Miguel Ángel Asturias y los ojos de los enterrados

Miguel Ángel Asturias nos inventó como país, y sus novelas son un espejo que continúa fresco y admirable, que nos muestra como sociedad complicada, divididos y en tinieblas.

Méndez Vides

junio 9, 2024 - Actualizado junio 8, 2024

Hace 50 años se anunció el fallecimiento en Madrid del máximo novelista de la Guatemala independiente, Miguel Ángel Asturias. En aquellas fechas, siendo estudiante de secundaria, escuché al profesor de Literatura afligido, y luego asistí a conferencias de autoridades de la Universidad de San Carlos que llegaron a la Antigua, en homenaje y para motivar a los interesados a elegir la carrera universitaria de Letras.  Aún no había leído El Señor Presidente, novela que me impactó poderosamente más tarde, que he leído muchas veces y en la que encuentro en cada ocasión perspectivas nuevas, sonidos y sabores de la tierra que añaden a la magia de la ficción el sentido de la identidad. Impresiona universalmente un autor japonés o turco o inglés o de donde sea, pero el nacional logra algo más allá cuando es verdaderamente bueno, porque se siente debajo de la piel.

La obra narrativa de Asturias tiene la fuerza que despierta a los lectores cansados de relatos simplemente entretenidos, atados a la temática temporal, y seduce con su poder lingüístico, por las esencias que afloran, por la mirada oscura, embriagante de la guatemalidad.  

Miguel Ángel Asturias nos inventó como país, y su novela principal es un espejo que continúa fresco y admirable, que nos muestra como sociedad complicada, divididos y en tinieblas.

Benito Pérez Galdós retrató a Madrid, Charles Dickens a Londres y Victor Hugo y Balzac a París, tal y como Miguel Ángel Asturias logró hacerlo con la vida y calles de la ciudad de Guatemala.  Leerlo es como comer tamales con la mano o chojín con tortilla.   

Tras escribir la gran obra, se dedicó a explorar con la imaginación en Mulata de tal, o a profundizar en la Guatemala de su memoria en Los ojos de los enterrados, donde los cuadros casi cinematográficos nos conducen de la mano tras Anastasia pidiendo limosna por el Centro con su hijo, un chiquillo tiñoso y mugriento, de piel oscura como la tierra, descalzo, con los pies sucios. Ella hace sus “necesidades” acuclillada detrás de unos arbustos en el parque de la Concordia.  Se detiene frente a la puerta del Granada, a donde ingresa el chiquillo a pedir limosna.  El bar está repleto de gringos bebiendo, y la borrachera deslumbra más allá del argumento.  Se contempla el establecimiento, a los gringos en las sillas giratorias frente a la barra, a los mestizos bilingües llevándoles la corriente por interés.  La vendedora de flores y cigarrillos ofreciendo violetas y mariguana.  Los lavaplatos se quejan por tanto desperdicio, deseando los chiqueadores dejados a medias por las mujeres, embadurnados de betún rojo como las colillas de tabaco rubio.  Don Napo, la niña Gúmer, el cincuentón que se denomina bolo por ser del país, ya que si fuera extranjero sería ebrio.   Todos juntos conforman la vida urbana en la época de la bananera.

Asturias se marchó hace medio siglo, pero su obra permanece apagándose y encendiéndose como las velas de sebo de antes.

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