY.”
¡Silencio y serenooooo! Las puertas se abren y cierran seguidas de un sonido seco de aldabones y chapines enlodados. Esta vez, las puertas se han cerrado severamente y, tanto el poeta como sus compañeros, presos en su propia morada, pasan de la meditación al asombro ante un apremio que ha de cumplirse a como dé lugar, pronto, aunque para ello se use la fuerza de escopeteros que el capitán general envía con la orden de rodear el solar inmenso de la Compañía.
¡Silencio y serenooooo! Ahora no tiene tiempo para averiguar si alguien de los suyos ha intermediado para que no extrañen al joven instruido y docto estudiante, como lo califican sus mayores, que se inició como estudiante en el Seminario de San Borja, “saliendo muy aprovechado en la Latinidad, Retórica y Poesía” y luego, Sagrada Teología, que finalizó a los diecisiete años de edad. Cuando fue arrestado era Maestro de Teología y Superior del referido seminario.
¡Silencio y serenooooo! Si estuviera vivo su padre, el comisario general de caballería Pedro de Landívar y Caballero, Sin embargo, el potentado ha muerto dieciocho años antes de esta tragedia.
¡Silencio y serenooooo! La ciudad entra en receso como lo manda Carlos III, un rey que nunca ha conocido estas tierras, como no sea por boca de intermediarios, pero habla “de mis pueblos”, a los que considera preciso mantener en subordinación-tranquilidad-y-justicia, por lo que ahora hace sentir su real indignación. ¡Oh, sí!, un territorio que nunca pisó, pero en el que dejó más de diez millones de muertos. Al monarca no le importa lo que diga la historia ni le quita el sueño el hecho de que la gente de este lado del mar no tenga nada que ver con la revuelta de Esquilache. Sí, la revuelta que llevó ese nombre, porque Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, quien entonces era secretario de la Hacienda real incitó al soberano a tomar medidas de control, que tenían que ver hasta con la vestimenta de la población, no fuera a ser que, bajo capas los hombres o faldones las mujeres, ocultaran armas de fuego.
En ese momento, lo que más le importaba al soberano era acabar con la congregación jesuita. Lo instigaba su madre la reina Isabel de Farnesio, una mujer autoritaria, y el ambiente antijesuítico que predominaba en la corte de Nápoles de donde provenía. Pero, además, el rey consideraba que la Compañía de Jesús le hacía sombra por haber cobrado fuerza y afecto entre los nativos de este lado del mundo, pues, a diferencia de otras comunidades religiosas, el jesuita se internó en zonas apartadas y selváticas, aprendió las lenguas de los nativos, reunió a la gente en poblados y aportó prácticas de cultivo que enriquecieron el modo ancestral de labranza que pronto los hizo autosuficientes. La congregación fundó colegios y universidades y se distinguió por sus métodos de enseñanza. Propuso un sistema pedagógico de carácter humanista y renacentista que comprendía estudios de gramática, retórica, filosofía y teología.
No era para menos, pues al momento de la expulsión de sus miembros, la Compañía de Jesús contaba con 83 colegios y 19 seminarios más fuera de España.
¡Silencio y serenooooo! Es el tiempo en que los reyes se sirven de la Iglesia como de un caldero y la someten, y también de pontífices que se dejan seducir por el poder terrenal.
¡Silencio y serenooooo! En medio de la tribulación, el poeta recuerda los sitios que alguna vez frecuentó, el agro verde y fecundo acariciado por el viento o la lluvia; los lagos inmensos y cristalinos… y sobre todo las casas de las ciudades donde anduvo, particularmente las de su cara parens, como él llama amorosamente a su natal Santiago de Guatemala. Sí, las casas de muros gruesos y paredes blancas; con ladrillos de arcilla y con ventanas y rejas que lucían hierro forjado en sus barrotes; la altivez de los templos que eran muchos. En fin, todo aquello de lo que el tiempo y los vientos han borrado huellas.
¡Silencio y serenooooo! Ni aliento de campanas porque los grandes bronces aún duermen indigestos de fiestas solemnes con alborozo de pólvora y latín desparramados. A lo sumo el canto lejano de un gallo que desencadena respuestas por todo el valle como queriendo apresurar la salida del sol, mientras en la caballeriza unos caballos tascan frenos y a ratos hollan el piso.
¡Silencio y serenooooo! En el claustro todo es alboroto y sin embargo cada uno está en lo suyo porque no hay tiempo siquiera para el respiro, menos para el llanto. Apremian los mandatos soberanos; hay que marcharse; si queda algún consuelo es el de la inocencia que jamás ha de comprobarse. El poeta y once religiosos más que habitan en ese momento el edificio han tenido muy poco tiempo para reflexionar sobre el mañana, pues deberán partir en carros vigilados por un cuerpo inusual de soldados severos como mastines.
¡Silencio y serenooooo! Solamente se escucha el caracolear de las monturas antes de que les coloquen los arreos, y enseguida el tascar de frenos.
¡Silencio y serenooooo! Nomás el reloj del arco de Santa Catarina avisa que el tiempo pasa sin ser visto y sin mirar a nadie, así de inexorable.
¡Silencio y serenooooo! Ni siquiera el encuentro último del poeta con Juana Javiera Ruiz de Bustamante, la mujer que lo trajo al mundo un 27 de octubre de 1731, porque le han prohibido decir adiós a los suyos…
Pasado el tiempo recordará que alrededor de las cuatro de la madrugada del 1 de julio de 1767 los levantó una señal desacostumbrada; se oyó sonar la campana de la portería y entraban hombres, escopeta al ristre, mientras él y sus compañeros eran congregados en la sala capitular. Unos creían estar soñando; no sabían qué ocurriría con ellos; otros incluso esperaban una muerte inminente, pero todos estaban silentes, más que de costumbre, y atemorizados.
¡Silencio y serenooooo! A sus espaldas queda el complejo conventual de la Compañía. Con suerte sobrevivirá la Apoteosis de San Ignacio de Loyola de Tomás de Merlo, que siglos después acogerá un museo.
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