“La montaña mágica” de Thomas Mann

Thomas Mann cree firmemente que el proceso de formación del ser humano no puede llevarse a cabo al margen o por fuera de la vida misma. Una vida que no solo está constituida por fuerzas e impulsos naturales vigorosos, sino también por múltiples enfermedades dolorosas que conducen o pueden conducir a la muerte.

Camilo García Giraldo     octubre 13, 2024

Última actualización: octubre 12, 2024 8:19 pm

Esta gran novela de Thomas Mann, La montaña mágica, publicada en 1924, es una especie de novela filosófica que nos narra el proceso de formación intelectual de un joven recién graduado de ingeniero, llamado Hans Castorp, que llega a visitar a su primo, Joachim Ziemssen, que está recibiendo tratamiento médico para la tuberculosis que sufre desde hace 5 meses, en el sanatorio internacional de Berghof, situado en los Alpes suizos. Castorp que solo tenía la intención original de quedarse apenas unos días, permanece al final siete años en el sanatorio, en donde conoce a dos destacados intelectuales: el librepensador moderno, demócrata, humanista e ilustrado Ludovico Settembrini, que está allí también en tratamiento, y Leo Naptha, un profesor de latín que vive en el pueblo de Davos Dorf, cercano al sanatorio, y que sostiene largas conversaciones con Settembrini, a las que asiste Castorp y en las que en varias ocasiones interviene como interlocutor. Ambos intelectuales tienen concepciones del mundo, de la historia y de la vida completamente opuestas: mientras Settembrini se declara monista, Naphta es dualista; mientras Settembrini es partidario de la acción, Naphta se pronuncia a favor de la vida contemplativa; y mientras Settembrini invoca la necesidad de promover “la república universal”, Naphta se muestra convencido de la urgencia para la humanidad de establecer “un nuevo reino de Dios”. En una palabra, mientras Settembrini es un personaje moderno, un hombre propio de su época y del mundo presente y moderno en que vive, Naphta es un personaje cuyo pensamiento se nutre del cristianismo tradicional, que retoca con una visión utópica de la historia; de ahí, que sea un personaje que vive atado a un mundo socio-cultural pasado y tradicional. Estos diálogos o conversaciones a las que asiste Hans Cartorp se convierten, entonces, en la fuente de los conocimientos que adquiere y que le forman su espíritu. Espíritu que será igual de moderno que el de Settembrini, al inclinarse a favor de sus enseñanzas al final de la novela.  

Thomas Mann, heredero del pensamiento filosófico clásico alemán del siglo XVIII y XIX, en especial del hegeliano, estaba convencido de que la filosofía ofrece una descripción y explicación conceptual más o menos exhaustiva del proceso temporal por el cada ser humano se forma como tal, es decir, se separa o se libera de la presencia y el dominio que originalmente ejerce sobre su vida la naturaleza interior, sus impulsos e inclinaciones, para negarlos, o por lo menos, para convertirlos en materia de su propio dominio y control racional y consciente. Es decir, que la filosofía alemana se había encargado de poner en claro el complejo proceso que transcurre en el tiempo de la historia, por el que los hombres dejan atrás su origen natural animal para hacerse humanos, para forjar sus espíritus. Una idea que expresa claramente el propio Castorp en el episodio Nieve, integrado al capítulo VI, al decir que la adquisición de “las formas humanas finalmente no son más que la superación de lo horrible y lo bruto que se encuentra en nosotros”.  

Sanatorium en los Alpes suizos, 1915

Pero Mann, también “ilustrado” o formado por Nietzsche, cree firmemente que este proceso de formación del ser humano no puede llevarse a cabo al margen o por fuera de la vida misma. Una vida que no solo está constituida por fuerzas e impulsos naturales vigorosos, sino también por múltiples enfermedades dolorosas que conducen o pueden conducir a la muerte. Y un escenario donde los seres humanos llegan con sus cuerpos o mentes enfermas para librar la batalla contra esas enfermedades que hacen parte de sus vidas y tratar de restablecer su salud son los hospitales o sanatorios. Es ahí en estos lugares donde los seres humanos libran con más empeño y decisión la batalla entre la vida, las enfermedades y la muerte, como partes integrantes de una sola y única realidad, la de la vida. Por eso un hospital es un lugar más auténtico, más cercano a la vida natural misma, donde se puede ejercer perfectamente, como si fuera una escuela o una universidad, la labor de formación y aprendizaje intelectual entre maestros y alumnos, entre Settembrini, Naphta y Castorp, así estén enfermos de sus cuerpos. Pues estas enfermedades no les impiden, mientras estén vivos, mientras tengan fuerzas vitales, usar sus mentes e intelectos para enseñar y aprender; o mejor, usar el lenguaje que los define como seres humanos para dialogar y comunicar unos a otros el saber que poseen. Son actos de enseñanza-aprendizaje, de comunicación lingüística de conocimientos e ideas entre ellos, con los que muestran y prueban que están vivos. Y al mismo tiempo, con los que afirman y prolongan esas vidas para proseguir aprendiendo, enseñando y pensando.   

Michel Foucault mostró y explicó en su libro sobre la micro-física del poder, Vigilar y castigar, que las instituciones clínicas y hospitalarias someten a quienes ingresan en ellas a las órdenes de los médicos y administradores, vigilando y controlando permanentemente sus cuerpos y conductas. Y al hacerlo así los objetivan, los convierten en puros objetos carentes de subjetividad y libertad. Sin embargo, este no es toda la realidad de estas instituciones. Si lo pacientes que están o ingresan a su seno conservan sus facultades metales intactas, su capacidad de lenguaje o de habla, no pierden del todo su libre subjetividad, a pesar del control a que son sometidos. Pues pueden hablar entre sí libremente de cualquier tema que convengan, incluso comunicarse ideas y conocimientos valiosos y esenciales sobre sí mismos y el mundo, como ejemplarmente lo hacen estos tres personajes de la novela de Mann 

Y al final de este gran texto narrativo de la literatura occidental del siglo pasado, el joven Hans Castorp, formado espiritualmente como un hombre moderno, con un saber, un pensamiento y una actitud propia de un hombre racional, demócrata y humanista, abandona el sanatorio en el que ha vivido durante siete años, y se enrola como soldado en el ejército prusiano para combatir en la Primera Guerra Mundial, que se acaba de desatar. Guerra en la que presuntamente morirá como morirán millones de soldados y civiles más. Qué ironía y paradoja la de su vida que, en vez de salir a vivir plenamente como un ser humano formado, en vez de salir de ese lugar para vivir humanamente tal como corresponde a su formación, se vio obligado a empuñar las armas para ir a matar y morir en una guerra que seguramente no quería. Thomas Mann remata así su gran novela, tal vez para decirnos que la formación espiritual humana de los hombres, por más profunda que sea, es incapaz de hacerse valer cuando quedan atrapados por las redes de un poder externo organizado que les es superior y que les impone el uso de las armas entre sí. Cuando esto ocurre la condición y calidad humana que han adquirido en el proceso de su formación se deshace y desintegra irremediablemente arrastrada por la propia muerte violenta que sufren a manos de sus enemigos o por la muerte violenta que provocan a esos enemigos. En otras palabras, quienes desatan, dirigen y participan en las guerras regresan a lo “horrible y bruto que se encuentra entre nosotros”.

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