Al sur de la Calle de los Pasos está la Alameda del Calvario, en dirección del volcán de Agua, más allá del puente sobre el río Pensativo, que en la estación lluviosa es un hilo o un torrente traicionero que se mantiene seco el resto del año, ruta propicia para las bandas de chuchos y área de tiro para matar pájaros con onda de hule canche. Los patojos nos escurríamos por un recodo al cauce arenoso, serpenteando el lateral de las ruinas de Los Remedios tras la empalizada de chichicaste y quiebracajetes, y caminábamos atentos a las ramas de las gravileas que dan sombra a los cafetales, donde anidaban las aves. A los zopilotes los respetábamos, porque quien transgredía la regla disparándoles un bodoque, fallaba y sufría la picadura de los hules. Con el demonio no hay que meterse, a menos que no se tenga necesidad.
En el sentido contrario, la calle topa con el convento de Santa Clara, exactamente con una puerta tapiada, cuyo repello se fue cayendo con el tiempo, dejando bocados por acá y por allá, que nadie se atrevía a tocar porque se decía que en la medida que los creyentes se aproximaban podían presenciar con toda claridad la imagen del rostro del Nazareno del Perdón con la corona de espinas. Yo no miraba nada, a pesar del esfuerzo, de las múltiples veces caminando de regreso a casa, tanto desde la banqueta del lado derecho o izquierda, o al centro cuando no pasaban autos, camiones o carretas de bueyes, como en las noches, cuando el foco parpadeante bajo una plafonera de metal irradiaba una catarata de luz sobre el portón sellado y arruinado, dejando que las sombras aclararan el milagro. Todos lo veían con naturalidad en casa, menos yo, y la abuela me hacía cariño en la cabeza lamentando mi falta de fe.
—Aún hay tiempo, sucederá cuando sea el momento justo.
Hasta sentía vergüenza por no poder apreciar lo que los demás notaban con tanta facilidad, y lo sufrí aún más un sábado cuando regresábamos el montón de cazadores del ejercicio habitual de tiro, cada quien atesorando al menos un cadáver de clarinero o gorrión en el costal. Alguien comentó que Jesús se notaba esa vez como enojado en el muro, quizá porque nos habíamos excedido con tantas aves muertas que ni siquiera se podían comer como gallinas, porque todo lo que hacíamos con los trofeos era lanzarlos en el patio de atrás para el festín de las hormigas. Sentí culpa y miedo.
—Yo no veo nada —confesé.
Ellos soltaron la gran carcajada por mi inutilidad y nos separamos, cada uno para su casa, mientras yo seguí insistiendo en desvelar lo que tantas veces se me había negado. La abuela trató en una ocasión señalando las partes con la punta del bastón, manteniendo el equilibrio, aquí la nariz, estos son los ojos y la boca, allá las orejas, y yo no captaba sino agujeros de tierra, daños por la lluvia, sol y el ocasionado por los apóstatas que pasaban apedreando el muro de madrugada, con resentimiento.
Una noche de noviembre acudí a la ermita de Belén a presenciar el montaje de la obra de teatro Estampas eternas y salí verdaderamente conmovido. La nave estaba repleta de gente ocupando las sillas y bancas, familiares de los actores que en el escenario eran otra multitud. Los rostros maquillados, ropa y atuendos a la usanza de siglos pasados, hablando por turnos con parlamentos memorizados, algunos con rima, siguiendo un guion que narraba con solemnidad y esplendor el recorrido de la civilización. El acento común se mezclaba con fingidas zetas españolas. El escenario ocupaba el lugar del altar. Juzgué si no era inadecuado convertir un lugar sagrado en teatro mundano, pero la presencia de las monjas aplaudiendo en uno de los laterales calmó mi inquietud. Al terminar la función, el público se puso de pie y se lanzaron a festejar a sus artistas adelantándose, saltando al escenario, infiltrándose en los vestidores, en la antigua sacristía, donde siglos atrás los sacerdotes se santiguaban al ponerse el alba, la estola y la casulla para salir a celebrar la liturgia.
Ya era tarde y regresé solo caminando por la Calle de los Pasos. A pesar del bullicio en Belén, afuera reinaba el silencio. La luz tenue de los postes, las piedras con el resplandor plateado de la luna llena, y mientras pensaba en la obra acabada de gozar sentí que la realidad era una maravilla, viví un momento de plenitud, me sentí dichoso, feliz, intensamente realizado, a pesar del frío que impulsó abrocharme la chumpa hasta el cuello y meter las manos en los bolsillos. Entonces, miré al fondo de la calle el muro descascarado de la puerta tapiada del convento de las clarisas, donde estaba perfectamente dibujado el rostro del Nazareno. El corazón me palpitó acelerado. Estaba experimentando la magia, me cruce con la mirada sagrada en el sitio preciso donde la abuela señaló los ojos invisibles con el bastón, que esa noche me seguían hacia donde yo me moviera.
Asombrado, me quedé largo rato contemplando el muro, acostumbrándome a la mirada severa, acuclillado en la grada de la segunda estación del viacrucis, exactamente en la esquina, junto a la puerta enchapada, vieja, de la capilla abovedada donde alguna vez estuvo la pintura del Nazareno en el momento que cargó la cruz para iniciar su recorrido hacia el Calvario.
Respiré profundo, y continué mi camino de vuelta a casa emocionado, pensando que quizá esa noche había descubierto mi destino, porque ilusionado había decidido que me dedicaría al teatro, a participar en representaciones gloriosas como la de esa noche perfecta.
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