La guerra jurídica en Guatemala: Modalidades de represión, control y disciplina (Parte 1)

Marco Fonseca     agosto 17, 2024

Última actualización: agosto 16, 2024 6:44 pm
Marco Fonseca

La “guerra jurídica,” también conocida como “lawfare” (un término que combina “law” y “warfare”), se refiere al uso del sistema legal y judicial como una herramienta para perseguir, acosar, deslegitimar o neutralizar a adversarios políticos, sociales o económicos. Esta táctica implica el abuso de los procesos legales para intimidar o debilitar a oponentes, especialmente aquellos/as que han estado involucrados/as en la lucha contra la corrupción, la defensa de derechos humanos o en actividades políticas opositoras. Aunque ya he escrito extensamente sobre este tema en mi blog #RefundaciónYa, considero importante ofrecer de nuevo algunos elementos que pueden servir para esclarecer las perversidades del intento actual por implementar la vía peruana en Guatemala y así descarrilar el muy frágil, tímido y tambaleante proyecto de la Nueva Primavera.

La “guerra jurídica” en Guatemala se distingue por la instrumentalización perversa de la ley y las instituciones de justicia, donde las estructuras formales del Estado, en teoría destinadas a garantizar la justicia y el Estado de Derecho, son manipuladas para fines contrarios a esos mismos principios y reciben apoyo de una amplia red de actores empresariales y actores supuestamente civiles que, como si nunca se hubiera firmado los Acuerdos de Paz y el país no hubiera pasado más de dos décadas intentando superar la cultura de la muerte y represión anticomunista, utilizan todo el imaginario de la contrainsurgencia para amedrentar a quienes perciben como “enemigos/as internos” dentro y fuera del Estado. Este fenómeno se caracteriza por una contradicción fundamental: mientras que el actuar de los oficiales corruptos o cooptados se ajusta formalmente a los procedimientos legales, en la práctica, distorsiona y traiciona la esencia y el espíritu de las leyes.

Por un lado, en lugar de ser aplicadas de manera justa, idónea e imparcial, incluso como esto se entiende del modo más profesional dentro del sistema legal vigente, las leyes son utilizadas selectivamente contra opositores/as políticos/as, defensores/as de derechos humanos, activistas, periodistas y operadores/as de justicia que desafían a las élites políticas corruptas y/o los grupos de poder. Este uso selectivo no se basa en una búsqueda genuina de justicia, sino en la intención de intimidar, desacreditar y neutralizar a quienes son percibidos como amenazas para los intereses del poder establecido o para quienes buscan restaurar la corrupción y la impunidad.

La guerra jurídica, como estrategia de restauración de corrupción e impunidad, se ha agravado desde que Jimmy Morales anunció la expulsión de la CICIG en 2018 (salida que se materializó en agosto de 2019) y ha recibido un nuevo empuje a causa de la inesperada y sorprendente elección de Bernardo Arévalo y Karin Herrera a la presidencia/vicepresidencia de la república en 2023 en detrimento del fraude político que los grupos de poder, con el aval de instituciones como el Tribunal Supremo Electoral, habían planificado con mucho cuidado desde antes de ese año.

Por otro lado, si bien los procedimientos legales y las formalidades judiciales se siguen al pie de la letra, creando así todo un simulacro de legalidad, detrás de este formalismo se ocultan intenciones corruptas y manipuladoras que buscan castigar y silenciar a individuos/as, colectivos y movimientos legítimos. Se cumplen de ese modo los procedimientos legales para dotar de “legitimidad” a acciones profundamente injustas y arbitrarias. En esto las resoluciones de la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad han jugado un papel legitimador e impulsador muy importante. Pero la estrategia real es toda otra cosa.

La corrupción del poder dentro y fuera del Estado es perversa. Representantes del sistema de justicia, incluyendo jueces/juezas, fiscales y otros/as funcionarios/as, son cooptados/as o directamente corruptos/as, con credenciales académicas infladas, inexistentes o falsas (obtenidas en universidades igualmente corruptas), actuando como brazos ejecutores de intereses políticos y económicos. Estos actores, en lugar de cumplir con su deber de proteger los derechos y garantizar la justicia, utilizan su posición para perseguir a quienes amenazan sus intereses o los de sus aliados. En estos casos, la justicia se convierte en una herramienta contundente de represión en lugar de ser un mecanismo de protección de los derechos fundamentales. Las instituciones que deberían garantizar la equidad y la justicia, incluso dentro del sistema constitucional vigente, se transforman en mecanismos de control social y político que incluso niegan los derechos más elementales contemplados dentro de dicho sistema.

No son las izquierdas las que judicializan la política. Lo que buscan las izquierdas es judicializar la injusticia misma. Son más bien las derechas las que judicializan la política y buscan desjudicializar la corrupción y la impunidad. Para ello utilizan acusaciones legales y procesos judiciales para desacreditar a políticos, activistas, jueces, periodistas, y otros/as actores/as clave, con el objetivo de sacarlos/as del juego político o debilitarlos/as públicamente. Igualmente, las instituciones de justicia son manipuladas para perseguir a ciertos/as individuos/as o grupos, mientras que otros/as, a menudo cercanos al poder o incluso creados/as por el poder para sus propios fines, reciben o gozan de privilegios o impunidad. Los procedimientos legales son utilizados para mantener a las personas bajo presión psicológica y jurídica constante, incluso si eventualmente son absueltas, el proceso en sí sirve como un castigo que se prolonga por muchos años o que resulta en exilio. A menudo, la guerra jurídica también va acompañada de campañas mediáticas con gran apoyo en las redes sociales, por agentes que se ocultan detrás de las máscaras de personajes oscuros de ciencia ficción, que filtran información para amedrentar a la gente o buscan difamar o desacreditar a las víctimas, presentándolas como criminales o corruptos antes de que se haya probado su culpabilidad.

Desde la expulsión de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) en 2018, la guerra jurídica ha sido implementada de manera creciente como una herramienta para desmantelar los logros de la comisión y la lucha contra la corrupción y la impunidad tanto en el sector público como el privado.

Fiscales, jueces y abogados/as que participaron activamente en la lucha contra la corrupción han sido objeto de denuncias penales, arrestos, procesos judiciales o exilio. Los ejemplos más notables incluyen:

Thelma Aldana, exfiscal general de Guatemala, una figura central en la lucha contra la corrupción quien trabajó estrechamente con la CICIG. Tras dejar el cargo, fue objeto de múltiples acusaciones, un planificado intento de asesinato y órdenes de arresto, lo que la obligó a exiliarse en 2019. Las acusaciones en su contra han sido vistas como una venganza por su papel en la persecución de casos de corrupción de alto perfil.

Juan Francisco Sandoval, exjefe de la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), destituido abruptamente de su cargo en julio de 2021 por Consuelo Porras. Tras su destitución, Sandoval salió al exilio debido a temores fundados de persecución. Sandoval fue un líder clave en la lucha contra la corrupción, investigando casos de alto perfil que involucraban a políticos y empresarios poderosos.

Gloria Porras, exmagistrada de la Corte de Constitucionalidad (CC), elegida para un nuevo mandato en la CC en 2021, pero su juramentación fue bloqueada y ha enfrentado múltiples denuncias penales en su contra. Su trabajo en la CC fue fundamental para proteger el raquítico Estado de derecho y frenar los muchos abusos de poder.

Erika Aifán, exjueza de Mayor Riesgo “D”, muy prominente en casos relacionados con corrupción y crimen organizado. En marzo de 2022, renunció y se exilió debido a la presión y la persecución judicial en su contra, incluyendo acusaciones espurias de abuso de autoridad.

Miguel Ángel Gálvez, exjuez de Mayor Riesgo “B”, conocido por su valentía en la lucha contra la impunidad, fue forzado a renunciar y exiliarse en 2022 tras enfrentar amenazas y denuncias penales. Había sido una figura clave en varios casos importantes de corrupción y violaciones de derechos humanos.

Virginia Laparra, exfiscal de la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), fue arrestada y acusada de abuso de autoridad y otros delitos en 2022. Su trabajo en la FECI fue crucial en la investigación de casos de corrupción, y su detención fue vista como una represalia por su lucha contra la impunidad.

Claudia González, exabogada de la CICIG, ha enfrentado acoso y persecución judicial. En septiembre de 2023, fue arrestada bajo cargos que muchos consideran fabricados como represalia por su trabajo.

Yassmín Barrios, exjueza de Mayor Riesgo “A”, ha sido atacada y amenazada por su papel en casos de alto perfil, incluyendo el juicio por genocidio contra Efraín Ríos Montt. Aunque no ha sido criminalizada directamente como otros operadores de justicia, ha enfrentado presiones y campañas de difamación.

Carlos Ruano, Juez de Paz, ha denunciado presiones para favorecer a la exmagistrada de la CC, Blanca Stalling, en un caso de corrupción. Como resultado, ha enfrentado acoso judicial y amenazas, lo que refleja los riesgos para aquellos/as que denuncian corrupción.

Pablo Xitumul, Juez de Mayor Riesgo “C”, ha presidido varios casos de corrupción y ha sido objeto de múltiples denuncias y procesos judiciales en su contra, considerados por muchos como represalias por su trabajo en la lucha contra la impunidad.

Samarí Gómez, exfiscal del MP. “La abogada Samari Carolina Gómez Díaz tenía 12 años de trabajar en el Ministerio Público cuando fue capturada dentro de su misma oficina, en la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI). Investigaba su primer caso de corrupción de alto nivel cuando uno de los implicados la denunció. Ahora enfrenta juicio por supuesta revelación de información confidencial.”

El Ministerio Público (MP), bajo la dirección de Consuelo Porras, ha sido ampliamente señalado por su rol en la persecución selectiva de estos/as operadores/as de justicia, mientras que casos de corrupción que involucraban a actores poderosos han sido minimizados, archivados o manejados de manera deliberadamente ineficaz e incompetente. El reordenamiento del MP y del sistema de justicia desde 2019 ha abierto el espacio para que resalten figuras de tan bajísimo y mediocre carácter moral y perfil judicial como Rafael Curruchiche, Leonor Morales, Noé Rivera, Pedro Hernández, Jimi Bremer, Cinthia Monterroso, Claudette Domínguez, Víctor Cruz, Lesther Castellanos, Aníbal Reyes, Nery Medina, Carlos de León, Fredy Orellana, etc.

En su fase más canibalesca por cuanto que ha implicado una perversa purga y depredación de operadores/as de justicia trabajando dentro del Estado mismo, la guerra jurídica ha implicado una manipulación del sistema judicial sin precedentes en donde han nombrado jueces y fiscales leales al poder en puestos clave para facilitar el uso del sistema judicial como una herramienta para la persecución política. Además, con la cooptación de la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad – así como el actual intento por pervertir el trabajo de las Comisiones de Postulación y “no permitir la alternabilidad que debe existir en el poder”- las resoluciones de estas instituciones le han dado un lustre de legalidad a decisiones que a todas luces riñen con el derecho e incluso la moral. Bajo este régimen, la fiscalización de casos de corrupción ha sido limitada, con una clara tendencia a proteger a figuras políticas y empresariales vinculadas a los gobiernos de Otto Pérez Molina, Jimmy Morales y Alejandro Giammattei, así como a sectores más tradicionales y cacifistas de poder, sin importar lo infames y malignos que sean para Guatemala. Las investigaciones y denuncias contra estos actores corruptos/as suelen ser obstaculizadas o desestimadas con racionalizaciones que ni un/a estudiante de primer ingreso en cualquier escuela derecho aceptaría como explicaciones constitucionalmente fundamentadas.

La implementación de la guerra jurídica en Guatemala ha tenido y está teniendo un impacto profundo en el quehacer jurídico y político del Estado y en los espacios precariamente disponibles para el actuar independiente y crítico de la ciudadanía. El debilitamiento de las ya precarias instituciones encargadas de la justicia y la lucha contra la corrupción ha permitido que actores/as vinculados a redes de poder corruptas recuperen el control, implementen el proyecto de la restauración total, y minen por completo los avances que se habían logrado durante la época de la CICIG. Esto ha generado un ambiente de intimidación entre quienes con mucho sacrificio personal luchan por la transparencia y la justicia y alguna forma de democracia en el país.

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