Ilustración: Amílcar Rodas
Desde niña pasaba largos ratos en la cama viendo las partículas de polvo volando en el aire, alumbradas por el sol, o absorta por el movimiento de las sombras en la piel. Se me iba el pájaro, decía mi mamá, y hacían chiste de mis tempranas divagaciones. La imaginación siempre ha sido una buena manera de ir a otros lugares, de salir del aquí y ahora, de soñarme.
En días como hoy, sombríos y ventosos, me cuesta concentrarme, se me atraviesan las ideas y cualquier cosa me distrae. Me dejo ir en esa placidez y me dedico a observar y sentir, a leer de mí y mi entorno. Me doy permiso de entretenerme, de hacer lo que me venga en gana a la hora que sea. Y empleo la vacación en la lectura de pilitas de libros que hay por aquí y por allá, esperando su día.
Desde la librera, diciendo leéme, asoma un magnífico libro publicado por el Fondo de Cultura Económica, El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia, escrito por dos antropólogos chilenos, Yanko González Cangas y Pedro Araya Riquelme, quienes nos brindan un acceso al mundo de los libros desde la perspectiva del error como posibilidad de conocimiento. En la contratapa, escrita por el historiador del libro y la lectura, Roger Chartier, leemos que los autores “proponen un encuentro insospechado con los poderes domados o incontrolables del yerro escrito”.
He disfrutado enormemente la interesante lectura, la erudición y el sentido del humor de los autores a quienes agradezco haberme revelado el nombre del travieso duende que se esconde entre las líneas y las letras y que deja sus cagarrutas en los libros. Tutivillus se llama este ser diabólico, causante de los errores de escribas y copistas medievales. Más tarde, ya habiendo inventado Gutenberg la imprenta en 1430, y con la producción de libros incrementada, los errores siguieron apareciendo gracias a su intervención, llegando algunos a alcanzar celebridad, como el de la Biblia inglesa, donde en Éxodo 10:14 se leía la frase “cometerás adulterio”, dado que hizo falta el “no” que la debía preceder para imponer la prohibición. De allí pasó a ser llamada “Biblia maldita” o “Biblia del pecador”.
Así como eso, los autores, serios investigadores conocedores del tema, nos ilustran sobre distintos tipos de erratas, como la que sirve de título a su libro: El agua verde del idiota, verso escrito por Neruda donde en realidad tenía que poner el agua verde del idioma. Al inicio del libro relatan cómo en la propuesta de Carta Magna en Chile apareció un grueso error impreso que tuvo implicaciones políticas. También leemos sobre las manías, los excesos, los estilos que la corrección conlleva y que afligieron a muchas célebres escritoras como Clarice Lispector y escritores como Juan Ramón Jiménez, entre otros.
Como editora, me siento implicada, cada vez más, con el cuestionamiento a los mandatos de la academia, a su misoginia y racismo; también me identifico con la revaloración y recuperación de los idiomas originarios, así como con las transformaciones que los cambios sociales demandan, razón por la que con las feministas hemos buscado propuestas para que el idioma sea más democrático y nos incluya a todas, a todes… La edición también está sujeta a cambios que es necesario asumir.
Si bien en la intimidad me doy todas las licencias para escribir como hablo, sigo ejerciendo mi labor como editora, tratando que los manuscritos sean claros, limpios, críticos, y que, al convertirse en textos impresos, sean amigables y respetuosos con quienes leemos. El demonio de la edición ha hecho presa también de las computadoras que, pretendiendo enmendar supuestos errores, uniforman el habla y matan al sentido, además de eliminar, extender o abusar de los espacios. Pero bueno, de nuevo divagamos…
A propósito, no puedo dejar de echar de menos a Luis Aceituno, el legendario director de El Acordeón, quien cada sábado tuvo la paciencia de leer mis textos para publicar en este medio. Sus apreciaciones para mí tenían un gran peso, y agradezco su paciencia y tino. Lamento no poder seguir hablando con él de libros o de Guate. Demás está decir que fui su fiel lectora en elPeriódico. Hace unos años tuvimos el privilegio de publicar Los años sucios, tengo recuerdos dulces y divertidos de los encuentros con él y Gloria, su fiel compañera. Si algo lo caracterizaba era su gentileza, esa forma de ser generoso, de decir las cosas, todo eso y más. Por esa tristumbre que me anega, como diría Vallejo, es que sigo divagando. También echo de menos a otro de los escritores de Antigua, a Luis de Lión, el maestro que escribió como hablamos, que usó el idioma con la propiedad y elegancia de quien habla con el corazón de la verdad. Y con quien seguramente disfrutaría conversando sobre libros y lapsus.
La historia de las erratas nos traslada a un mundo que no se ve, a la trama que está detrás de los libros, al camino que recorren las palabras desde que alguien escribe inspiradamente hasta que llegan a manos de quien lee. Recomiendo a mis colegas y amistades bibliófilas que lean este texto que nos obsequia con conocimientos Cuando empiezo una lectura, me acerco con más detenimiento y deleite a la bibliografía, a las fuentes que lo nutren. Este es otro valor añadido del libro, allí hay materia para profundizar en el asunto de los gazapos y los yerros.
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