Durante su estancia en Londres en los meses del verano boreal de 1924, hace ahora 100 años, Miguel Ángel Asturias quiso quedarse a vivir en el British Museum y confundirse ahí con todo el saber universal: verlo, olerlo, palparlo, sentirlo, tragárselo hasta el fondo, convertirse en parte de esa inmensidad que se abría ante sus ojos de joven provinciano, nacido en el barrio de la Parroquia de una ciudad indeterminada llamada Guatemala.
El descubrimiento del mítico museo, que en aquel entonces albergaba además a la Biblioteca británica y al Museo de Historia Natural de Londres, fue para él una experiencia que lo marcó para siempre, como lo relataría más tarde en algunas entrevistas.
Yo recordé la anécdota ahora que el retorno de sus restos a Guatemala ha generado cierto debate, luego de que el domingo pasado lo anunciara su familia y el presidente Bernardo Arévalo ¿Debe Asturias regresar al lugar donde nació?, parece ser la pregunta. Las opiniones, sobre todo en redes sociales, se dividen entre los que quieren que regrese y los que prefieren que se quede donde está. Argumentos para estar de acuerdo o en desacuerdo los hay muy pocos y la mayor parte de estos más bien se inscriben dentro de ese clima de polarización política que domina la discusión nacional. Hay que decir, también, que a un buen número de personas, o mejor dicho de usuarios de X o Facebook, el asunto les es indiferente o ajeno, y ni siquiera saben quién es Miguel Ángel Asturias.
La verdad es que, hasta donde he leído y escuchado, la esencia misma del escritor, más allá de mencionar el título de dos o tres de sus obras, está fuera del debate y la discusión más bien se enfoca en el impacto social y político que pudiera tener la repatriación de sus restos. Tema candente, por otra parte, porque nos remite a esa realidad de expulsiones, exilios, destierros, persecuciones que marca la historia de Guatemala hasta nuestros días.
Por diferentes razones, el país atraviesa por una difícil y extraña coyuntura, en donde se hace urgente encontrar símbolos y figuras que nos cohesionen como guatemaltecos, a riesgo de que nos desmoronemos o caigamos víctimas de enfrentamientos que solo pueden ser fatales.
Que podamos reencontrarnos a través de la figura y la obra de Asturias es algo que solo podría celebrar. Para eso sirven, en definitiva, las grandes obras literarias, para que todos nos reconozcamos y nos encontremos en ellas. Como dije, comprendo y respeto la decisión de la familia del escritor y del presidente Arévalo, aunque no la comparto del todo.
Y aquí vuelvo a la anécdota del principio, a la de ese muchacho, pueblerino si se quiere, en medio de todo el saber de la humanidad. La del muchacho que de pronto se encontró a sí mismo en medio de la intensidad de los días parisinos y decidió abandonarlo todo por la literatura. No era poca cosa, era dejar atrás un brillante futuro como economista, por la precariedad y el desasosiego que conlleva un oficio incierto, que al final solo le ofreció, basta revisar su biografía, una vida repleta de ingratitudes, silencios, zozobras, rechazos, exilios, errancias…
Asturias descubrió en París el Popol Vuh, un texto que contenía un mensaje secreto, escrito o dictado en una lengua antiquísima y camuflajeado en francés, que tuvo que descifrar durante días y noches. El libro sagrado le reveló, entre otras cosas, que todas esas palabras que él traía adentro, todas esas cadencias, todos esos sonidos, todas esas visiones tenían algún sentido y que, al final, eran su conexión con esa inmensidad de conocimientos y saberes que lo habían acogido y deslumbrado en el Museo británico. Extrañamente esas “historias del origen de los Indios de la provincia de Guatemala”, como rezaba la traducción francesa, lo empujan a pasar de lo propio a lo universal. A quebrar con todo aquello que lo encierra, lo asfixia, lo oprime, lo ata y ver la luz. Como le ocurrió a Pablo de Tarso, dijo él en alguna ocasión.
Más allá de cualquier derivación nacionalista, Asturias es nuestro gran escritor universal, el rapsoda, el aedo, el cuicanime que logró que nuestras palabras resuenen, signifiquen, estremezcan en todas las lenguas, el que extendió nuestra voz a todos los confines, el que nos colocó en la inmensidad de todos los saberes.
En este sentido, realmente no se si regresarlo a lo nacional, a lo aldeano, a la pequeñez de nuestros conflictos locales, a todo aquello que oprime, ata y silencia, sea la mejor idea.
La vida de Asturias fue agitada y la patria, si vamos a eso, le dolió por siempre. La ingratitud que en Guatemala hemos tenido hacia él y hacia su obra es algo que lo tocó muy hondo. Como muchos perseguidos de todos lados, se puede decir que en el Père-Lachaise encontró al final el lugar de su quietud, como augura el Chilam Balam.
Más que un cementerio, Père-Lachaise es un santuario, el lugar donde yacen los grandes. Ahí descansa Miguel Ángel Asturias, Premio Nobel de Literatura, al lado de Balzac, de Marcel Proust, de Molière, de su paisano inevitable Enrique Gómez Carrillo.
Me llamó la atención que el presidente Arévalo haya mencionado entre las figuras que acompañan a Asturias en el Père-Lachaise a Oscar Wilde, a Chopin, a Jim Morrison. Tres perseguidos, tres expatriados, tres renegados que recobraron su dignidad y su grandeza, su quietud y su lugar, en el cobijo de ese cementerio.
Tomemos el manido ejemplo de Jim Morrison que, en el momento de su muerte, no era más que el cantante de una banda de música pop, de los Ángeles, California, obsceno, revoltoso, inmoral, drogadicto, como apunta su ficha policial. Murió en el exilio, en París, y eso lo salvó del oprobio. De haber sido enterrado en su lugar de origen, su tumba estaría tan olvidada como lo está hoy la de Janis Joplin. Père-Lachaise le confirió su verdadera dimensión universal, le otorgó por fin su condición de poeta, lo colocó en un lugar al lado de Villiers de L’Isle-Adam, Guillaume Apollinaire o de su compatriota Gertrude Stein, provocó que la música rock fuera escuchada de otra manera, más allá de un divertimento para muchachitos alucinados.
Si Asturias fuera solo un escritor guatemalteco, no nos engañemos, con Nobel y todo estaría tan olvidado como Pepe Batres Montufar, uno de los padres de lo que calificamos, henchidos de patrio ardimiento, como “nuestra literatura”.
Es la condición universal de Asturias lo que, paradójicamente, nos ha obligado a volver la vista hacia él, aunque ya no nos pertenezca del todo, porque está inscrito en algo más amplio. Porque con él resonamos más allá de los muros que encierran a la patria, porque al leerlo nos empuja a romper todas las ataduras, porque por él existimos en el concierto de todas lenguas y todos los decires, porque nos regaló la capacidad de imaginar un mundo que nos pertenece a todos.
Hoy por hoy la patria anda desperdigada por todos lados, como personajes de Asturias, miles de guatemaltecos transitan oscuros y tortuosos caminos y, para no perderse, se cuentan historias de lo que son, y con ellas se llevan en el alma y la mochila el lugar donde dejaron enterrado el ombligo.
Sería hermoso que Asturias fuera el faro que nos guiara en la ruta, el que nos mostrara la luz, el que nos anunciara que más allá de todas las fronteras, geográficas y mentales, nos espera la inmensidad.
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