Una y el universo

Escribir novelas es doler, sentir en carne viva, parir esa historia que se alimenta de nosotros y a la cual no va a importarle lo vacíos que va a dejarnos al nacer, lo tristes, lo desamparados.

Gloria Hernández     abril 21, 2024

Última actualización: abril 21, 2024 1:50 pm

Con la prisa de los años he aprendido a escribir cuentos y ensayos directo sobre el teclado.  No así la poesía.  Veo cómo mis pensamientos toman forma en una pantalla y no me acostumbro a ello.  Mis cuadernos me hacen mucha falta a la hora de intentar una idea, en virtud de lo que me ayudan a garabatear la vida y comprenderla.  Hay un ritmo ideal entre la germinación de las intuiciones y el trazo acompasado de mi letra redonda sobre la hoja de papel. Su correspondencia me permite la forma del pálpito, el trazo del corazón.  Leí en alguna parte que los ingleses diseñaron la máquina de escribir para pasar en limpio los documentos manuscritos.  Es decir que se respetaba la creación literaria en sus orígenes orgánicos de tinta, sudor y lágrimas.  En algún momento, por allá por el siglo XIX, Samuel Clemens, mejor conocido como Mark Twain, escribió una carta en donde confesaba haber caído en la tentación de comprarse una Remington y haber usado una máquina para escribir la literatura.   De esa cuenta, ya integrado a la modernidad, Clemens publicó Las aventuras de Tom Sawyer, escrita en directo sobre el artilugio tecnológico, y sentó un precedente que iba a ser emulado por muchos otros novelistas.  Sin embargo, se sabe que esta novela tuvo su precedente manuscrito, llamado Vida en el Mississippi.  Y así, imagino a los creadores de la época conversando sobre la posibilidad de reducir a la mitad el tiempo de la escritura y la economía de esfuerzos en el desarrollo de sus escritos, aunque siempre albergando la duda sobre los efectos que este pragmatismo tendría en la creación.

De cualquier manera, a mano, a máquina, a computadora, incluso por medio de la inteligencia artificial, las novelas se siguen produciendo.  Y yo sigo dudando sobre la nitidez con la cual veo mis historias en la pantalla.  Ese espacio blanco inmaculado, diseñado y diagramado casi a la perfección, como una hoja de papel escrita con la tipografía ideal, me regala la ilusión de que mis incipientes líneas, bien acicaladas, están casi listas para llevar a la editorial.  Por no añadir que a veces me gana la vanidad extrema de perpetrar su impresión a costa de los dolientes bosques del planeta.  Y entonces, me aferro a la duda. Regreso al cuaderno que aguanta borrones, tachones, dibujos, notas al margen, y de esta manera, el ritmo llega fácil.  Comprendo que toda esta reflexión no me deja muy bien parada en un siglo en el cual la escritura y la tecnología se apoyan en una relación más que simbiótica.  Que soy del siglo pasado, eso no es noticia, pero que utilizo técnicas decimonónicas para no engañarme a mí misma, pues esas manías sí creo que no se hubieran esperado en esta época y centuria.  Ni que persigo a los novelistas a mi alcance para intentar robarles una frase, una idea, una luz para continuar mis propias cavilaciones sobre la escritura.  En carne y hueso o a través de sus obras, mis santos de cabecera me han socorrido con teorías y ejemplos magníficos que, de ser una buena discípula, ya hubiera dejado mis aprensiones, remontado mis suspicacias y trasladado mis garabatos narrativos a la computadora.  Sin embargo, la duda persiste.

Desde las entrañas

Hace buenos años ya, le pregunté a mi querido Mario Monteforte Toledo que cómo se escribía una novela. “¿Y eso también vas a escribir en tu tesis?”, preguntó.  Yo lo visitaba allá en su casa de la zona 15 y lo entrevistaba acerca de sus obras para escribir mi tesis de licenciatura en Letras sobre sus cuentos infantiles.  Durante unas doce a quince visitas, reuní suficiente material para escribir tres tratados.  Supongo que, de alguna manera, él se había encariñado con la joven estudiante que yo era y no me dejaba ir.  “¡Venís el martes entrante!”, ordenaba al despedirnos, y no me respondía la pregunta de marras.  La siguiente semana seguíamos conversando sobre sus cuentos, sobre Hoffmann, Schiller, Goethe y Novalis, sobre una novela corta suya que había perdido y que yo encontraría más tarde en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, Biography of a fish, escrita en inglés, pero no sobre mi duda existencial.  El último día que lo vi me dijo, “mirá, patoja, una novela, la poesía, un cuento se escriben igual, con la misma garra. Se sacan desde las entrañas, pero en especial, se decantan desde la experiencia. No escribás algo que no hayas vivido, dolido, amado u odiado. Yo ya me voy a México otra vez, así que esta es la última de nuestras reuniones.  Me gustó mucho que vinieras y ¿sabés algo?  Parecés cosa de comer…”  Había llegado el momento de trabajar en mi tesis, cuando lo que quería era escribir una novela.

Por su parte, don Ernesto Sábato me respondió a la pregunta por medio de sus ensayos y entrevistas publicadas en diferentes medios.  No tuve el valor de preguntarle a quemarropa cuando lo visité allá en su casa en Santos Lugares, una tarde perdida en el tiempo, no sin antes leer Abaddón…, El túnel, Sobre héroes y tumbas, Hombres y engranajes, Uno y el universo y Heterodoxia.  En esta última colección de reflexiones, su propuesta de la novela ligada a la oscuridad de lo humano está clara y se opone a la claridad del día, su concepción del ensayo.  “La novela es lo nocturno y, en consecuencia, lo que auténticamente somos”, afirma y entonces, comprendo esa lectura del mundo desde la noche como el reconocimiento de la esencia humana desde sus abismos más sombríos.    A Sábato le interesaba una novela filosófica, una obra ocupada en la indagación de los enigmas de la condición del hombre del siglo XX y a cuyas características se ajustaron sus obras con extrema fidelidad, no obstante la vigencia de su pensamiento, varias décadas más tarde.  En una entrevista publicada en Cuadernos para el diálogo, en 1977, dice: “Mala o buena, mi narrativa se propone el examen de los dilemas últimos de la condición humana; la soledad y la muerte, la esperanza o la desesperación, el ansia de poder, la búsqueda de lo absoluto, el sentido de la existencia, la presencia o ausencia de Dios.  No sé si he logrado expresar cabalmente esos dramas metafísicos, pero en todo caso es lo que me propuse”.   ¿Cómo escribió Sábato sus novelas?  Considero que si su noción de lo femenino –definida también en su Heterodoxia– era de nocturnidad, caos e inconsciencia, de misterio, contradicción y existencia, entonces, la novela debe intentarse como un esfuerzo por aprehender esos aspectos que dan cuenta de nuestros vacíos y nuestros fracasos, acaso, de nuestros íngrimos hallazgos.  Los portentos narrativos de don Ernesto figuran un combate mortal con los fantasmas, el destino, la ceguera y la muerte.

Mi búsqueda se encargó de instalarme una duda que permea poco a poco mi voluntad de escribir una novela.  La curiosidad me llevó a escuchar una conferencia en la universidad que ofrecía aclararme el panorama de una vez por todas:  Sergio Pitol y la escritura.  ¿Qué cómo escribo una novela?, empezó su plática el maestro mexicano, luego de saludar a un público que abarrotaba el auditorio.  Y contó en seguida una aventura tortuosa de diez años frente a su máquina de escribir.  Yo lo escuchaba absorta, no podía creer que el gran novelista de El viaje fuera tan atormentado.  El moderador de la actividad se moría del tedio.  Yo no cabía del entusiasmo.  Si a él le costaba tanto una forma, descubrir la clave para contar su historia, no veía por qué a mí me iba a ser fácil. “Es cuestión de paciencia y de años.  Escribir una novela requiere de mucha necedad o persistencia”.

Hace algunos meses en Panamá, disfruté escuchando a Laura Restrepo y su experiencia con la escritura.  “La literatura tiene que ir contra del lenguaje de piedra de los gobiernos”, empezó.  La novela se potencia en cuanto se recurre a virtudes consideradas como femeninas, es decir, a la resistencia, el coraje y la capacidad para sobrevivir los embates más nefastos de la vida y, además, debe recurrir a la herencia, a la tradición y a los mitos ancestrales que permanecen vivos en cada uno de nosotros, listos para ser utilizados como materia si los invocamos.  Salí de aquella sala, más que inspirada.

Hilvanar una historia

¿Cómo escribo una novela?, vuelvo a preguntarme, cuando he escrito tres.  Puedo citar, incluso invocar a tantos, Flaubert o Dostoievski, Asturias, Celine, Rhys, Morrison, Cortázar o Durrell.  Puedo recordar las enseñanzas de mis maestros en la universidad y fuera de ella y continuar buscando las explicaciones perfectas para escribir una novela, a perpetuidad.  Lo que de seguro no podré definir a ciencia cierta es cómo he llegado a escribir una.

Lo mío es hilvanar una historia o un grupo de historias, como los cuadritos de una frazada hecha de los retales más inverosímiles, cosidos a pura intuición.  Casi de la misma manera que llegué a la maternidad: gestando, esperando, añorando un milagro, un niño, una epifanía o un crimen.  Deseando que el corolario salve mi existencia.  Con la vida en un hilo, con los cuadernos de diario atiborrados de preguntas sin respuestas, de letra ya no tan redonda y legible, de garabatos y anotaciones sobre mil y una lecturas enredadas en mi conciencia desvariada.  Con frases leídas en tantos libros, con los consejos escuchados en diversas conferencias, con retazos de charlas sobre la escritura expresados por mí en las diferentes etapas de mi desvarío, con las instrucciones para mis compañeros en los innumerables talleres de escritura impartidos –indicaciones más para mí que para ellos–.  Con fragmentos de las historias que me recorren como savia inagotable y me definen.  Con las pruebas de mi caos, nocturnidad e inconsistencia, con las pistas de mi existencia y mis secretos, con la evidencia de mi contradicción.  Ahí están también la experiencia vital y el desgarre en párrafos, frases, páginas y dibujos proferidos a mi pesar, al amparo de la nocturnidad en un vuelo trasatlántico, sentada en la cocina a la espera del silbato de la olla de presión o atravesada de agujas y tubos que salen y entran de mi cuerpo en la sala de cuidados intensivos de algún hospital.  Pero también a veces, por fortuna, sentada en la arena frente al mar.

Escribir novelas, según mi leal saber y entender, significa reunir el aserrín de estrellas que un día fuimos e insuflarle nuestro aliento, a pesar de nuestra imagen, no obstante nuestra semejanza.  Escribir una novela equivale a conectar por debajo de la tierra, por medio de sus raíces, los árboles más disímiles de un bosque y hacerlos cantar al mismo viento. Aprehender la esencia de cada uno de los cuadros en mi museo personal, en la galería de la imaginación, en la sala de la memoria.  Pintar con los colores decantados una obra que huela, suene, se sienta diferente cada vez, con cada lectura.  Así, cuando despierto sobresaltada de mis pesadillas, exaltada por los paisajes contemplados o los personajes encontrados en medio de la noche, cierro los ojos para aceptar cualquier mutilación, menos la de los sueños; cualquier muerte, menos la de la imaginación.  Escribir novelas es doler, sentir en carne viva, parir esa historia que se alimenta de nosotros y a la cual no va a importarle lo vacíos que va a dejarnos al nacer, lo tristes, lo desamparados.

¿Cómo escribo una novela? Le pregunto a mi abuela en un sueño.  Yo solo sé dar a luz, mi niña, me responde.  Y entonces, sonrío con la idea: dar a luz, un niño o una novela.

Aquella tarde, el sol tuvo un halo blanco y las nubes se escondieron detrás de las montañas.  Era el azul, nada más, y el presagio.  Entonces vinieron los dolores iniciales y la conciencia de no tener con qué pagarle a la comadrona.  Si este niño nacía, sería un milagro.  Si este nacimiento no traía la muerte, sería un buen augurio.  Si este parto era feliz, sería la excepción.  Hacia la media noche, salió al patio de tierra de su pequeña casa.  Se hincó sobre el petate y las frazadas que había preparado para ese momento.  Desdobló la mantita donde iba a envolver a su niño y acarició su barriga endurecida por momentos con cada contracción.  Elevó la mirada al cielo esperando una respuesta.  Musitó sus plegarias de siempre, le pidió a Dios Padre y a Santa Ana, a San Judas Tadeo, el intercesor de las causas imposibles. Y ahí, en mitad de la noche, el firmamento le respondió con estrellas fugaces.  Empezó a contarlas, una a una.  Cuando llevaba un puñado entre sus manos, se volvió niña de nuevo, pequeñita, rubia, linda.  Las Perseidas jugaban a las escondidas con el par de luceros amarillos que las observaban desde la Tierra.  Y se acoplaron, las estrellas amarillas y las fugaces.  La niña reía con el sortilegio, no quería que aquella magia terminara.  Sus ojos preñados de luz.  Eran ella, hincada sobre un petate, olvidada de sí misma, y el caos.  Una y el universo.  La creación.

Gloria Hernández es narradora, poeta y autora de libros de literatura infantil y juvenil. Es Premio Nacional de Literatura “Miguel Ángel Asturias” y miembro de número de la Academia Guatemalteca de la Lengua.

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