La Prosa Nostra

La Literatura con mayúscula debe hacerse sin deberes preconcebidos, aunque recordando la imperiosa frase de Miguel Ángel Asturias de que “el poeta es una conducta moral”. Dentro de la tensión entre el ser y la conciencia reside gran parte de la dinámica creativa.

Jaime Barrios Carrillo

noviembre 3, 2024 - Actualizado noviembre 3, 2024

El Gran Crítico siempre es el tiempo, echando abajo todo y sin piedad. Lo que se salva se le llama “un clásico”. El tiempo se impone como versión intangible del destino. Y el lector es también un crítico inclemente. Anónimo verdugo que a la larga resulta siendo un traidor, peor que el traductor.

Alguien ponderaba la suerte de los dioses de ser dioses y no necesitar justificarse. Todo dios es legítimo por naturaleza propia. Tampoco requieren reinventarse. En cambio, la secular literatura tiene todo el tiempo que auto generarse. La literatura nace de la literatura y en el sentido de Oscar Wilde: en una inútil e inevitable lucha. 

Según los antiguos griegos el destino equivalía a los dioses, que al final indefectiblemente se imponían sobre la voluntad y el azar o suerte. Es la base de la tragedia clásica, especialmente en Sófocles. Con Eurípides en cambio, y digámoslo con Nietzsche, “irrumpió en el escenario el espectador, el ser humano en la realidad de la vida cotidiana”. Pero, aunque sean inmortales los dioses también mueren, sobre todo los de la literatura. 

Un filósofo hispanoamericano quiso rebelarse contra las divinidades y afirmó que toda tragedia era superable. La afirmación de José Vasconcelos parecía contundente: la voluntad vence al destino. La filosofía es saludable hasta que comienza a amenazarte de muerte. 

El realismo más evidente indica que la vida es pasajera. Por supuesto los libros no son la excepción ante lo efímero, más quién no se pregunta sobre el futuro de la literatura en un mundo cada vez más destructivo. ¿Cómo puede salvarse la literatura en un mundo así? La pregunta es retórica, más bien banal si pensamos que no es la literatura lo que está en juego. Habría que preguntarse si sobrevivirá la misma humanidad.     

Juan Preciado es un clásico por su mágico fracaso. Y lapidaria, casi espeluznante, es la última frase de la novela emblemática de Gabriel García Márquez: “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”. Valgan entonces estos versos de León Felipe: “Otra vez lo haré mejor, Señor, ¿porque…no es cierto que volvemos a nacer?”.  Así lo entendió también Luis Cardoza y Aragón cuando hablaba de un Lázaro cuyos ojos barrían la sombra.

Desde luego, la interpretación del gran texto de Márquez no puede ser simplista, es decir cíclica, es precisamente lo contrario: la necesidad del cambio para no repetir la historia que se cuenta. El universo que se creó en la cabeza genial de Gabriel García Márquez corresponde a una síntesis del pensamiento mágico con el más profundo realismo. Mezcla de tiempos y culturas, en otras palabras, el mestizaje. La fuerza de América Latina en su unidad y múltiple diversidad. Solo puede haber una novela como la suya. La repetición no tocará jamás la novedad creativa.

De nuevo, ¿qué puede hacer la literatura? La respuesta resulta previsible: el papel de la literatura es poner la literatura en el papel. No todo lo que se escribe y publica es Literatura. En todo caso el escritor resulta siendo un pequeño dios, no solo en el sentido dado por Vicente Huidobro del acto creador en la escritura, sino por la libertad de escribir lo que se quiera. El editor en cambio publica lo que le conviene. Lo que conviene al editor no siempre es lo mejor para la Literatura. 

La Literatura con mayúscula debe hacerse sin deberes preconcebidos, aunque recordando la imperiosa frase de Miguel Ángel Asturias de que “el poeta es una conducta moral”. Dentro de la tensión entre el ser y la conciencia reside gran parte de la dinámica creativa.

El poeta, el escritor profundo, suele ser crítico de su época. En ocasiones hasta lo expresan abiertamente, “no me gusta mi época” exclamaba Rubén Darío y se dedicaba con “sus manos de marqués” a buscar formas que no encontraban su estilo fundacional. Borges reconoció muchos años después que Darío era tan grande que había tocado todos los temas. 

En el continente americano la Literatura no pocas veces se ha ocupado de su época. Excepcionalmente ha tratado de escapar, aunque no haya llegado muy lejos. Tal vez un rasgo del poscapitalismo global sea la entronización del mal gusto. Las rosas de plástico sustituyendo a las reclamadas en el poema de Huidobro, así como esa deslucida producción anti sistémica que se aferra a lo más apestoso de la época. Lo feo como estética, poco sostenible.

Dos extremos: el escapismo lírico de la poesía académica (los imitadores de Octavio Paz) y por otra parte la presencia contestataria de poetas neobarrocos latinoamericanos, que van dejando cual conejos liricos sus bolitas de caca, para usar una frase de Cardoza y Aragón. Acaso para darles el beneficio de la duda pudiera haber una conexión entre lo sublime y el excremento.

Desde cierta perspectiva todo fanático es consecuente pero el verdadero consecuente no puede ser nunca un fanático. Esta frase referiría a la permanencia y al cambio de los géneros. También a la destrucción de la ficción por parte de los llamados cultores de la verdad. La crítica municipal y acrítica ¿Cuántos malos libros costaron tanto árbol inerme? Ya lo decía George Steiner: “La crítica literaria suele proceder de un déficit de amor”.

Faltaría reconocer de nuevo que cada palabra es nueva y vieja. Estamos hechos de citas, pero también de inventos. Nos inventamos todos los días hasta el día que perdemos definitivamente la memoria, es decir cuando partimos o volvemos a la nada. Pero las citas a pie de página no crean la literatura. El texto literario hay que ponerlo en la página, no en la cita. Otra vez decirlo: escribir es rescribir, la literatura que se nutre de literatura y en ese auto parasitismo circulan los textos por caminos sin fin. Es un aguacero interminable. Agua y cero o lo contrario: cero aguas. Como señalaba Cortázar: “Después de todo, no queda nada”. Terminas un texto y quieres reescribirlo de inmediato. La fábula del escritor que por reescribir y tachar tanto retorna a la página en blanco. 

La literatura no puede tener límites, todo el tiempo los está violando, traspasándolos con esa decisión inclaudicable del fidedigno atleta de llegar primero a la meta. La prosa nuestra no es pomposa ni solemne. Tu primer texto fue como una onomatopeya cuando gritaste al abandonar la caverna materna, dejando a tus espaldas las sombras platónicas. Este primer acto fue el más real de tu existencia. Todo el resto es literatura, es decir palabras escritas o no escritas. Y ese debería ser el nuevo ensayo, el anti-ensayo de construir algo sobre la destrucción. Nada está sobrentendido. Navegar es cuestionar.

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