Habermas, en sus escritos sobre religión de Israel y Atenas, apoyándose en la idea de Schelling sobre las edades del mundo, que a su vez recogió del místico alemán del siglo XVII Jacob Böheme, interpreta el relato mítico de la Biblia de la creación por Dios del primer hombre de la siguiente manera: a Dios, como un ser enteramente libre, se le presentó la dificultad de que no existía nadie quien reconociera y confirmara esa libertad absoluta que definía su ser. Esta situación convertía su libertad en atributo sin ningún valor real. Se vio, entonces, obligado a crear al primer hombre, a Adán, su alter ego, para que le confirmara su libertad. Pero, para que Adán pudiera cumplir esta función tenía que darle, la libertad de poder elegir entre el bien y el mal. De esto modo asumió el riesgo de que Adán en algún momento use mal su libertad, obre mal en su vida. Acto que llevaría consigo a la totalidad del mundo que también ha creado a su caída, como en efecto, ha ocurrido.

Sin embargo, a pesar de que Dios se ha visto humillado por quienes han usado mal la libertad que les dio, este hecho abre la segunda edad del mundo, la edad, la historia en la que los propios hombres anhelan y esperan la redención de su naturaleza caída, de los pecados cometidos contra Dios y contra sí mismos. De tal forma que puedan al final de la historia reconciliarse de nuevo con ese ser supremo que les dio la vida en el origen. Dice Habermas: “Se trata, pues, del momento decisivo de la formación del primer Adán, cuando la edad del mundo de la creación del mundo ideal –que se completa con el movimiento de la “lógica” hegeliana únicamente en el espíritu de Dios- debía haber sido consumada. Para poder ver confirmado en su libertad en su libertad por su alter ego, Dios tenía que restringirse en esta libertad, a saber: dota a Adán Kadmon con la libertad incondicionada del bien y del mal, y de esta forma asume el riesgo de que Adán haga mal uso de este don, peque, la creación ideal en su totalidad se arrastre hacia el abismo. De este modo incluso echaría del trono al propio Dios. Como sabemos, este accidente, el mayor imaginable, llegó a suceder. Este relato resuelve el problema de la teodicea al precio de que con el primer acto de libertad se abre una nueva edad del mundo, la historia universal. En esta segundad edad del mundo, de carácter histórico, el propio Dios humillado tiene que aguardar con impaciencia la redención porque la humanidad se ha cargado sobre sus propios hombros la carga de la resurrección de la naturaleza caída”.

Esta interpretación del relato bíblico de la creación hecha por estos teólogos y filósofos le sirve a Habermas para “confirmar” su tesis de que ningún individuo puede ser libre antes de que, por lo menos, otro individuo le reconozca su libertad. La libertad de un ser humano no existe, no es real, si no es reconocida por otro igual él, por otro ser humano. Pero, para que ese otro individuo pueda reconocerle su libertad, tiene que ser también libre. Es, por lo tanto, un reconocimiento intersubjetivo el que hacen de sus respectivas libertades. Nadie es libre mientras no todos lo sean.
Esto significa que cuando un individuo libre le reconoce a otro u otros su libertad, la usa bien o correctamente. La primera y más valiosa manera que tiene de usar bien su libertad es precisamente reconocérsela a otro u otros. Al hacerlo, en vez, de abrir el camino de su redención o salvación, asegura su propia libertad. Pues, al reconocer a otro u otros lo que él mismo es como ser libre, la reafirma y consolida plenamente en su propia existencia.
Ahora bien, como el uso correcto de la libertad no es una ley de la naturaleza de la vida los seres humanos, no es un imperativo natural incondicional de sus vidas, porque siempre algunos, o, muchos, la pueden usar mal no reconociendo la libertad de otros, a éstos no les queda otra opción que luchar por lograr que se las reconozcan, como en efecto, lo han hecho a lo largo de la historia. Y, es que la historia no es la marcha de los acontecimientos humanos hacia el fin supremo de la libertad, como lo sostuvo Hegel. Sino, más bien la lucha de quienes no tienen libertad, por conseguir que los demás, quienes son libres, se las reconozcan.
Pero, ¿Quiénes son los hombres libres que pueden reconocer la libertad a quienes no lo son? Son indudablemente, los que, desde comienzos de las civilizaciones, desde que algunos pueblos o grupos humanos inventaron la agricultura y la escritura, se volvieran sedentarios, construyeron ciudades en las cuales edificaron templos y los órganos e instituciones estatales, se dividieron en grupos o clases sociales. Los miembros de las clases o grupos sociales que se hicieron propietarios de las tierras cultivables y asumieron el control de los órganos de los estados, se convirtieron en sujetos libres. Su libertad no nació del reconocimiento de los que habían quedado sin la propiedad de las tierras y sin el control de los órganos estatales. Sino de la posesión de estos dos medios de riqueza y de poder. Fue, la posesión y el control de estos medios, los que les dio esa libertad que usaron bien en ocasiones, pero, sobre todo muy mal, al no reconocerles a los demás, su libertad. Decisión que hubiera sido la mejor manera de confirmarse a sí mismos y a todos, el gran valor de la libertad de la que disponían.
Ahora bien, los miembros, sobre todo varones de estas clases sociales, fueron libres porque la posesión de estos medios, les permitieron obrar en función de su voluntad con respecto a quienes habían quedado sin su posesión. Pues, un aspecto inherente y constitutivo de la libertad es el de la soberanía de la voluntad. Cada ser humano que puede obrar según su voluntad es libre. Y, la libertad se consuma precisamente cuando un ser humano realiza su voluntad. De tal modo que, la desigual posesión de estos dos medios determinó la desigual libertad entre los miembros de la comunidad o la sociedad. Unos pocos aseguraron su libertad gracias a la posesión que adquirieron de estos dos medios; mientras que el resto de la sociedad quedó sin esa libertad, al quedar privados de estos medios.
Esto significa que la historia de los pueblos civilizados es, en gran medida, la historia de la lucha de clases, como bien lo sostuvo Marx. Pero, no tanto la lucha entre quienes tienen la propiedad sobre los medios de producción y quienes no la tienen, es decir, entre quienes poseen ese medio de riqueza y quienes carecen de él, sino, la batalla que libran de diversas formas sociales, políticas y culturales, los que carecen de libertad, al carecer de los medios de riqueza y de poder, por lograr, que, quienes la poseen, es decir, que los que son libres, los reconozcan como seres humanos libres. Si se repasan o se revisan los principales acontecimientos sociales y políticos de la historia, se puede constatar que estas fueron batallas que libraron los grupos sociales o pueblos carentes de libertad guiados por el objetivo de lograr que fueran reconocidos como seres libres por quienes los oprimían o negaban su libertad.
Y, solo en el momento que estos grupos sociales o pueblos vencieron a quienes los oprimían, los despojaran del poder que poseían y ejercían, se hicieron libres. Pero, no solo porque se liberaron de la opresión que sufrían que les impedía ser libres, sino también, debido a que los obligaron a reconocer su libertad.
Es que la libertad constituye la condición de posibilidad básica que necesita tener cada ser humano para realizar su vida, para vivir en función de los fines u objetivos que se proponga. La libertad es siempre el fundamento más profundo que permite a cada ser humano darse o lograr una vida auténticamente humana, si así se lo propone, es decir, si quiere usar bien o correctamente su libertad. Si un ser humano usa bien su libertad no se acerca tanto a Dios, como los teólogos y creyentes religiosos siempre han sostenido, sino, a ser al ideal de lo verdaderamente humano.
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