La Antigua fue el escenario ideal en el siglo pasado para los productores de películas de Tarzán o Santo, el enmascarado de plata, porque representaba el abandono para mover sombras de extras en lianas colgantes o desplazar momias luchadoras por pasillos laberínticos. La huella de los terremotos supuraba por los muros rajados de ruinas que eran hogar de mendigos, en cuyos jardines pastaban vacas, el mercado próspero y ruidoso era el centro del comercio. Los restos y enormes bultos de ladrillo y piedra dejados al medio de las naves barrocas sin techo todavía guardan la memoria de la insignificancia humana y expresan las contradicciones ante la abundancia de las casas muradas de apariencia exterior discreta que por dentro envuelven corredores infinitos, jardines de rosas y sitios con naranjales y aguacatales.
Con el tiempo, las ruinas pasaron de la tristeza a la moda, como lo puso en práctica un candidato a alcalde en su propaganda, que reiteró en su discurso de cierre en el parque central, frente a un reducido grupo de vecinos comprometidos o curiosos, prometiendo que construiría más ruinas para atraer turismo si votaban por él. Tras perder los comicios, tragó saliva y continuó dedicado a la compraventa de antigüedades. A sus manos fue a parar el piano vertical apolillado de mi familia, del cual se deshicieron para evitar que la plaga contaminara al resto del mobiliario, machihembre y vigas del techo.
Me dolió entonces, porque en aquellos días yo todavía creía que podría tener algún talento para la música, y me había propuesto aprender a tocar el piano. Me acomodaba en el banquillo, apretaba con los zapatos los pedales, tocaba la superficie negra laqueada del instrumento, levantaba la tapadera, ponía en el atril la partitura que no sabía leer, y me entretenía haciendo ruido al golpear el teclado blanco y negro, desafinado.
El piano estaba ubicado en un rincón de la sala pequeña, junto a la ventana que daba a la primera avenida, por donde ingresaba el chorro de luz y el sonido de la gran campana desafinada de San Francisco, de timbre lastimoso, quejoso, que aprendí a reconocer y apreciar, porque es muy particular, auténtico, único. Así sonaban también las teclas del piano, con ese temblor consistente con el paisaje de ruinas.
Llegó el momento de aprender a tocar el piano, y asistí a la primera clase, para la que salí puntual hacia la residencia del maestro de música en la Calle del Arco, sin cuaderno de apuntes ni nada más que mis dedos en movimiento. La mañana lucía fresca, iluminada, con el cielo azul despejado. El plan era recibir lecciones de solfa y llevar de tarea los ejercicios prácticos para la casa, pero cuando llegué ante el portón grueso de madera con tocador de mano de obispo y marco de piedra, encontré un crespón negro y el lugar cundido de personas vestidas de luto. Me dieron a tomar un sorbo de agua de rosas, y me explicaron la mala noticia, adiós maestro, adiós piano, que de inmediato fue vendido porque ya no sería útil.
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