Cuando Trump fue electo presidente de los Estados Unidos en 2016, experimenté una sensación similar a la que me produjeron los atentados terroristas contra los Estados Unidos en 2001: la impresión de que se había franqueado un límite después del cual ya nada iba a ser igual. Años antes, cuando el famoso millonario empezaba a mencionar su candidatura me pareció una pretensión tan descabellada como irrealizable.
Pero he aquí que la política de lo grotesco se ha normalizado. Ya no es sorpresivo que un personaje delirante como Javier Milei, un fascista descarado como Bolsonaro o un cómico tan mediocre como Jimmy Morales se hayan convertido en presidentes de sus respectivos países.
La elección de estos individuos revela un cambio de sensibilidad política. Esta transformación ha sido inducida por las redes sociales y la tecnología que opera en el fondo. Nadie niega que el ascenso de Trump al poder fue orquestado por el cínico trabajo de Cambridge Analytica con ayuda de Facebook. Recientemente, Mark Coeckelbergh (2024) demuestra de manera contundente que las tecnologías digitales juegan un papel significativo en la erosión de la democracia y el crecimiento de la polarización.
Los regímenes autoritarios suelen valerse de la manipulación de la sociedad, tarea que los medios de comunicación facilitan. Es una historia conocida: Joseph Goebbels, el encargado de la propaganda hitleriana, obsequió un radio a las familias alemanas para que pudieran escuchar la propaganda nacional socialista. El fanático nazi afirmaba que una mentira repetida muchas veces se convertiría en verdad. Y es claro que las redes facilitan y profundizan este fenómeno.
No es raro, por lo tanto, que el potencial negativo de las nuevas tecnologías haya sido aprovechado por la ultraderecha mundial. Este hecho ayuda a explicar la actual ola de autoritarismo. El número de personas que viven en regímenes autoritarios ha aumentado de manera ostensible en los últimos tiempos. El Democracy Report de 2024, producido por la Universidad de Gothemburg, informa que el 71% de la población mundial vive bajo un régimen autocrático.
La forma en que las redes sociales y sus algoritmos son auxiliares valiosos de las tendencias autocráticas son múltiples. Reducido a un consumidor pasivo, el usuario de las redes sociales se ve sobrepasado por información falsa. Las creencias más descabelladas pueden consolidarse en la mente de los usuarios que ven confirmados sus prejuicios debido a que las redes sociales funcionan como cámaras de resonancia. La inteligencia artificial se presta para inclinar las tendencias digitales en cierto sentido. La polarización crea ese ambiente de ingobernabilidad propicio para las maniobras autoritarias.
En este sentido, el Computational Propaganda Research Project menciona en su reporte de 2020 —titulado Desinformación industrializada— que, en 81 países, Guatemala incluida, operan las llamadas “cibertropas las cuales son caracterizadas como los actores encargados de efectuar las tareas manipulativas en las redes. Los guatemaltecos ya nos hemos familiarizado con muchos de ellos y, lo que es peor, no son pocos los que se dejan manipular por ellos.
En los últimos meses, se ha visto cómo los sectores que no aceptan el fin de la corrupción utilizan las redes para crear un descontento con el actual gobierno. Esto no quiere decir que toda critica al gobierno sea motivada por las hordas de la corrupción. Pero es claro que las redes sociales se utilizan de manera intensa para manufacturar un descontento generalizado contra las nuevas autoridades. Pero la racionalidad debe imperar: la ciudadanía debería imaginar lo que significaría el retorno de los corruptos al poder.
El ambiente tóxico de las redes sociales ha hecho que muchos se traguen la narrativa del supuesto fraude de Semilla, aunque la mayoría sepamos que lo que sucedió es que el intento de fraude del anterior gobierno no salió como Giammattei y su gente lo esperaba. Se debe notar cómo esta mentira se ha difundido al igual que el relato falso del robo de las elecciones por parte de Joe Biden.
Los guatemaltecos debemos entender la manipulación de las redes sociales para entender las proporciones de la estrategia golpista. Al final, el supuesto poder del que goza la mediocre fiscal general puede ser inflado por sus huestes digitales. Como se sabe, las redes sociales pueden hacer que grupos minúsculos—como los patéticos “camisas blancas”— de la derecha guatemalteca se conviertan en un temible ejército de descontentos en las redes sociales. Esta hipótesis ayudaría a explicar cómo una persona tan despreciada goza, en apariencia, de un poder mayor del que posee un gobierno legítimamente electo.
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