Decía yo la semana pasada que ciertos desfases entre mi manera de ver el mundo desde niño y la manera como los españoles en general lo consideraban, fueron para mí tan sorprendentes e incomprensibles, que a lo mejor fue lo que me empujó más tarde a identificarme con las visiones críticas y pesimistas que desarrollaron algunos filósofos y escritores provenientes de las frías regiones germánicas.
En ese mi primer viaje buscando las raíces familiares, tuve algunos desencuentros que me dejaron un mal sabor, como el chiste aquél de que allá en América Latina la gente todavía vive en taparrabos en la copa de los árboles. Otro episodio que me produjo sorpresa fue cuando una prima dijo que los girasoles del huerto de la abuela eran de un color “amarillo limón”, pero en más intenso. Yo pregunté: ¿Cómo así, amarillo limón, si los limones no son verdes, pues? Mis primas se miraron extrañadas y soltaron una carcajada, explicándome que los limones son amarillos, no verdes. Y es que yo no sabía que a lo que ellos llaman limones, en América nosotros les llamamos limas, y a la inversa, a lo que aquí llaman limas, nosotros les llamamos limones. O sea, un mundo un poco al revés o en espejo, en esto y en otros aspectos.
Sin embargo, los desencuentros más fuertes que tuve fueron de orden gastronómico. Es posible que debido al hambre que casi todo el mundo había sufrido en España durante la guerra, buena parte de los españoles, sobre todo en las provincias, estaban obsesionados con la comida y procuraban zamparse los domingos cantidades pantagruélicas de platos variados de carnes vacunas y de pescado, lo que hacía que la mayoría padeciera de sobrepeso. Decirles por cortesía que todo estaba muy rico, pero que ya no podía comer más, se convertía en una especie de ofensa y te respondían con aire de reproche: ¿Entonces no te gustó? ¡Vamos, come, que es bueno, hay que comer para estar sano! Y no me quedaba más remedio que comer a riesgo de tener pesadillas en la noche soñando que moría aplastado por toneladas de sardinas con papas fritas.
En cuanto a este tema, el gastronómico, en mi experiencia actual en España, he de decir que no he logrado acoplarme. Hace dos años, cuando todavía estaba en Guatemala, solía mirar videos en Youbube de cocineros españoles cocinando apetitosos platos llenos de fantasía y colorido, metiéndoles el tiempo y el cariño necesarios. Sin embargo, al llegar a estas zonas de Asturias y de Cantabria, donde habito, hermosas zonas de montañas agrestes y mar bravío, de pastores y marinos ancestralmente acostumbrados al trabajo duro protegiendo de los lobos al ganado o enfrentando vendavales que se tragan hacia las profundidades las barcas de los pescadores, me encontré con costumbres gastronómicas de una simpleza y de un conservadurismo que nada tienen que ver con las imágenes que yo veía en la televisión. De hecho, me pregunto: ¿Dónde diablos puede uno degustar esos platos tan vistosos hechos con tanto esmero?
No sé por qué, pero la comida que he probado tanto en casas privadas como en los bares y restaurantes corrientes en esta región de la península ibérica, es de carácter simplón y rudo, platos rústicos y elementales en sus compuestos esenciales y pobre en su condimentación y presentación. ¡Otro desencuentro más con la tierra de mis ancestros! No sé de dónde sale eso de la riqueza, exquisitez y fama de la dieta mediterránea, a lo mejor se refiere al tipo de comida que existe más bien al sur del país en zonas del Mediterráneo, porque lo que es en las húmedas y frías regiones nórdicas, la comida carece de gracia y de encanto, es una comida para “llenar el buche”, como suele decirse, y para resistir las inclemencias del clima: abundantes frituras con poca sal, escasa pimienta, nada de picante, poco perejil, nada de cilantro, sin verduras, y a lo sumo, acompañadas de papas fritas (“patatinas fritas” les dicen). Yo pregunto si me pueden poner en lugar de las “patatinas fritas”, papas cocidas o al horno, o arroz como acompañamiento, y en el 90% de los casos me dicen que no, que no hay, que aquí no se estila, que en esta región eso no suele hacerse, que patatín y patatán, que eso es de otras regiones. O sea, lo que descubro es un regionalismo y un conservadurismo que, ante los ojos de muchos de los latinoamericanos migrantes que viven en esta región, nos parece ridículo e incomprensible.
Un simple ejemplo: en Gijón, de los cientos de bares y restaurantes que hay, solo encontré tres que venden chicharrones (“torreznos”, se llaman aquí). Pregunté por qué no hacen chicharrones, siendo expertos en sacarle provecho a todas las partes del cerdo. “Porque aquí no se estila, eso es de Burgos o de León, aquí no se come eso” (regiones colindantes con Asturias). Me pareció de un provincialismo y de una pobreza culinaria apabullante, el que no haya lugar para productos, estilos, condimentos, cocinas, búsquedas y fantasías que provengan de otras partes del país o del mundo. Contrariamente a lo que caracteriza la comida de América, hecha de mestizajes y de aportes que son siempre bienvenidos.
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